El planeta de los simios

El planeta de los simios


Primera parte » Capítulo VI

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Capítulo VI

—¿Será una salvaje —dije yo— de alguna raza retrasada, como las que se encuentran en Nueva Guinea o en nuestros bosques de África?

Hablaba sin convicción alguna. Arturo Levain me preguntó, casi violentamente, si había podido observar alguna vez un porte y una finura de líneas parecidos entre los pueblos primitivos. Tenía razón sobrada y no supe qué contestarle. El profesor Antelle, aunque parecía estar sumido en una profunda meditación, nos había oído.

—Los pueblos más primitivos de nuestra Tierra tienen un lenguaje —acabó por decir—. Y esta mujer no habla.

Hicimos una incursión por los alrededores de la corriente de agua sin encontrar el más pequeño rastro de la desconocida. Volvimos luego a nuestra chalupa. El profesor pensaba subir otra vez al espacio, para intentar otro aterrizaje en alguna región más civilizada. Pero Levain propuso que esperásemos, por lo menos, veinticuatro horas, a fin de tratar de establecer otros contactos con los habitantes de aquella selva. Yo apoyé esta proposición, que finalmente prevaleció. No nos atrevíamos a confesarnos que lo que nos ligaba a aquellos lugares era la esperanza de ver nuevamente a la desconocida.

El fin de la jornada pasó sin más incidentes. Después, al anochecer, cuando hubimos admirado el ocaso fantástico de Betelgeuse, dilatado en el horizonte, más allá de cuanto puede figurarse la imaginación humana, tuvimos la impresión de que algo había cambiado a nuestro alrededor. Por la noche, la selva se llenó de crujidos y temblores furtivos y nos sentimos vigilados por unos ojos invisibles, a través del follaje. Sin embargo, pasamos la noche sin ningún motivo de alarma, encerrados en nuestra chalupa y montando guardia por turno. Al romper el día, nos asaltó otra vez la misma impresión y me pareció oír pequeños gritos agudos como los que Nova profería la víspera. Pero no vimos ningún ser de los que nuestra imaginación febril poblaba la selva.

Decidimos entonces volver a la cascada y a lo largo de todo el camino nos sentimos obsesionados por la impresión enervante de que éramos seguidos y espiados por seres que no osaban mostrarse. No obstante, el día anterior, Nova había venido a juntársenos.

—Tal vez son nuestros trajes lo que la asusta —dijo de repente Arturo Levain.

Esto me pareció muy acertado. Recordé distintamente que el día anterior, cuando Nova huía después de haber estrangulado a nuestro mono, se encontró con el montón de nuestra ropa. Entonces dio un salto brusco para evitarlo, como si fuese un caballo asustadizo.

—Vamos a verlo.

Después de habernos desvestido, nos zambullimos en el agua y empezamos a jugar como la víspera, indiferentes, en apariencia, a todo lo que nos rodeaba.

Nuestra astucia logró el mismo éxito del día anterior. Al cabo de unos minutos, vimos a la joven sobre la plataforma rocosa, sin que la hubiésemos oído hablar. No estaba sola. A su lado había un hombre, un hombre de construcción similar a la nuestra, parecido a los hombres de la Tierra, también completamente desnudo, de edad madura y algunos de cuyos rasgos recordaban a los de nuestra diosa, de tal manera que llegué a imaginar que sería su padre. Nos miraba, igual que ella, con una expresión de perplejidad y de emoción.

Había también muchos otros. Los fuimos descubriendo poco a poco, mientras nos esforzábamos en conservar nuestra fingida indiferencia. Salían furtivamente del bosque y, muy despacio, iban formando un círculo cerrado alrededor del lago. Eran todos sólidos y bellos ejemplares y tanto los hombres como las mujeres de piel dorada se agitaban y se movían, presas, según parecía, de una gran sobreexcitación y profiriendo pequeños gritos de vez en cuando.

Estábamos cercados y, además, un poco inquietos al recordar el incidente del chimpancé. Pero la actitud de aquellos seres no era amenazadora; solamente parecían estar también muy interesados en nuestras evoluciones.

Efectivamente, era esto. Pronto Nova, a la que yo consideraba ya como una vieja amistad, se deslizó en el agua y, poco a poco y con más o menos vacilación, la fueron imitando los demás. Todos se acercaron y empezamos nuevamente a perseguirnos como la víspera, a la manera que lo hacen las focas, con la diferencia de que ahora había a nuestro alrededor unas veinte de aquellas criaturas extrañas, chapoteando, resoplando, con unas caras serias que contrastaban con la infantilidad del juego.

