El planeta de los simios

El planeta de los simios


Primera parte » Capítulo III

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Capítulo III

No es posible describir la exaltación que produce un espectáculo así: una estrella, que aún ayer era sólo un punto brillante entre la multitud de puntos anónimos del firmamento, fue destacándose poco a poco del fondo negro, determinándose como una dimensión en el espacio en el que apareció, primero como una nuez brillante, luego se dilató al mismo tiempo que tomaba color, para llegar a ser como una naranja, integrándose finalmente en el cosmos con el mismo diámetro, aparentemente, que nuestro familiar astro del día. Un nuevo sol había nacido para nosotros, un sol rojizo como el nuestro cuando comienza el ocaso y del que estábamos notando ya la atracción y el calor.

Nuestra velocidad era entonces muy reducida. Aún nos acercamos más a Betelgeuse, hasta que su diámetro aparente excedió en mucho del de todos los cuerpos celestes que hasta entonces habíamos contemplado, lo que nos produjo una impresión fabulosa. Antelle dio unas indicaciones a los robots y nuestra nave empezó a gravitar alrededor del supergigante. El sabio cogió entonces los instrumentos astronómicos y empezó las observaciones.

No tardó mucho en descubrir la existencia de cuatro planetas cuyas dimensiones determinó rápidamente, así como las distancias hasta el astro central. Uno de ellos, el segundo contando desde Betelgeuse, se movía en una trayectoria semejante a la nuestra. Su volumen era más o menos como el de la Tierra; tenía una atmósfera que contenía oxígeno y nitrógeno; giraba alrededor de Betelgeuse a una distancia igual, más o menos, a unas treinta veces la de la Tierra al Sol, por lo que recibía unos rayos comparables a los que capta nuestro planeta a causa de la dimensión del supergigante y teniendo en cuenta su relativa baja temperatura.

Decidimos tomarlo como primer objetivo. Se dieron nuevas instrucciones a los robots y como consecuencia de ellas pronto nos convertimos en satélite del planeta. Paramos, entonces, los motores y nos dedicamos a observar a placer este nuevo mundo. El telescopio nos descubrió mares y continentes.

La nave no era muy adecuada para un aterrizaje, pero el caso ya había sido previsto. Disponíamos de tres ingenios movidos por cohetes, mucho más pequeños, a los que llamábamos chalupas. Nos embarcamos en uno de ellos, cogiendo algunos aparatos de observación y de medidas, y nos llevamos también a Héctor, el chimpancé, que, igual que nosotros, tenía su correspondiente escafandra y le habíamos enseñado a servirse de ella. En cuanto a la nave, la dejamos simplemente que siguiera gravitando alrededor del planeta. Estaba allí tanto o más segura que un paquebote anclado en un puerto y sabíamos que no derivaría ni un punto de la línea de la órbita.

Abordar un planeta de esta naturaleza era cosa fácil para nuestra chalupa. Tan pronto como entramos en las capas densas de la atmósfera, el profesor cogió muestras del aire exterior y las analizó. Encontró que, teniendo en cuenta la altura, era de la misma composición que el de la Tierra. No tuve mucho tiempo para reflexionar sobre esta milagrosa coincidencia porque el suelo se acercaba rápidamente. Ya no estábamos más que a unos cincuenta kilómetros. Como los robots cuidaban de efectuar todas las operaciones necesarias, no tenía otra cosa que hacer que pegar la cara al tragaluz para observar, con el corazón inflamado por la exaltación del descubrimiento, cómo iba subiendo hacia nosotros aquel mundo desconocido.

El planeta se parecía extraordinariamente a la Tierra. Esta impresión iba acentuándose cada vez más. Podía ya ver a simple vista el contorno de los continentes. La atmósfera era clara, ligeramente coloreada de un verde pálido, que iba virando lentamente al anaranjado, así como nuestro cielo de Provenza en un anochecer. El océano era de un azul claro, también con matices verdes. La configuración de las costas era algo muy distinto de todo lo que había visto en nuestro planeta, a pesar de que mis ojos febriles, sugestionados por tantas analogías, se obstinaban tenazmente en descubrir semejanzas también en ellas. Pero la similitud no alcanzaba a más. En la geografía, nada me recordaba nuestros continentes, ni el antiguo ni el nuevo.

¿Nada? ¡Vaya error! Precisamente, al contrario, lo esencial. El planeta estaba habitado. Estábamos volando sobre una ciudad, una ciudad bastante grande de la que irradiaban carreteras bordeadas de árboles por las cuales circulaban vehículos. Tuve tiempo de observar la arquitectura general: calles anchas y casas blancas, de largas aristas rectilíneas.

Pero teníamos que aterrizar muy lejos de allí. Nuestro viaje nos llevó primero por encima de campos cultivados y, después, de un bosque muy poblado, de color rojizo, que recordaba nuestra selva ecuatorial. Volábamos a baja altura. Apercibimos un claro de dimensiones bastante grandes, situado en la cumbre de una meseta, cuyos contornos eran de un relieve muy accidentado. Nuestro jefe decidió intentar la aventura y dio las últimas órdenes a los robots. Entró en acción un sistema de retro-cohetes. Durante unos momentos nos quedamos inmovilizados sobre el claro, como una gaviota acechando un pez.

Dos años después de haber dejado la Tierra descendimos muy pausadamente y nos posamos sin ninguna sacudida en el centro de la meseta, sobre una hierba verde que nos recordaba la de nuestros prados normandos.

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