El planeta de los simios

El planeta de los simios


Primera parte » Capítulo X

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Capítulo X

Un terror mortal se apoderó de mí cuando vi llegar su tropa. Después de haber sido testigo de su crueldad, pensé que iban a hacer una matanza general.

Los cazadores, todos gorilas, iban en cabeza. Me fijé que habían dejado las armas, lo que me hizo alimentar algunas esperanzas. Detrás de ellos venían los servidores y los ojeadores, entre los cuales había un número casi igual de gorilas y de chimpancés. Los cazadores parecían señores y sus ademanes eran altamente aristocráticos. No parecían estar animados de malas intenciones y se interpelaban con el mejor humor del mundo.

La verdad es que estoy ya tan acostumbrado a las paradojas de este planeta que he escrito la frase precedente sin darme cuenta de lo absurdo que resulta. Y, sin embargo, es la verdad. Los gorilas tenían aire de aristócratas. Se interpelaban alegremente en una lengua articulada y su fisonomía expresaba los sentimientos humanos que yo había buscado vanamente en Nova. ¡Ay de mí! ¿Qué habría sido de Nova? Me estremecí al recordar la pista ensangrentada. Entonces comprendí la emoción que le había causado la vista de nuestro pequeño chimpancé. Entre las dos razas existía ciertamente un odio feroz. Para convencerse de ello bastaba ver la actitud de los hombres prisioneros cuando se les acercaban los monos. Se movían frenéticamente, pateaban con los cuatro miembros, rechinaban los dientes con espuma en la boca y mordían con rabia las cuerdas de la red.

Sin prestar atención alguna a este tumulto, los gorilas cazadores —debo vigilarme para no llamarles señores— daban sus órdenes a los criados. Sobre una pista situada al otro lado de la red fueron colocando unos carros grandes, bastante bajos, cuya plataforma era una jaula. Nos metieron dentro, a razón de unos diez por jaula, operación que resultó bastante larga, porque los prisioneros se debatían con desesperación. Dos gorilas, con las manos cubiertas de guantes de cuero para evitar los mordiscos, los cogían uno por uno, los desenredaban de la trampa y los echaban dentro de la jaula. La puerta era cerrada inmediatamente mientras que uno de los señores dirigía la operación, apoyado con indolencia en su bastón.

Cuando me llegó la vez quise atraer la atención sobre mí diciendo algo. Pero no hice más que abrir la boca, cuando uno de los gorilas, interpretando sin duda mi gesto como una amenaza, me aplicó el guante sobre la boca con brutalidad. Tuve que callarme y fui tirado como un fardo dentro de una jaula en compañía de una docena de hombres y mujeres demasiado agitados todavía para fijarse en mí.

Cuando ya estuvimos todos enjaulados, uno de los servidores comprobó el cierre de las jaulas y fue a rendir cuentas a su amo. Aquél hizo un gesto con la mano y el ronquido de los motores retumbó por el bosque. Los carros se pusieron en marcha, cada uno tirado por una especie de tractor automóvil conducido por un mono. Podía distinguir perfectamente al conductor del vehículo que seguía al mío. Era un chimpancé. Iba vestido de azul y parecía de un humor jovial. Nos dirigía de vez en cuando observaciones irónicas y, cuando el motor aminoraba su ruido, podía oírle tararear una melodía de un ritmo bastante melancólico y cuya música no dejaba de ser armoniosa.

Esta primera etapa fue tan corta que no tuve ni tiempo de recobrar mi aplomo. Después de haber rodado un cuarto de hora por una pista mala, el convoy se detuvo en un vasto terraplén ante una casa de piedra. Era el linde del bosque. Más allá pude ver una llanura cubierta de cultivos que tenían el aspecto de cereales.

Con el techo de tejas rojas, las ventanas de color verde y las inscripciones en un tablero a la entrada, la casa tenía aspecto de un albergue o posada. Pronto comprendí que se trataba de un pabellón de caza.

