El planeta de los simios

El planeta de los simios


Tercera parte » Capítulo XI

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Capítulo XI

Se ha hecho la jugada. Bogamos de nuevo por el espacio a bordo de la nave cósmica, volando como un cometa en dirección al Sistema Solar a una velocidad que aumenta cada segundo.

No estoy solo. Me llevo conmigo a Nova y a Sirio, el fruto de nuestros amores interplanetarios, que sabe decir «papá», «mamá» y muchas otras palabras. También hay a bordo una pareja de pollos y de conejos y varios granos que los sabios habían puesto en el satélite para estudiar el efecto de los rayos sobre diversos organismos. Nada de esto se perderá.

El plan de Cornelius fue ejecutado al pie de la letra. Nuestra sustitución del trío previsto se hizo sin dificultad. La mujer ha cogido el sitio de Nova en el Instituto y el niño será enviado a Zaïus. Éste demostrará que no puede hablar y que no es más que un animal. Quizás entonces ya no se me juzgará tan peligroso y dejarán vivir al hombre que me ha sustituido y que no hablará más. Es poco probable que se den cuenta alguna vez de la sustitución. Como ya he dicho, los orangutanes no hacen diferencias entre un hombre y otro. Zaïus triunfará. Cornelius tendrá quizás algunos quebraderos de cabeza, pero pronto se olvidará de todo… ¿Qué digo? Está olvidado ya, porque en los pocos meses que llevo atravesando el espacio han transcurrido allí algunos lustros. En cuanto a mí, los recuerdos se esfuman rápidamente, de la misma manera que el cuerpo material de Betelgeuse supergigante, a medida que el espacio-tiempo se estira entre nosotros: el monstruo se ha transformado en una pequeña pelota, después en una naranja y, por último, en un minúsculo punto brillante de la galaxia. Igual sucede con mis recuerdos sororianos.

Sería muy tonto atormentándome. He logrado salvar los seres que me son queridos. ¿A quién de allí echaría de menos? ¿A Zira? Sí, a Zira. Pero el sentimiento que había nacido entre nosotros no tenía nombre ni en la Tierra ni en región alguna del cosmos. Se imponía la separación. Ella habrá recobrado la paz criando bebés chimpancés después de haberse casado con Cornelius. ¿El profesor Antelle? Al diablo, el profesor. Ya no podía hacer nada más por él y aparentemente ha encontrado una solución satisfactoria al problema de la existencia. Tiemblo algunas veces sólo al pensar que, colocado en las mismas condiciones que él y sin la presencia de Zira, yo también habría podido caer tan bajo.

El abordaje de nuestra nave se hizo sin dificultad alguna. Pude acercarme poco a poco maniobrando el satélite para entrar en el compartimiento que había quedado abierto en espera del retorno de nuestra chalupa. Entonces entraron en acción los robots para cerrar todas las salidas. Estábamos a bordo. Todo estaba intacto y el calculador electrónico se encargó de efectuar todas las operaciones de partida. En el planeta Soror nuestros cómplices hicieron creer que el satélite había sido destruido en vuelo por no haber podido ser colocado en órbita.

Estamos en camino desde hace algo más de un año de nuestro tiempo. Hemos alcanzado la velocidad de la luz, menos una fracción infinitesimal, recorriendo un espacio inmenso en un tiempo muy corto, y estamos ya en el período de frenada que debe durar otro año. En nuestro pequeño universo no me canso de admirar a mi familia nueva.

Nova resiste bien el viaje. Cada día se vuelve algo más racional. La maternidad la ha transformado. Pasa horas y horas contemplando beatíficamente a su hijo que está siendo para ella mejor profesor que yo. Ella articula casi correctamente las palabras que pronuncia él. A mí no me habla aún, pero hemos establecido un código de gestos suficiente para comprendernos. Me hace el efecto que he vivido siempre con ella. En cuanto a Sirio, es la perla del cosmos. Tiene un año y medio. Anda, a pesar de la fuerte presión; y charla sin cesar. Tengo prisa por enseñarlo a los hombres de la Tierra.