Al cabo de un cuarto de hora de juego, empecé a sentirme cansado ¿Habíamos abordado el universo de Betelgeuse para comportarnos como chiquillos? Me sentía avergonzado de mí mismo y apenado al ver que el sabio Antelle parecía disfrutar mucho con aquel juego. Pero, ¿qué más podíamos hacer? Es fácil comprender la dificultad de establecer contacto con unos seres que desconocen la palabra y la sonrisa. No obstante, quise ensayarlo. Esbocé unos gestos que tenían la pretensión de querer ser significativos. Junté las manos en la actitud más amistosa que me fue posible, inclinándome al mismo tiempo un poco al estilo de los chinos. Les mandé besos con la mano. Ninguna de estas demostraciones tuvo el más pequeño eco. En sus pupilas no brilló ningún destello de comprensión.

Cuando, durante el viaje, hablábamos de un posible encuentro con seres vivientes, evocábamos criaturas deformes, monstruosas, de un aspecto físico muy distinto al nuestro, pero siempre suponíamos en ellos la existencia de un espíritu. En el planeta Soror, la realidad parecía ser completamente opuesta: teníamos que habérnoslas con unos seres parecidos a nosotros desde el punto de vista físico, pero que parecían completamente desprovistos de razón. Era esto, precisamente, lo que implicaba la mirada de Nova que tanto me había intrigado y lo que encontraba también ahora en la mirada de todos los demás: falta de reflexión consciente, ausencia de alma.

Sólo les interesaba el juego. Y, además, era necesario que el juego fuera muy estúpido. Tuvimos la idea de introducir en él algo de coherencia, sin dejar de permanecer a su alcance y, con este objeto, nos cogimos los tres de las manos y con el agua hasta la cintura nos pusimos a jugar al corro, levantando y bajando los brazos, como lo habrían hecho unos niños de corta edad. Aquello no pareció conmoverlos lo más mínimo. Muchos de ellos se apartaron de nosotros y los demás se quedaron mirándonos con una falta de comprensión tan evidente que llegamos a sentirnos desconcertados.

Y fue precisamente la intensidad de nuestra confusión lo que provocó el drama. Nos violentaba tanto vernos así, tres hombres maduros, de los cuales uno era una celebridad mundial, cogidos de la mano, bailando en un corro infantil bajo la mirada burlona de Betelgeuse, que no pudimos seguir manteniendo la seriedad. Veníamos reprimiéndonos de tal manera desde hacía un cuarto de hora que nos hacía falta un relajamiento. Una pasión de risa insensata nos dominó tan intensamente que durante unos segundos estuvimos riéndonos a carcajadas, sin poder contenernos.

Esta explosión de risa encontró eco en aquellos seres, un eco que no era precisamente el que nosotros queríamos. Una especie de tormenta agitó el lago. Todos salieron huyendo en todas direcciones, en un estado de enloquecimiento que en otras circunstancias nos habría parecido cómico. En unos segundos, nos encontramos solos en el lago. Ellos, finalmente, se reunieron en la orilla, formando un grupo de seres temblorosos que proferían pequeños gritos y tendían los brazos con rabia hacia nosotros. Su mímica era tan amenazadora que nos asustamos. Levain y yo nos acercamos a nuestras armas, pero el sabio Antelle nos recomendó en voz baja que no nos sirviésemos de ellas, que ni siquiera las blandiésemos mientras ellos no intentaran acercársenos.

Nos vestimos a toda prisa sin dejar de vigilarlos. Pero no habíamos hecho más que ponernos los pantalones y las camisas cuando su agitación aumentó hasta el frenesí. Parecía como si no pudieran soportar la vista de hombres vestidos. Algunos se dieron a la fuga, pero otros avanzaron hacia nosotros con los brazos tendidos y las manos crispadas. Cogí mi carabina. Paradójicamente, ya que se trataba de unos seres obtusos, parecieron captar el significado de mi gesto, pues dieron media vuelta rápidamente y desaparecieron tras los árboles.

Nos apresuramos a volver a la chalupa. Durante el regreso, tuve la impresión de que seguían allí, aunque invisibles, y que acompañaban silenciosamente nuestra retirada.

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