Las monas habían ido allí a esperar a sus señores que llegaban en coches particulares, después de haber seguido un camino distinto al nuestro. Las damas gorilas estaban sentadas en círculo en unos sillones y charlaban a la sombra de unos árboles altos, que parecían palmeras. Una de ellas bebía de vez en cuando de un vaso succionando una paja.

Tan pronto como los carros quedaron alineados, ellas se aproximaron, curiosas por ver el resultado de la cacería y ante todo las piezas cobradas, que unos gorilas, protegidos con delantales, iban sacando de dos grandes camiones para exponerlas a la sombra de los árboles.

Era un espléndido cuadro de caza. También allí los monos operaban con método. Colocaban los cadáveres boca arriba, uno al lado del otro, cuidadosamente alineados. Después, mientras las monas daban pequeños gritos de admiración, se esforzaban en presentar la caza de modo atrayente. Estiraban los brazos al aire. Estiraban las piernas, hacían mover las articulaciones para quitar a los cuerpos su aspecto de cadáveres, rectificaban un miembro desagradablemente torcido o bien atenuaban la contracción de un cuello. Seguidamente alisaban bien los cabellos, especialmente los de las mujeres, igual que ciertos cazadores alisan el pelo o la pluma del animal que acaban de abatir.

Temo no poder llegar a hacer comprender lo que este cuadro tenía de grotesco y diabólico para mí. ¿Habré insistido lo suficiente sobre el físico absolutamente simiesco de estos monos dejando aparte la expresión de su mirada? ¿Sabré decir que aquellas monas, vestidas también ellas de forma deportiva, pero más rebuscada, se empujaban para ver las mejores piezas y se las mostraban con el dedo mientras felicitaban a sus señores gorilas? ¿Sabré decir que una de ellas, sacándose del bolso unas tijeras pequeñas, se inclinó sobre un cuerpo, cortó unos mechones de una cabellera morena, formó con ellos un rizo alrededor de su dedo y luego lo fijó sobre su sombrero con un alfiler, y que pronto fue imitada por todas las demás?

La exposición del cuadro había terminado: tres hileras de cuerpos muertos, cuidadosamente dispuestos, alternando hombres y mujeres, éstas apuntando con sus senos dorados hacia el astro monstruoso que incendiaba el cielo. Volviendo los ojos con horror, descubrí un nuevo personaje que se adelantaba llevando una caja oblonga sobre un trípode. Era un chimpancé. Reconocí en seguida en él al fotógrafo que iba a plasmar el recuerdo de esta hazaña cinegética para la posteridad simiana. La sesión duró más de un cuarto de hora, pues los gorilas se hacían retratar primero individualmente en posturas de cazador, algunos de ellos poniendo el pie con aire triunfal sobre alguna de sus víctimas, y luego en un grupo compacto pasando cada uno el brazo alrededor del cuello de su vecino. Llegó luego la vez a las monas, que adoptaban sus posturas más graciosas ante aquella carnicería, con sus sombreros empenachados y sus atuendos deportivos.

Aquella escena me producía un horror desproporcionado a la resistencia de un cerebro normal. Durante un buen rato logré reprimir la sangre que me hervía en las venas, pero cuando vi el cuerpo sobre el cual se había sentado una de aquellas hembras para que le hicieran un cliché más sensacional, cuando reconocí en aquel cuerpo tendido al lado de los otros los rasgos juveniles, casi infantiles, de mi infortunado compañero Arturo Levain, me fue imposible contenerme más. Y mi emoción estalló de una manera absurda, en armonía con el lado grotesco de aquella exhibición macabra. Me entregué a una hilaridad insensata, me eché a reír a carcajadas.

No había pensado en mis compañeros de jaula. Era incapaz de pensar en nada. El tumulto que mi risa desencadenó me recordó su vecindad, tan peligrosa para mí, sin duda, como la de los monos. Unos brazos amenazadores se tendieron hacia mí. Comprendí el peligro y ahogué mis carcajadas ocultando la cabeza entre los brazos, pero aun así no sé si hubiese podido evitar ser estrangulado y destrozado, si algunos monos, advertidos por el ruido, no hubiesen restablecido el orden a golpes.

