El planeta de los simios

El planeta de los simios


Primera parte » Capítulo IX

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Capítulo IX

Había muchos elementos barrocos, algunos horribles, en el cuadro que yo tenía ante mi vista, pero mi atención se centró ante todo y por completo en un personaje situado a treinta pasos de mí, inmóvil, que miraba en mi dirección.

Me faltó poco para proferir un grito de sorpresa. Sí, a pesar de mi terror, a pesar de lo trágico de mi posición, pues estaba cogido entre los ojeadores y los tiradores, la estupefacción ahogó todos los demás sentimientos cuando vi a aquella criatura al acecho, esperando el paso de la caza. Porque aquel ser era un mono, un gorila de buena talla. Aunque me iba repitiendo que me iba volviendo loco, no podía tener la menor duda sobre su especie. Pero encontrar a un gorila sobre el planeta Soror no constituía la extravagancia esencial del caso. Ésta era que aquel mono iba correctamente vestido como un hombre de nuestro planeta y, sobre todo, que llevaba las prendas con toda soltura. Esta naturalidad fue lo primero que me impresionó. No hice más que ver el animal y ya me pareció evidente que no iba disfrazado. El estado en que lo veía era completamente normal para él, tan normal como la desnudez lo era para Nova y sus compañeros.

Iba vestido como vosotros y como yo, es decir, como iríamos vestidos nosotros si tomásemos parte en una de aquellas batidas organizadas en nuestro mundo para los embajadores y otros personajes importantes en nuestras grandes cacerías. Su chaqueta de color pardo parecía haber salido del mejor sastre parisiense y dejaba ver una camisa a cuadros grandes como las que llevan nuestros deportistas. El pantalón, ligeramente bombeado por encima de las pantorrillas, se prolongaba con unas polainas. Aquí terminaba la semejanza. En vez de zapatos, llevaba unos gruesos guantes negros.

Les aseguro que era un gorila. Por el cuello de la camisa asomaba la horrible cabeza terminada en pan de azúcar, cubierta de pelo negro, con la nariz aplastada y las mandíbulas salientes. Estaba allí, de pie, un poco inclinado, en la postura del cazador al acecho, con un fusil entre sus manos largas. Estaba delante de mí, al otro lado de la larga hendidura practicada en el bosque perpendicularmente a la dirección de la batida.

De repente se estremeció. Lo mismo que yo, había percibido un ligero ruido en los brezales, algo a mi derecha. Volvió la cabeza, al mismo tiempo que levantaba el arma, presto a echársela al hombro. Desde mi sitio, vi el rastro que uno de los fugitivos iba dejando en el brezo, al correr avanzando ciegamente. Estuve a punto de gritar para advertirle, pues la intención del gorila era evidente. Pero no tuve ni fuerza ni tiempo de hacerlo, ya el hombre corría como un cervato por terreno descubierto. Cuando llegaba hacia la mitad del campo de tiro, retumbó el disparo. Dio un salto, cayó y quedó inmóvil, después de unas convulsiones.

Pero yo no me fijé en la agonía de la víctima hasta más tarde, pues el gorila retenía aún toda mi atención. Había ido registrando las alteraciones de su cara desde que el ruido le había dado el alerta y había observado una serie de matices sorprendentes; en primer lugar la crueldad del cazador que acecha a su presa y el placer febril que este ejercicio le depara; pero, por encima de todo, el carácter humano de su expresión. Éste era el principal motivo de mi sorpresa: en la pupila de este animal brillaba la chispa espiritual que había buscado vanamente en los hombres de Soror.

El horror de mi propia situación ahogó bien pronto el primer estupor. La detonación me hizo mirar de nuevo hacia la víctima y, con un terror indecible, fui testigo de sus últimas convulsiones. Me di cuenta entonces de que todo el camino que cortaba el bosque estaba sembrado de cuerpos humanos. No podía hacerme ilusiones sobre el sentido de esta escena. A unos cien pasos más allá podía ver a otro gorila parecido al primero. Estaba asistiendo a una batida en la que también participaba yo, ¡y de qué forma! Era una batida fantástica en la que los cazadores, apostados a intervalos regulares, eran monos y la caza la constituían hombres, hombres como yo, hombres y mujeres cuyos cadáveres desnudos, tendidos en posturas ridículas, ensangrentaban el suelo.

Aparté los ojos de este horror insostenible. Era preferible la vista de lo simplemente grotesco, por lo que miré nuevamente al gorila que me cerraba el paso. Se había hecho a un lado, lo que me permitía ver otro mono que estaba detrás de él como un servidor detrás de su amo. Era un chimpancé, un chimpancé de talla pequeña, un chimpancé joven, según me pareció, pero, desde luego, un chimpancé, ¡lo juro!, vestido con menos elegancia que el gorila, con un pantalón y una camisa y que desempeñaba con presteza el cometido que le había sido asignado en aquella organización meticulosa que empezaba a descubrir. El cazador acababa de entregarle su fusil. El chimpancé le dio otro que tenía en la mano. Luego, con gestos precisos y utilizando los cartuchos que llevaba en un cinturón alrededor del talle y que los rayos de Betelgeuse hacían brillar, el pequeño mono volvió a cargar el arma. Luego, cada uno ocupó nuevamente su sitio.

