El planeta de los simios

El planeta de los simios


Primera parte » Capítulo II

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Capítulo II

Confío este manuscrito al espacio, no con objeto de pedir socorro, sino para ayudar, tal vez, a conjurar la espantosa calamidad que amenaza a la raza humana. ¡Dios tenga piedad de nosotros…!

—¿La raza humana? —repitió Phyllis, sorprendida.

—Es lo que está escrito —confirmó Jinn—. No me interrumpas ya desde el principio.

Y prosiguió la lectura.

Por lo que a mí, Ulises Mérou, se refiere, me he ido con mi familia en la nave cósmica. Podemos subsistir unos años. A bordo cultivamos legumbres y frutas y mantenemos un corral. No nos falta nada. Tal vez algún día encontremos un planeta hospitalario. Es un deseo que casi no me atrevo a formular. Pero he aquí, expuesto con absoluta fidelidad, el relato de mi aventura.

Fue en el año 2500 cuando me embarqué en la nave cósmica con dos compañeros, con la intención de alcanzar la región del espacio donde reina como soberana la estrella supergigante Betelgeuse.

Se trataba de un proyecto ambicioso, quizás el más atrevido que se hubiese formulado jamás en la Tierra. Betelgeuse, el alfa de Orión, como la llamaban nuestros astrónomos, se encuentra a unos trescientos años luz de nuestro planeta. Es notable por muchas causas. Ante todo, por el tamaño: su diámetro mide de trescientas a cuatrocientas veces el de nuestro Sol, es decir, que si su centro se hiciera coincidir con el de nuestro astro, este monstruo se extendería hasta la órbita de Marte. Por su brillo, es una estrella de primera magnitud, la más brillante de la constelación de Orión, que, a pesar de estar tan alejada, es visible a simple vista desde la Tierra. Por la naturaleza de sus rayos, emite unos fuegos rojos y anaranjados, de un efecto verdaderamente magnífico. Finalmente, es un astro variable. Su luminosidad es variable, siendo las alteraciones de su diámetro la causa de esta variación. Betelgeuse es una estrella palpitante.

Después de la exploración del Sistema Solar en el cual no hay ningún planeta habitado, ¿por qué se escogió un astro tan alejado, como meta del primer vuelo intersideral? Esta decisión fue impuesta por el sabio profesor Antelle. Principal organizador de la empresa, a la que había dedicado la totalidad de una enorme fortuna, jefe de nuestra expedición, había concebido el navío cósmico y había dirigido su construcción. Durante el viaje, él mismo me explicó el motivo de esta elección.

—Mi querido Ulises —me dijo—, no es más difícil ni casi tampoco más largo para nosotros alcanzar Betelgeuse que llegar a otra estrella cualquiera más cercana, próxima del Centauro, por ejemplo.

Al llegar aquí, creí oportuno protestar y demostrar mis conocimientos de astronomía recién adquiridos.

—¡Casi no más largo! Y, no obstante, la estrella próxima al Centauro está sólo a cuatro años luz, mientras que Betelgeuse…

—Está a trescientos años luz, no lo ignoro. Pero no estaremos mucho más de dos años para llegar allí, mientras que hubiéramos necesitado menos tiempo para llegar a la región próxima del Centauro. A usted le parece que no es así, porque está acostumbrado a estos saltos de pulga que son los viajes a nuestros planetas, en los cuales es admisible una aceleración fuerte a la salida porque no dura más que unos minutos, ya que la velocidad de crucero que debe alcanzarse es ridículamente débil y desproporcionada a la nuestra… Ya es hora de que le dé algunas explicaciones sobre la marcha de nuestro vehículo.

»Gracias a sus cohetes perfeccionados, y a mí me cabe el honor de haber sido quien los ha puesto a punto, esta nave puede desplazarse por el espacio a la mayor velocidad que pueda usted imaginarse para un cuerpo material, es decir, a la velocidad de la luz, menos épsilon.

—¿Menos épsilon?

—Quiero decir que puede acercársele con sólo una diferencia de una cantidad infinitesimal, del orden de una milmillonésima, si usted quiere.

—Bueno —contesté—. Esto ya lo comprendo.

—Lo que usted debe saber también es que cuando nos desplazamos a esta velocidad, nuestro tiempo se aparta sensiblemente del tiempo de la Tierra, y esta diferencia se hace tanto mayor cuanto más veloz es el desplazamiento. Ahora mismo, desde que empezamos esta conversación, hemos vivido unos minutos que corresponden a varios meses de tiempo de nuestro planeta. Llegará un momento en que el tiempo ya casi no correrá para nosotros sin que, por otra parte, lleguemos a darnos cuenta de cambio alguno. Para usted y para mí, unos segundos, unos latidos de nuestros corazones corresponderán a varios años terrestres.

—Esto también lo comprendo. Por esta misma razón es por lo que podemos tener la esperanza de llegar a la meta antes de morirnos. Pero en este caso, ¿por qué hacemos un viaje que dure dos años? ¿Por qué no puede hacerse solamente en unos cuantos días o en unas cuantas horas?

