El planeta de los simios

El planeta de los simios


Tercera parte » Capítulo X

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Capítulo X

Las visitas periódicas que me he obligado a hacer al profesor Antelle son un deber cada día más penoso. Sigue en el Instituto, pero han tenido que sacarlo de la celda bastante confortable en que había logrado que lo tuvieran. Languidecía y, de vez en cuando, tenía accesos de rabia que lo hacían peligroso. Quería morder a los guardianes. Cornelius ha probado otro sistema. Lo ha hecho poner en una jaula ordinaria sobre la paja y le ha dado una compañera: la muchacha con la cual dormía en el jardín zoológico. El profesor la ha acogido manifestando ruidosamente una alegría bestial y en el acto sus maneras han cambiado. Ha tomado otra vez gusto a la vida.

Lo encuentro en esta compañía. Tiene el aire dichoso. Ha engordado y parece más joven. He hecho lo imposible para poder comunicarme con él. También hoy lo pruebo sin resultado alguno. Sólo se interesa por los pasteles que le doy. Cuando la bolsa queda vacía, se vuelve para ir a acostarse otra vez junto a su compañera, que se pone a lamerle la cara.

—Ya ve usted cómo el espíritu puede perderse, al igual que adquirirse —murmura alguien detrás de mí.

Es Cornelius. Me buscaba, pero no para hablarme del profesor. Quiere decirme algo muy seriamente. Le sigo hasta su despacho, donde nos espera Zira. Tiene los ojos enrojecidos, como si hubiese llorado. Parecen tener una noticia grave que darme, pero ninguno de los dos se atreve a hablar.

—¿Mi hijo?

—Va muy bien —dice Zira rápidamente.

—Demasiado bien —afirma Cornelius, con aire gruñón.

Sé que es un niño soberbio, pero hace ya un mes que no lo he visto. Las consignas han sido nuevamente reforzadas. Zira, sospechosa a las autoridades, es vigilada estrechamente.

—Demasiado bien —insiste Cornelius—. Sonríe y llora como un bebé simio… y empieza a hablar.

—¡A los tres meses!

—Palabras de niño. Pero todo prueba que hablará. En realidad, es maravillosamente precoz.

Me pavoneo. Zira está indignada por mi aire de padrazo.

—Pero, ¿no comprendes que es una catástrofe? Los otros no lo dejarán nunca en libertad.

—Sé de fuente cierta que en la sesión que va a celebrar el Gran Consejo dentro de quince días van a tomarse decisiones muy importantes sobre este asunto —dijo Cornelius lentamente.

—¿Decisiones graves?

—Muy graves. No se trata de suprimirlo… por lo menos, por ahora, pero se lo quitarán a su madre.

—¿Y yo podré verlo?

—Usted menos que cualquier otro… pero déjeme continuar —siguió diciendo el chimpancé con firmeza—. No estamos aquí para lamentarnos, sino para obrar. Como digo, tengo informes fidedignos. Su hijo será recluido en una especie de fortaleza, bajo la vigilancia de los orangutanes. Sí, hace ya tiempo que Zaïus está intrigando para ganar su causa.

Al llegar aquí, Cornelius apretó los puños y soltó por lo bajo algunas palabras malsonantes. Después prosiguió:

—Tenga en cuenta que el Consejo sabe perfectamente a qué atenerse con respecto a ese pedante, pero finge creer que está más cualificado que yo para estudiar ese sujeto excepcional porque éste está considerado como un peligro para nuestra raza. Cuentan con Zaïus para que sea puesto en la imposibilidad de poder perjudicarnos.

Estoy aterrado. No es posible dejar a mi hijo en manos de ese imbécil peligroso. Pero Cornelius no ha terminado:

—No es sólo el niño el que está amenazado.

Sigo callado y miro a Zira, que baja la cabeza.

—Los orangutanes le detestan a usted porque es la prueba viviente de sus errores científicos y los gorilas le encuentran demasiado peligroso para seguir circulando libremente. Temen que llegue a ser el tronco de una nueva casta en este planeta. Incluso, prescindiendo de su eventual descendencia, temen que sólo con el ejemplo suyo se produzca una perturbación en los hombres. Ciertos informes señalan una nerviosidad insólita entre aquellos que usted visita.

Es verdad. En mi última visita a la sala de las jaulas he notado un cambio entre los hombres. Parece como si su instinto les hubiese advertido del nacimiento milagroso. Han saludado mi presencia con un concierto de largos aullidos.

—En fin, para decírselo de una vez —terminó brutalmente Cornelius—. Temo que, dentro de quince días, el Consejo decida suprimirle… o, por lo menos, quitarle una parte del cerebro con el pretexto de unos experimentos. En cuanto a Nova, creo que decidirán ponerla en una situación que no pueda ser perjudicial, también ella, porque se ha acercado demasiado a usted.

¡No es posible! ¡Yo que había creído estar investido de una misión casi divina! Vuelvo a ser el más miserable de todos los seres y me entrego a una desesperación espantosa. Zira me pone la mano sobre el hombro.

—Cornelius ha hecho muy bien en no ocultarte nada de la situación. Lo que aún no te ha dicho es que nosotros no vamos a abandonarte. Hemos decidido salvaros a los tres y nos va a ayudar un pequeño grupo de chimpancés valerosos.

