El planeta de los simios

El planeta de los simios


Primera parte » Capítulo VII

Página 10 de 44

Capítulo VII

Nos atacaron cuando llegábamos a la vista del claro, de una manera tan repentina que nos impidió toda defensa. Saliendo de la espesura del bosque como corzos, los hombres de Soror se nos echaron encima sin darnos tiempo ni de empuñar las armas.

Lo verdaderamente curioso de esta agresión es que no iba dirigida en realidad contra nuestras personas. Inmediatamente tuve una clara intuición de ello, que bien pronto quedó confirmada. En ningún momento me sentí en peligro de muerte, como lo había estado Héctor. No querían quitarnos la vida, sino nuestros vestidos y todos los accesorios que llevábamos. Fuimos inmovilizados en un instante. Un torbellino de manos rebusconas nos arrancaron las armas, las municiones y las bolsas para tirarlas lejos, mientras otros se encarnizaban en despojarnos de nuestros vestidos para romperlos. Tan pronto como comprendí qué era lo que excitaba su furor, les dejé hacer con toda pasividad y aparte de algunos arañazos no recibí ninguna lesión seria. Antelle y Levain me imitaron y pronto nos encontramos desnudos como gusanos, en medio de un grupo de hombres y mujeres que, visiblemente tranquilizados al vernos de aquella manera, se pusieron a jugar a nuestro alrededor, aunque rodeándonos tan estrechamente que no podíamos pensar en huir.

Eran por lo menos un centenar en el borde del claro. Los que no estaban cerca de nosotros se lanzaron entonces sobre nuestra chalupa con una furia igual a la que habían demostrado al destrozar nuestros vestidos. A pesar de la desesperación que me embargaba al verles saquear nuestro precioso vehículo, reflexionaba sobre su manera de comportarse y me parecía poder deducir de ella un principio esencial: lo que excitaba la ira de aquellos seres eran los objetos. Todo lo que era fabricado provocaba su furor y también su miedo. Cuando cogían un objeto cualquiera, no lo tenían en la mano más que el tiempo justo de romperlo, destrozarlo o retorcerlo. En seguida lo tiraban lejos, como si fuese un hierro candente, sin perjuicio de cogerlo luego otra vez para terminar su destrucción. Me hacían pensar en un gato con un ratón ya medio muerto, pero aún peligroso, o en una mangosta que hubiese atrapado una serpiente. Ya había observado, como dato curioso, que nos habían atacado sin armas, sin servirse siquiera de un palo.

Asistimos, impotentes, al saqueo de nuestra chalupa. La puerta no había tardado en ceder a su empuje. Irrumpieron en el interior y destruyeron todo lo que podía ser destruido, especialmente los instrumentos más preciosos de a bordo, y dispersaron los restos. Este pillaje duró un buen rato. Después, cuando sólo quedaba intacta la envoltura metálica, volvieron hacia nuestro grupo. Fuimos empujados, acosados y finalmente arrastrados hasta lo más profundo de la selva.

Nuestra situación era cada vez más alarmante. Desarmados, despojados de todo, obligados a andar con los pies desnudos a un paso demasiado rápido para nosotros, no podíamos cambiar impresiones ni siquiera quejarnos. Cualquier intento de conversación provocaba unos reflejos tan amenazadores que tuvimos que resignarnos a un silencio doloroso. Y, sin embargo, aquellos seres eran hombres como nosotros. Vestidos y peinados no habrían llamado la atención a nadie en nuestro planeta. Sus mujeres eran hermosas, pero ninguna de ellas podía rivalizar con la belleza de Nova.

Ésta nos seguía de cerca. En algunas ocasiones, en que mis guardias me hostigaban, volví hacia ella la cabeza implorando una muestra de compasión que una vez me pareció sorprender en su semblante. Pero creo que no fue más que el producto de mi deseo. Tan pronto como mi mirada encontraba la suya, ella procuraba evitarla, sin que sus ojos expresaran otro sentimiento que una gran perplejidad.

Este calvario duró muchas horas. Yo estaba agotado de fatiga, con los pies ensangrentados y el cuerpo lleno de arañazos que me habían producido los zarzales, a través de los cuales se deslizaban como serpientes los hombres de Soror sin sufrir daño alguno. Mis compañeros no estaban en mejor estado que yo, y Antelle tropezaba a cada paso cuando por fin llegamos a un lugar que parecía ser la meta de esta carrera. El bosque no era tan espeso y los zarzales y los brezos habían dejado sitio a una hierba corta. Allí los guardias nos dejaron y sin ocuparse más de nosotros se pusieron de nuevo a jugar persiguiéndose por entre los árboles, lo que parecía ser la principal ocupación de su existencia. Nos tumbamos sobre la hierba, deshechos por la fatiga, aprovechando este respiro para cambiar impresiones en voz baja.