—Éste es precisamente el punto a que quería llegar. Sencillamente porque para alcanzar esta velocidad en la que el tiempo ya casi no transcurre, con una aceleración que nuestro organismo pueda resistir, precisamos un año. Otro año nos será necesario para aminorar nuestra marcha. ¿Comprende usted ahora nuestro plan de vuelo? Doce meses de aceleración y doce meses de frenada, y entre ellos, sólo unas horas durante las cuales haremos la mayor parte del camino. Y ahora puede usted también comprender por qué no nos tomará mucho más tiempo ir hacia Betelgeuse que hacia la próxima del Centauro. En este último caso, habríamos necesitado también el año de aceleración y el mismo año de reducción y tal vez entre los dos algunos minutos en vez de algunas horas. En conjunto, la diferencia es insignificante. Como me estoy haciendo viejo y probablemente ya no tendré jamás la fuerza de emprender otro viaje por el estilo, he preferido dirigirme hacia un punto alejado con la esperanza de hallar un mundo completamente distinto al nuestro.

Conversaciones por este estilo ocupaban nuestros ocios a bordo y al mismo tiempo me permitían apreciar mejor la ciencia prodigiosa del profesor Antelle. No había materia que él no hubiese explorado y yo me felicitaba de tener un jefe así en una empresa tan aventurada.

Tal como él había previsto, el viaje duró alrededor de los dos años de nuestro tiempo, mientras que, entretanto, nuestra Tierra envejecía tres siglos y medio. Éste era el único inconveniente de haber escogido una meta tan lejana. Si algún día regresábamos, nos encontraríamos con que nuestro planeta había envejecido en setecientos u ochocientos años. Pero esto no nos preocupaba lo más mínimo. Incluso llegué a sospechar que, para el profesor, la perspectiva de escapar de los hombres de su generación era un aliciente más de la empresa. Confesaba a menudo que le cansaban aquellos hombres…

—Los hombres, siempre los hombres —observó nuevamente Phyllis.

—Los hombres —confirmó Jinn—. Esto es lo que está escrito.

No tuvimos ningún incidente serio en el vuelo. Habíamos salido de la Luna. La Tierra y los planetas desaparecieron pronto de nuestra vista. Habíamos visto empequeñecerse el Sol hasta ser como una naranja en el cielo, después como una ciruela y luego un punto brillante, sin dimensiones, una simple estrella, que sólo la ciencia del profesor podía descubrir entre los millares de millones de estrellas de la galaxia.

Vivimos, por lo tanto, sin sol, pero no padecimos nada por esta causa, ya que la nave estaba provista de fuentes luminosas equivalentes. No llegamos tampoco a conocer el tedio. La conversación del profesor era apasionante y me instruí más durante aquellos dos años, que durante toda mi existencia anterior. También aprendí todo cuanto era útil saber para el manejo de la nave. Era bastante fácil: bastaba con dar las instrucciones a los aparatos electrónicos, los cuales efectuaban todos los cálculos y se ocupaban directamente de las maniobras.

Nuestro jardín nos proporcionó distracciones agradables. Ocupaba un lugar importante en la nave. El profesor Antelle, entre otras materias, se interesaba por la botánica y la agricultura y había querido aprovechar el viaje para comprobar ciertas teorías suyas sobre el crecimiento de las plantas en el espacio. El terreno ocupaba un compartimiento cúbico de cerca de diez metros de lado. Se utilizaba toda la cabida gracias a unas estanterías. La tierra se regeneraba por medio de abonos químicos y, dos meses después de nuestra partida, tuvimos el placer de ver brotar toda clase de legumbres que nos suministraban una nutrición abundante y sana. Tampoco se había olvidado la parte agradable, pues se había reservado a las flores una sección que el profesor cuidaba con verdadero cariño. Este hombre original se había llevado también algunos pájaros, unas mariposas y también un mono, un pequeño chimpancé al que había dado el nombre de Héctor y que nos divertía con sus monerías.

Es verdad que el sabio Antelle, sin ser un misántropo, no se interesaba mucho por los humanos. Decía a menudo que no esperaba gran cosa de ellos y esto quizás explica…

—¿Misántropo? —interrumpió nuevamente Phyllis, sorprendida—. ¿Humanos?

—Si me interrumpes a cada momento —observó Jinn—, no llegaremos nunca al final.

Phyllis juró guardar silencio hasta el fin de la lectura, lo que, en efecto, cumplió.

Esto explica sin duda que hubiera reunido en la nave, con capacidad suficiente para contener algunas familias, numerosas especies vegetales y algunos animales limitando a tres el número de pasajeros: él; su discípulo Arturo Levain, un joven físico de gran porvenir, y yo, Ulises Mérou, periodista poco conocido, que había encontrado casualmente al profesor en el curso de una entrevista periodística. Después de cerciorarse de que no tenía familia alguna y de que jugaba aceptablemente al ajedrez, me había propuesto que fuera con él. Para un periodista joven era una ocasión excepcional. Aunque mi reportaje no pudiera publicarse hasta dentro de ochocientos años, tal vez precisamente por esto, tendría una importancia única. Acepté con entusiasmo.

Hicimos, pues, el viaje, sin tropiezo alguno. Lo único desagradable fue una pesadez creciente durante el año de aceleración y el de reducción. Tuvimos que acostumbrarnos a que nuestro cuerpo pesara una vez y media más que en la Tierra, fenómeno que si bien al principio resultó muy fatigoso, luego nos pasó casi inadvertido. Entre estos dos períodos, hubo uno de ausencia total de gravedad, con todas las extravagancias sobradamente conocidas que comporta este fenómeno, pero solamente duró unas pocas horas y no nos perjudicó.

Y un día, después de esta larga travesía, tuvimos la emoción de ver aparecer en el cielo la estrella Betelgeuse con un aspecto nuevo.

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