¡Qué emoción he sentido esta mañana al comprobar que el Sol empezaba a tener ya una dimensión perceptible! Se nos aparece ahora como una bola de billar y se tiñe de amarillo. Lo muestro con el dedo a Nova y a Sirio. Les explico lo que es este mundo nuevo para ellos y me comprenden. Ahora Sirio habla ya correctamente y Nova casi igualmente bien. Ha ido aprendiendo al mismo tiempo que él. Milagro de la maternidad, milagro del cual he sido yo el agente. No he podido arrancar a todos los hombres de Soror de su envilecimiento, pero el éxito es total por lo que a Nova se refiere.

El Sol va aumentado a cada instante. Busco descubrir los planetas con el telescopio. Me oriento fácilmente. Encuentro a Júpiter, Saturno, Marte y… la Tierra. ¡He aquí la Tierra!

Me asoman las lágrimas a los ojos. Hay que haber vivido más de un año en el planeta de los simios para comprender mi emoción… Ya lo sé, después de setecientos años, no encontraré parientes ni amigos, pero estoy ávido de ver verdaderos hombres.

Pegados a los tragaluces observamos cómo se va acercando la Tierra. Ya no hay necesidad de telescopio para distinguir los continentes. Nos hemos convertido en satélite. Giramos alrededor de mi viejo planeta. Veo desfilar Australia, América, Francia, sí, he aquí Francia. Los tres nos abrazamos sollozando. Nos embarcamos en la segunda chalupa de la nave. Todos los cálculos se han efectuado para aterrizar en mi patria, espero que no lejos de París.

Entramos en la atmósfera. Los retrocohetes entran en acción. Nova me mira sonriendo. Ha aprendido a sonreír así como a llorar. Mi hijo tiende los brazos y abre los ojos, maravillado. Tenemos a París debajo de nosotros. La Torre Eiffel sigue siempre allí.

He tomado los mandos y me dirijo de una manera muy precisa. Milagro de la técnica. Después de setecientos años de ausencia, logro posarme en Orly, que no ha cambiado mucho, en el límite de la pista, bastante lejos de los edificios. Han tenido que verme. No tengo más que esperar. No parece haber tráfico aéreo. ¿Será quizá que este aeropuerto no está ya en funcionamiento? No, he aquí un aparato. Se parece en todo a los aviones de mi tiempo.

De los edificios sale un camión que viene hacia nosotros. Paro los cohetes, preso de una agitación cada vez más febril. ¡Qué relato voy a poder hacer a mis hermanos humanos! Quizá, de momento, no me creerán, pero tengo pruebas. Tengo a Nova, tengo a mi hijo.

El vehículo va acercándose. Es una camioneta de un modelo bastante antiguo: cuatro ruedas y un motor de explosión. Me doy cuenta de estos detalles, maquinalmente. Había pensado que estos coches habrían sido relegados a los museos.

También había imaginado una recepción algo más solemne. Son pocos para acogerme. Creo que sólo dos hombres. ¡Qué estúpido soy! No pueden saber nada. ¡Cuándo lo sepan…!

Son dos. Los veo bastante mal a causa del sol poniente que se refleja en los cristales, unos cristales sucios. El chófer y un pasajero.

Éste lleva uniforme. Es un oficial. He visto el reflejo de los galones. Sin duda el comandante del aeropuerto. Los demás irán siguiendo.

La camioneta para a cincuenta metros de nosotros. Cojo a mi hijo en brazos y salgo de la chalupa. Nova nos sigue con cierta vacilación. Parece asustada. Se le pasará pronto.

El chófer se ha apeado. Me vuelve la espalda. Está medio oculto por las altas hierbas que me separan del coche. Abre la portezuela para que baje el pasajero. No me he equivocado, es un oficial, por lo menos un comandante, porque veo brillar muchos galones. Salta a tierra. Da algunos pasos hacia nosotros, sale de las hierbas y por fin se me aparece a plena luz. Nova da un grito, me arranca a su hijo y corre a refugiarse con él en la chalupa mientras que yo quedo clavado en el suelo, incapaz de hacer un gesto ni de proferir una palabra.

Es un gorila.

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