Se necesitaba toda la filosofía de nuestro jefe para impedirnos caer en la más negra desesperación. Caía la tarde. Podíamos, sin duda, lograr evadirnos aprovechando la circunstancia de que nadie nos prestaba atención. Pero ¿a dónde iríamos? Aun en el caso de que lográsemos deshacer todo el camino recorrido, no teníamos posibilidad alguna de poder utilizar la chalupa. Nos pareció más atinado quedarnos donde estábamos y tratar de amansar a aquellos seres desconcertantes. Por otra parte, nos estaba atenazando el hambre.

Nos levantamos y dimos algunos pasos tímidos. Ellos continuaron con sus juegos insensatos sin prestarnos la menor atención. Sólo Nova parecía no habernos olvidado. Se puso a seguirnos a distancia volviendo siempre la cabeza cuando la mirábamos. Después de haber deambulado un rato al azar, descubrimos que estábamos en una especie de campamento en el que las tiendas no eran ni siquiera cabañas, sino como unos nidos como los que hacen los monos grandes en nuestros bosques africanos, unas ramas entrelazadas, sin ligadura alguna, puestas sobre el suelo o bien encajadas en la horquilla de unas ramas bajas. Algunos de estos nidos estaban ocupados. Hombres y mujeres (no encuentro otro nombre para designarlos) estaban agazapados allí, muchas veces por parejas, medio adormilados, apelotonados unos contra otros como perros frioleros. Otros abrigos, mayores, servían para familias completas y vimos niños dormidos que me parecieron hermosos y de buen porte.

Esto no resolvía nuestro problema alimenticio. Por fin vimos a una familia que, al pie de un árbol, se disponía a comer, pero aquella comida no era muy a propósito para tentarnos. Sin ayuda de instrumento alguno despedazaban un animal de buena talla que parecía un ciervo. Valiéndose de uñas y dientes, arrancaban trozos de carne cruda y la devoraban después de haber quitado únicamente la piel lanosa. No había rastro alguno de fuego en los alrededores. Este festín nos revolvía el estómago, pero, por otra parte, después de habernos acercado unos pasos, comprendimos que tampoco estábamos invitados a compartirlo. Por el contrario, unos gruñidos nos hicieron retroceder rápidamente.

Fue Nova quien vino a socorrernos. ¿Lo hizo porque finalmente había comprendido que teníamos hambre? ¿Podía realmente comprender algo? ¿O acaso ella también estaba hambrienta? Sea como sea, se acercó a un árbol muy alto, rodeó el tronco con las piernas y desapareció dentro del follaje. Poco después, vimos caer al suelo una profusión de frutos que parecían plátanos. Después bajó otra vez, cogió dos o tres y se puso a devorarlos mientras nos miraba. Aquellos frutos eran bastante buenos y logramos saciarnos mientras ella nos observaba sin protestar. Después de haber bebido agua en un riachuelo, decidimos pasar la noche allí.

Cada uno de nosotros escogió un rincón en la hierba para construirse un nido al estilo de los del poblado. Nova se interesó por nuestro trabajo, hasta el punto de acercárseme para ayudarme a romper una rama recalcitrante.

Me emocionó este gesto, que produjo al joven Levain un despecho tal que se acostó inmediatamente, se hundió en la hierba y nos volvió la espalda. En cuanto al profesor Antelle, ya dormía, molido de fatiga.

Me retrasé en preparar mi cama, siempre bajo la mirada de Nova, que había retrocedido un poco. Cuando, por fin, me acosté, ella se quedó inmóvil un buen rato, como indecisa. Después se fue acercando con pasos breves y vacilantes. No hice ningún gesto ni me moví por temor a asustarla. Se acostó a mi lado. Yo seguí sin moverme. Acabó por apelotonarse contra mí y nada nos distinguió ya de otras tantas parejas que ocupaban los nidos de esta extraña tribu. Pero aunque aquella joven fuera de una belleza extraordinaria, yo no la consideraba como una mujer. Sus maneras eran las de un animal doméstico que busca el calor de su amo. Aprecié el calorcillo de su cuerpo, sin que se me ocurriera desearla. Acabé por dormirme en esta postura extraña, medio muerto de fatiga, apretado contra una criatura extrañamente hermosa e increíblemente inconsciente después de haber contemplado unos instantes un satélite de Soror, más pequeño que nuestra Luna y que derramaba sobre la selva una luz amarillenta.

Ir a la siguiente página

Report Page