Por otra parte, otro incidente desvió pronto la atención general. En la posada tintineó una campana anunciando la hora del almuerzo. Los gorilas se dirigieron a la casa en pequeños grupos charlando alegremente mientras el fotógrafo recogía sus aparatos después de haber hecho algunas fotos de nuestras jaulas.

Sin embargo, no se olvidaban de nosotros. Ignoraba la suerte que nos reservaban los monos, pero entraba en sus designios cuidarnos. Uno de los señores, antes de entrar en la posada, dio instrucciones a un gorila, que parecía ser el jefe de equipo. Éste vino hacia nosotros, reunió a su gente y bien pronto los servidores nos trajeron comida en unas vasijas y bebida en unos cubos. La comida consistía en una especie de cebo. Yo no tenía ningún apetito, pero estaba resuelto a comer para conservar mis fuerzas intactas. Me acerqué a uno de los recipientes alrededor del cual se habían acurrucado algunos prisioneros y alargué tímidamente la mano. Me miraron con aire huraño, pero como la comida era abundante me dejaron hacer. Era una pasta hervida, espesa, a base de cereales, que no tenía mal sabor. Tragué unos puñados sin experimentar ninguna repugnancia.

Por otra parte, nuestro yantar fue reforzado por la buena disposición de nuestros guardianes. Una vez terminada la cacería, aquellos ojeadores que tanto me habían asustado demostraron no ser malos, siempre que nos portásemos bien. Se paseaban por delante de las jaulas y, de vez en cuando, nos echaban frutos divirtiéndose mucho con el desbarajuste que ello provocaba en la jaula. Fui incluso testigo de una escena que me dio tema para reflexionar. Una niña había cogido una fruta al vuelo y su vecino se le echó encima para arrebatársela. El mono blandió entonces su pica, la pasó por entre los barrotes y rechazó al hombre brutalmente. Después puso otra fruta en la mano de la niña. Esto me dio a entender que eran accesibles a la piedad.

Cuando se hubo terminado la comida, el jefe de equipo y sus ayudantes empezaron a modificar la composición del convoy, cambiando de jaula a algunos prisioneros. Parecían efectuar una especie de tría con un criterio que yo no llegaba a comprender. Finalmente me encontré colocado entre un grupo de hombres y mujeres de muy buena presencia y me esforcé en convencerme de que se trataba de los sujetos más notables. Y experimenté un consuelo amargo al pensar que los monos, a primera vista, me habían juzgado digno de figurar entre los escogidos.

Entre mis nuevos compañeros tuve la sorpresa y la inmensa alegría de encontrar a Nova. Había escapado a la matanza y yo di gracias por ello al cielo de Betelgeuse. Si había examinado las victimas con tanto detenimiento era precisamente pensando en ella y temblando a cada momento con el temor de encontrar su cuerpo admirable entre el montón de cadáveres. Tuve la impresión de hallar de nuevo a un ser querido y, perdiendo otra vez la cabeza, me precipité hacía ella con los brazos abiertos. Fue una verdadera locura, pues mi gesto la aterrorizó. ¿Había olvidado, pues, nuestra intimidad de la noche anterior? ¿Podía ser que no hubiese alma en aquel cuerpo tan maravilloso? Al ver cómo se contrajo al acercarme a ella, con las manos crispadas como para estrangularme, lo que posiblemente habría hecho si yo hubiese insistido, sentí una extraña opresión.

No obstante, como yo me quedara inmóvil, ella se calmó pronto. Se estiró en un rincón de la jaula y yo la imité suspirando. Todos los demás prisioneros habían hecho lo mismo. Parecían todos cansados, postrados y resignados con su suerte.

Fuera, los monos preparaban la salida del convoy. Echaron sobre nuestra jaula un toldo que llegaba hasta media altura de los lados dejando entrar la luz del día. Diéronse órdenes a gritos y los monos se pusieron en marcha. Y yo me vi conducido a gran velocidad hacia un destino desconocido, angustiado al pensar en las nuevas tribulaciones que me esperaban en el planeta Soror.

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