El planeta de los simios

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Primera parte » Capítulo VIII

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Capítulo VIII

El cielo blanqueaba a través de los árboles cuando me desperté. Nova dormía aún. La contemplé en silencio y suspiré al acordarme de su crueldad con nuestro pobre mono. También debía haber sido ella la causa de nuestras desventuras al señalarnos a sus compañeros. ¿Pero cómo guardarle rencor ante la armonía de su cuerpo?

Se movió de repente y levantó la cabeza. Un destello de temor iluminó su mirada y sentí cómo los músculos se le endurecían. Sin embargo, ante mi inmovilidad su fisonomía fue dulcificándose poco a poco. Se acordaba. Por primera vez logró sostener mi mirada durante un momento. Consideré esto como una victoria personal y, olvidando su reacción de la víspera ante esta manifestación terrestre, volví a sonreírle.

Esta vez, la reacción fue atenuada. Sé estremeció, envarada nuevamente como para tomar impulso, pero se quedó inmóvil. Animado, acentué mi sonrisa. Ella volvió a estremecerse, pero acabó por tranquilizarse y en su cara no se leía más que una sorpresa intensa ¿Había logrado domesticarla? Me atreví a ponerle una mano sobre el hombro. Se estremeció, pero no se movió. Yo estaba enardecido por este triunfo y lo estuve mucho más cuando tuve la impresión de que estaba tratando de imitarme.

Era cierto. Estaba ensayando sonreírme. Adiviné los esfuerzos penosos que hacía para contraer los músculos de su cara delicada. Hizo varias tentativas, pero sólo llegó a esbozar una especie de mueca dolorosa. Había algo especialmente emotivo en aquel esfuerzo desmesurado de un ser humano para lograr una expresión tan familiar, con un resultado tan lamentable. Me sentí, de repente, turbado y lleno de conmiseración, como si se tratara de un niño inválido. Acentué la presión de mi mano sobre su hombro Acerqué mi cara a la suya y rocé sus labios. Ella contestó a este gesto mío frotando su nariz contra la mía y pasándome la lengua por la mejilla.

Me sentía desorientado e indeciso. A todo evento, la imité con torpeza. Después de todo, yo era un extranjero y era, por consiguiente, yo el que debía adaptarme a las costumbres del gran sistema de Betelgeuse. Ella pareció satisfecha. Habíamos llegado a este punto en nuestras tentativas de comprensión sin que yo supiera exactamente cómo debía proseguirla y temiendo cometer alguna torpeza si me dejaba guiar por mis costumbres terrenales, cuando nos sobresaltó un griterío espantoso.

Mis dos compañeros, de los que me había olvidado egoístamente, y yo mismo nos encontramos de pie a la vez en la aurora naciente. Nova había dado un salto aún más rápido y ofrecía muestras del más profundo enloquecimiento. Por otra parte, comprendí en seguida que aquel estrépito no era una sorpresa desagradable solamente para nosotros, sino también para todos los habitantes del bosque, ya que, abandonando su guardia, habían empezado a correr de un lado para otro, desordenadamente. No se trataba ya de un juego como la víspera. Sus gritos expresaban un terror intenso.

Al romper bruscamente el silencio del bosque, aquel estrépito era suficiente para helar la sangre en las venas, pero es que, además, yo tenía la intuición de que los hombres de la selva sabían a qué atenerse y su espanto era debido a un peligro definido. Era una cacofonía singular, como una mezcla de golpes rápidos, sordos como un redoble de tambor, y otros sonidos, más discordes, que parecían un concierto de cacerolas, y también gritos. Fueron estos gritos lo que más me impresionó, porque, aunque no pertenecían a ninguna lengua que conociéramos nosotros, eran incontestablemente humanos.

Las primeras luces del día iluminaban una escena insólita en el bosque: hombres, mujeres y niños corrían en todas direcciones, cruzándose, empujándose y algunos incluso trepando a los árboles para buscar refugio. No obstante, pronto algunos de los más ancianos se detuvieron para escuchar. El estrépito se acercaba con bastante lentitud. Llegaba de la parte donde el bosque era más denso y parecía salir de una línea continua, bastante larga. Lo comparé con el alboroto que arman los ojeadores en algunas de nuestras grandes cacerías.

Los ancianos parecieron tomar una decisión.

Profirieron una serie de aullidos, que eran, sin duda, señales u órdenes y se lanzaron en dirección opuesta de donde llegaba el ruido. Todos los demás los siguieron y les vimos galopar a nuestro alrededor como una manada de ciervos desbocados. Nova ya había tomado impulso, pero de repente vaciló y se volvió hacia nosotros, sobre todo hacia mí, según me pareció. Dejó escapar un gemido plañidero que yo tomé por una invitación para que la siguiera, luego dio un salto y desapareció.

El estrépito se hizo más intenso y me pareció oír el crujir de la maleza bajo unas pisadas duras. He de confesar que perdí mi sangre fría. La razón me aconsejaba quedarme donde estaba y afrontar a los nuevos llegados, ya que proferían gritos humanos, según podía precisarse mejor a cada momento que transcurría. Pero después de las pruebas por que había pasado la víspera este estrépito horrible me alteraba los nervios. El terror de Nova y los demás se me había contagiado. No reflexioné, ni siquiera consulté con mis compañeros. Me metí entre los brezos y emprendí también la huida siguiendo las huellas de la joven.

Recorrí unos centenares de metros sin lograr alcanzarla y me di cuenta entonces de que sólo me había seguido Levain, pues seguramente la edad del profesor Antelle no le permitía una carrera como aquélla. Nos miramos, avergonzados de nuestra conducta, y cuando iba a proponerle volver atrás o, por lo menos, esperar a nuestro jefe, otros ruidos nos sobresaltaron.

No podía equivocarme por lo que a estos nuevos ruidos atañe. Eran disparos, que retumbaban en la selva: uno, dos, tres, luego muchos más, a intervalos irregulares, a veces sueltos, a veces dos consecutivos, que hacían recordar un doble de cazador. Se disparaba delante de nosotros, en el camino que habían emprendido los fugitivos. Mientras vacilábamos, la línea de donde venía el primer estrépito, la línea de los ojeadores, se iba acercando; se acercó tanto a nosotros que nuestra mente volvió a turbarse. No sé por qué, la fusilería me pareció menos peligrosa, más familiar que aquel estrépito del infierno. Por instinto, volví a emprender el camino hacia delante, si bien tuve la precaución de disimularme entre los brezos y de hacer el menor ruido posible. Mi compañero me siguió.

Llegamos así al paraje de donde partían las detonaciones. Reduje el paso y me acerqué aún más, casi arrastrándome. Siempre seguido de Levain, escalé una especie de colina y al llegar a la cima me detuve anhelante. Delante de mí no había más que algunos árboles y como una cortina de maleza. Avancé con precaución manteniendo la cabeza a ras del suelo. Y allí me quedé unos instantes como aturdido, aterrado por una visión fuera de las proporciones de mi pobre razón humana.

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