El planeta de los simios

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Primera parte » Capítulo XIII

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Capítulo XIII

El resto de la jornada nos dejaron tranquilos. Por la noche, después de habernos servido otra comida, los gorilas se retiraron apagando las luces. Dormí poco aquella noche, no por causa de la incomodidad de la jaula, pues la capa era gruesa y hacía una cama aceptable, sino porque mi imaginación no dejaba de trabajar formando planes para entrar en comunicación con los monos. Me prometí a mi mismo no dejarme llevar jamás por la ira, sino buscar todas las ocasiones de dar a conocer mi espíritu con una paciencia inagotable. Los dos guardianes con los que tenía que comunicarme eran probablemente subalternos de inteligencia limitada, incapaces de interpretar mis iniciativas, pero tenía que haber otros monos más cultos.

La mañana siguiente me di cuenta de que esta esperanza no era infundada. Hacia una hora que estaba despierto. Muchos de mis compañeros daban vueltas dentro de sus jaulas sin parar, como hacen algunos animales cautivos. Cuando me di cuenta de que yo giraba lo mismo que ellos desde hacia un buen rato, me sentí lleno de despecho y me esforcé en sentarme quieto ante la reja, adoptando una postura tan humana y tan pensativa como me fue posible. En aquel momento se abrió la puerta del corredor y vi entrar un nuevo personaje acompañado por los dos guardianes. Era un chimpancé hembra y comprendí que debía ocupar un cargo importante en el establecimiento por la forma con que los gorilas se inclinaban ante ella.

Aquéllos debían de haberle hablado de mí porque tan pronto entró la mona hizo una pregunta a uno de ellos, el cual señaló con un dedo en mi dirección. Entonces ella vino directamente hasta mi jaula.

Mientras se acercaba, la observé atentamente. Iba también vestida con una blusa blanca, de corte más elegante que la de los gorilas, ceñida al talle por un cinturón y las mangas cortas dejaban al aire dos largos brazos ágiles. Lo que me llamó especialmente la atención fue su mirada, notablemente viva e inteligente. Lo consideré un buen augurio para nuestras futuras relaciones. Me pareció muy joven, a pesar de las arrugas de su condición simiesca que encuadraban su hocico blanco. Llevaba en la mano una cartera de cuero.

Se detuvo ante mi jaula y empezó a examinarme mientras sacaba un cuaderno de su cartera.

—Buenos días, señora —le dije inclinándome.

Había hablado con mi voz más dulce. La cara de la mona expresó una sorpresa intensa, pero conservó la seriedad e incluso impuso silencio con un gesto autoritario a los gorilas que habían empezado a reírse burlonamente.

—Señora o señorita —proseguí, animado—, lamento serle presentado en estas condiciones y con esta vestimenta. Crea usted que no tengo costumbre…

Decía todas las tonterías que se me ocurrían buscando únicamente palabras que estuviesen en armonía con el tono cortés que había decidido emplear. Cuando me callé, puntuando mi discurso con la más amable de las sonrisas, su sorpresa se trocó en estupor. Parpadeó varias veces y se acentuaron las arrugas de su frente. Era evidente que buscaba preocupada, la solución de un problema difícil. Me sonrió a su vez y tuve la intuición de que empezaba a sospechar parte de la verdad.

Durante esta escena los hombres de las jaulas nos observaban sin que esta vez manifestaran la cólera que les producía el sonido de mi voz. Únicamente daban muestras de una viva curiosidad. Uno después de otro cesaron en sus paseos febriles para pegar el rostro a los barrotes a fin de vernos mejor. Sólo Nova parecía furiosa y se agitaba sin cesar.

La mona se sacó un bolígrafo del bolsillo y escribió unas líneas en su cuaderno. Después, al levantar la cabeza y encontrar de nuevo mi mirada ansiosa, sonrió otra vez. Esto me animó a darle una nueva prueba de amistad. A través de los barrotes tendí mi brazo hacia ella con la mano abierta. Los gorilas se sobresaltaron e hicieron un movimiento para interponerse. Pero la mona, cuyo primer reflejo, de todos modos, había sido retroceder, se recobró, los detuvo con una palabra y, sin dejar de mirarme, tendió también su brazo peludo, algo tembloroso, hacia el mío. Yo no me moví. Ella se acercó algo más y puso la mano de dedos desmesurados sobre mi muñeca. Sentí cómo temblaba al contacto. Me esforcé en no hacer movimiento alguno que pudiera asustarla. Me dio unos golpecitos en la mano, me acarició el brazo y luego se volvió hacia sus ayudantes con aire triunfal.

Yo estaba anhelante de esperanza, cada vez más convencido de que empezaba a darse cuenta de mi noble presencia. Cuando habló imperiosamente a uno de los guardianes llegué a la locura de creer que me abrirían la jaula presentándome sus excusas. ¡Ay de mí, no se trataba de esto! El guardián rebuscó en sus bolsillos y sacó un pequeño objeto blanco que entregó a su patrona. Ésta me lo puso en la mano con una sonrisa encantadora. Era un terrón de azúcar.

¡Un terrón de azúcar! Caí de tan alto, me sentí de repente tan descorazonado ante la humillación de esta recompensa que faltó poco para que se lo tirara a la cara. Pero recordé a tiempo los buenos propósitos que me había hecho y me esforcé en mantener la calma. Tomé el terrón de azúcar, me incliné y lo masqué con el aire más inteligente que supe adoptar.

Este fue mi primer contacto con Zira. Zira era el nombre de la mona, como supe muy pronto. Era la jefe de servicio. A pesar de la decepción que había sufrido, sus modales me daban pie a la esperanza y tuve la intuición de que llegaría a poder comunicarme con ella. Tuvo una larga conversación con los guardias y me pareció que les daba instrucciones con respecto a mí. Luego siguió su visita inspeccionando las demás jaulas.

Examinaba atentamente a cada uno de los recién llegados tomando algunas notas, más breves que las que tomó en mi caso. No se arriesgó a tocar ninguno de ellos. Si lo hubiese hecho, creo que me habría sentido celoso. Empezaba a sentir orgullo de ser el sujeto excepcional que merecía un trato privilegiado. Cuando la vi pararse ante la jaula de los niños y echarles también a ellos terrones de azúcar, sentí un gran despecho, un despecho, por lo menos, igual al de Nova, la que, después de haber mostrado los dientes a la mona, se había echado, llena de rabia, en el fondo de su jaula y se había vuelto de espaldas.

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