El planeta de los simios

El planeta de los simios


Tercera parte » Capítulo IX

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Capítulo IX

Algunos de los resultados obtenidos por Helius han acabado por saberse. Es posible que haya sido el mismo chimpancé, que con el entusiasmo de su éxito no haya podido sujetarse la lengua. En la ciudad se dice que un sabio ha logrado hacer hablar a los hombres. Además, en la Prensa se comentan los hallazgos en la ciudad enterrada y aunque su significado sea, en general, deformado, algunos periodistas están muy cerca de saber la verdad. De todo ello resulta un malestar que se traduce en una desconfianza de los dirigentes hacia mí y una actitud cada día más inquieta.

Cornelius tiene enemigos. No se atreve a proclamar abiertamente su descubrimiento. Aunque quisiera hacerlo los orangutanes se opondrían, sin duda. El clan de los orangutanes, con Zaïus a la cabeza, intriga contra él. Se habla de una conspiración contra la raza simiesca y me designan a mí, más o menos abiertamente, como uno de los facciosos. Los gorilas no se han decidido aún por ningún bando, pero siempre están contra todo lo que puede alterar el orden público.

Hoy he experimentado una gran emoción. El acontecimiento tan esperado se ha producido. Primero he sentido una gran alegría, pero después, al reflexionar, me he estremecido ante el nuevo peligro que representa. Nova ha dado a luz un niño.

Tengo un niño, un hijo en el planeta Soror. Lo he visto. No ha sido sin dificultad. Las consignas de secreto son cada día más severas y durante la semana que ha precedido al parto no he podido visitar a Nova. Es Zira quien me ha dado la noticia. Ella, por lo menos, será siempre una amiga fiel, pase lo que pase. Me ha visto tan conmovido que se ha comprometido a procurarme una entrevista con mi nueva familia. Sólo unos días después del nacimiento ha podido llevarme allí, por la noche, pues durante el día el recién nacido está continuamente vigilado.

Lo he visto. Es un bebé magnífico. Estaba echado sobre la paja, como un nuevo Cristo, apelotonado contra el seno de su madre. Se me parece, pero tiene también la belleza de Nova. Ésta, cuando he empujado la puerta, ha dado un gruñido amenazador. Ella también está inquieta. Se ha levantado, con las uñas prontas a desgarrar, pero, al reconocerme, se ha calmado. Estoy seguro que este nacimiento la ha hecho subir varios grados en la escala de los seres. La chispa fugitiva ha cedido el lugar a una llama permanente. Abrazo a mi hijo apasionadamente, sin querer pensar en las nubes que se acumulan sobre nuestras cabezas.

Será un verdadero hombre, estoy seguro de ello. En sus rasgos brilla el espíritu, como también en su mirada. He encendido otra vez el fuego sagrado. Gracias a mí, resucita la humanidad y va a esparcirse sobre este planeta. Cuando sea mayor, se convertirá en tronco y…

¡Cuándo sea mayor! Me estremezco al pensar en las condiciones de su infancia y en todos los obstáculos que va a encontrar en su camino. ¡Qué importa! Entre los tres, estoy seguro de que triunfaremos. Digo los tres, porque Nova ya es ahora uno de nosotros. Sólo hay que ver de qué manera contempla a su hijo. Si aún lo lame, en la forma que lo hacen las madres de este planeta extraño, en cambio, su fisonomía se ha espiritualizado.

He vuelto a dejarlo sobre la paja. Estoy tranquilo en cuanto a su naturaleza. No habla aún, pero… ¡si no tiene más que tres días…!, pero hablará. He aquí que se pone a llorar débilmente, a llorar como un bebé de hombre y no a gemir. Nova no se engaña y lo contempla en una especie de éxtasis, maravillada.

Tampoco Zira se engaña. Se ha acercado, con las orejas peludas levantadas, y mira el bebé un largo rato, en silencio, con una expresión de gravedad. Después me hace comprender que no puedo permanecer allí más tiempo. Sería demasiado peligroso para todos nosotros que me sorprendieran allí. Promete velar por mi hijo y sé que cumplirá su palabra. Pero tampoco ignoro que es sospechosa de benevolencia hacia mí y me hace temblar la eventualidad de su traslado. No debo hacerle correr este riesgo.

Abrazo a mi familia con fervor y me alejo. Al volverme, veo la mona inclinarse, ella también, sobre este bebé de hombre y posar dulcemente su hocico sobre la frente, antes de cerrar la jaula. ¡Y Nova no protesta! Admite esta caricia, que debe ser ya habitual. Pensando en la antipatía que demostraba antes a Zira, no puedo dejar de ver en ello un nuevo milagro.

Salimos. Me tiemblan todos los miembros y me doy cuenta de que Zira está tan emocionada como yo.

—Ulises —exclama enjugándose una lágrima—, a veces me parece que este niño es también mío…

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