Todas estas impresiones las fui recibiendo en pocos minutos. Hubiera querido reflexionar, analizar lo que había ido descubriendo, pero no tenía tiempo. A mi lado, Arturo Levain, helado por el terror, era incapaz de ayudarme en nada. El peligro crecía por momentos Los ojeadores se acercaban por detrás de nosotros. Su estrépito llegaba a ser ensordecedor. Nos iban acorralando como bestias salvajes, como habían acorralado a aquellas pobres criaturas que aún veía pasar a nuestro alrededor. Los habitantes del poblado debían de ser más numerosos de lo que yo había supuesto, pues muchos hombres salían aún a la pista para encontrar allí una muerte espantosa.

Pero no todos. Esforzándome en recobrar algo de mi sangre fría, observé desde mi altura el comportamiento de los fugitivos. Algunos, completamente enloquecidos, haciendo mucho ruido, se precipitaban aplastando los brezales dando así el alerta a los monos, que los abatían sin fallar uno. Pero otros daban muestra de mayor discernimiento, como viejos jabalíes que han sido perseguidos más de una vez y que han aprendido numerosos trucos. Éstos se acercaban sin hacer ruido y en el linde marcaban un tiempo de espera observando a través de las hojas al cazador que tenían más cerca y esperando el instante en que la atención del cazador estaba fija en otro lugar. Entonces, de un salto, a toda velocidad, atravesaban el camino mortífero. Algunos consiguieron llegar a la orilla de enfrente desapareciendo en el bosque.

Tal vez había en esto una posibilidad de salvación. Hice una seña a Levain para que me imitara, y sin hacer ruido me arrastré hasta el último brezo antes de la pista. Una vez allí, me invadió un escrúpulo absurdo. ¿Yo, hombre, debía recurrir a tales tretas para burlar a un mono? La única conducta digna de mi condición, ¿no era la de levantarme, dirigirme al animal y someterlo a bastonazos? La batahola que iba en aumento detrás de mí reducía a la nada esta loca veleidad.

La caza se estaba terminando con un ruido infernal. Los ojeadores estaban ya a nuestros talones. Entreví uno que salía de entre el follaje. Era un gorila enorme, que pegaba al azar con un rebenque, aullando con toda la fuerza de sus pulmones. Me hizo una impresión más terrible aún que el cazador con el fusil. Levain empezó a rechinar los dientes temblando desesperadamente mientras yo miraba de nuevo hacia delante en espera del momento propicio.

Mi desgraciado compañero me salvó la vida, inconscientemente, por su imprudencia. Había perdido completamente la razón. Se levantó sin precaución alguna, echó a correr al azar y desembocó en mitad de la pista, en la línea de tiro del cazador. No llegó muy lejos. El tiro pareció romperlo en dos y cayó entre los cadáveres que cubrían el suelo. Yo no perdí tiempo llorándole. ¿Qué podía hacer ya por él? Aceché febrilmente el momento en que el gorila entregara el fusil a su servidor. Tan pronto como lo hizo, salté rápidamente y atravesé la pista. Le vi, como en un sueño, apresurarse a coger el arma, pero cuando se la echó a la cara yo ya estaba a cubierto. Oí una exclamación que parecía un juramento, pero no perdí tiempo alguno en meditar sobre esta nueva cosa extraña.

Lo había engañado. Sentí una alegría singular, que fue como un bálsamo para mi humillación. Seguí corriendo con todas mis fuerzas alejándome lo más rápidamente posible de aquella carnicería. Ya no se oían los gritos de los ojeadores. ¡Estaba salvado!

¡Salvado! Había subestimado la malignidad de los monos del planeta Soror. No había recorrido cien metros cuando me di de cabeza contra un obstáculo disimulado entre el follaje. Era una red de mallas anchas, tendida sobre el suelo y provista de grandes bolsas, en una de las cuales me hundí profundamente. No era yo el único prisionero. La red cerraba una amplia sección del bosque y un gran número de fugitivos que habían escapado a los fusiles se habían dejado coger. A mi derecha y a mi izquierda, unas fuertes sacudidas, acompañadas de furiosos gruñidos, atestiguaban los esfuerzos que hacían para librarse.

Una rabia loca se adueñó de mí cuando me sentí cautivo, una rabia mas fuerte aún que el terror, dejándome incapaz de la menor reflexión. Hice exactamente lo contrario de lo que la razón me aconsejaba, es decir, que me debatí de una manera completamente desordenada, lo que dio por resultado estrechar aún más las mallas alrededor de mi cuerpo. Finalmente, quedé tan bien sujeto que tuve que permanecer quieto, a la merced de los monos que oía acercarse.

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