—¿Qué puedo hacer, único en mi especie?

—Hay que huir. Hay que dejar este planeta al cual no habrías debido venir nunca. Hay que volver a la Tierra. Lo exigen tu vida y la de tu hijo.

Se le trunca la voz como si fuera a echarse a llorar. Me es más adicta aún de lo que yo mismo creía. También yo me siento turbado, tanto por su dolor como por la perspectiva de separarme de ella para siempre. Pero, ¿cómo evadirme de este planeta? Cornelius toma otra vez la palabra.

—Es verdad —dice—. He prometido a Zira ayudarles a huir y lo haré, aunque ello me cueste perder mi situación. Siento en mi conciencia que al hacerlo cumplo con mi deber de simio. Si nos amenaza un peligro, con vuestro regreso a la Tierra queda conjurado… ¿No me dijo usted una vez que su nave espacial está intacta y que podría llevarles hasta la Tierra?

—Sin duda alguna. Tiene carburante suficiente, oxígeno y víveres para llevarnos hasta el fondo del Universo. Pero, ¿cómo llegar a ella?

—Sigue gravitando alrededor de nuestro planeta. Uno de mis amigos astrónomo la ha descubierto y conoce todos los elementos de su trayectoria. En cuanto al medio de alcanzarla… Escúcheme. Exactamente dentro de diez días tenemos que lanzar un satélite artificial habitado, por hombres, claro está, sobre los cuales queremos experimentar la influencia de ciertos rayos… ¡No me interrumpa! Se ha previsto que los pasajeros sean tres: un hombre, una mujer y un niño.

Comprendí en seguida su propósito y aprecié su ingeniosidad, pero, ¡cuántos obstáculos tendríamos que vencer!

—Ciertos sabios responsables de este lanzamiento son amigos míos y les he ganado para su causa. El satélite será colocado en la órbita de su nave y hasta cierto punto será dirigible. Hemos entrenado a la pareja de humanos para que pudieran efectuar algunas maniobras por medio de reflejos condicionados. Pienso que ustedes serán aún más hábiles que ellos… Porque éste es nuestro plan: sustituir los pasajeros por ustedes tres. No será difícil. Como ya le he dicho, me he asegurado las complicidades necesarias: el asesinato repugna a los chimpancés. Los otros ni siquiera se darán cuenta del truco que se les ha hecho.

En efecto, es muy probable. Para la mayor parte de los simios, un hombre es un hombre y nada más. No se fijan en las diferencias entre un individuo y otro.

—Durante estos diez días les haré seguir un entrenamiento intensivo. ¿Cree usted que podrá abordar su nave?

Debe ser posible. Pero en este momento no pienso en las dificultades y los peligros. No puedo luchar contra la ola de tristeza que me ha invadido hace un momento ante la idea de dejar el planeta Soror, a Zira y a mis hermanos humanos. Ante éstos me siento como un desertor. No obstante, antes que nada, hay que salvar a mi hijo y a Nova. Pero volveré. Sí, más tarde volveré con mejores triunfos. ¡Lo juro! No olvidaré a los prisioneros de las jaulas.

Estoy tan desatinado que he hablado en voz alta.

Cornelius sonríe.

—Dentro de cuatro o cinco años del tiempo de usted, viajero, pero dentro de más de mil años para nosotros, sedentarios. No olvide que también nosotros hemos descubierto la relatividad. De aquí a allá… hemos discutido el riesgo con mis amigos chimpancés y hemos decidido correrlo.

Nos separamos después de habernos citado para el día siguiente. Zira sale la primera. Aprovecho el momento que quedo a solas con él para darle las gracias efusivamente. Interiormente me pregunto por qué hace esto por mí. Lee mi pensamiento.

—Dé las gracias a Zira —me dice—. Es a ella a quien deberá usted la vida. Solo, no sé si me habría molestado tanto ni si hubiera corrido tantos peligros. Pero ella no me perdonaría jamás ser cómplice de una muerte… y, por otra parte…

Vacila. Zira me espera en el corredor. Se asegura que no puedan oírnos y añade rápidamente en voz baja:

—Por otra parte, por ella y por mí es preferible que desaparezca usted de este planeta.

Ha cerrado la puerta. Me he quedado solo con Zira y damos unos pasos por el corredor.

—¡Zira!

Me he parado y la he cogido en brazos. Ella está tan trastornada como yo. Veo resbalar una lágrima por su hocico mientras estamos estrechamente apretados uno contra otro. ¡Ah, qué importa esta horrible envoltura material! Es su alma la que se comunica con la mía. Cierro los ojos para no ver aquellas facciones grotescas que la emoción afea más todavía. Me esfuerzo en apoyar mi mejilla contra la suya. Vamos a abrazarnos como dos amantes cuando ella se estremece y me rechaza violentamente.

Me quedo entonces cortado, sin saber qué gesto adoptar mientras ella oculta su hocico entre las largas patas peludas y aquella mona horrible dice, desesperada, estallando en sollozos:

—¡Querido mío, es imposible! ¡Es una lástima, pero no puedo, no puedo! ¡Verdaderamente, eres horroroso!

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