El planeta de los simios

El planeta de los simios


Primera parte » Capítulo XIV

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Capítulo XIV

El segundo día transcurrió como el primero. Los monos no se ocuparon de nosotros más que para traernos comida. Yo me sentía cada vez más perplejo con respecto a aquel extraño establecimiento cuando, al día siguiente, empezaron una serie de tests cuyo recuerdo me humilla hoy, pero que entonces sirvieron para distraerme.

El primero empezó por parecerme bastante insólito. Uno de los guardianes se me acercó mientras que su compañero operaba en otra jaula. Mi gorila ocultaba una de sus manos detrás de la espalda y en la otra tenía un silbato. Me miró para recabar mi atención, se llevó el silbato a la boca y dejó oír una sucesión de sonidos agudos durante un minuto. Después enseñó su otra mano mostrándome con ostentación uno de aquellos plátanos cuyo sabor había apreciado y que gustaban mucho a todos los hombres.

Sostuvo el fruto sin dejar de mirarme.

Tendí el brazo, pero el plátano estaba fuera de mi alcance y el gorila no lo acercaba. Parecía decepcionado, como si hubiera esperado otro gesto de mí. Al cabo de un rato se cansó, ocultó otra vez el fruto y empezó otra vez a silbar. Yo me sentía nervioso, intrigado por estos remilgos, y casi perdí la paciencia cuando lo blandió nuevamente fuera de mi alcance. Logré, no obstante, conservar la calma, tratando de adivinar qué era lo que esperaba de mí, porque el guardián se mostraba cada vez más sorprendido, como si se encontrara ante un comportamiento anormal. Hizo la misma pantomima cinco o seis veces, y luego, descorazonado, pasó a otro prisionero.

Experimenté un sentimiento de frustración cuando vi que aquél recibía el plátano, ya en la primera vez, y que lo mismo sucedía con el siguiente. Vigilé atentamente al otro gorila que estaba haciendo la misma ceremonia en la hilera de enfrente. Cuando llegó a Nova, no perdí ninguna de la reacciones de ésta. Él silbó y seguidamente blandió un fruto, igual que hacía su compañero. En seguida la joven se agitó y movió las mandíbulas.

Súbitamente se hizo la luz en mi espíritu. Nova, la radiante Nova, había empezado a echar abundante saliva a la vista de aquella golosina, como un perro al que enseñan un terrón de azúcar. Esto era lo que esperaba el gorila, pues le dio el plátano objeto de su codicia y pasó a otra jaula.

Como digo, había comprendido y, ciertamente, no me sentía nada orgulloso. En cierta ocasión, emprendí estudios de biología y los trabajos de Pavlov no tenían secretos para mí. Se trataba aquí de estudiar sobre los hombres los reflejos que él había estudiado sobre los perros. Y yo, tan estúpido unos momentos antes, ahora, con mi razón y mi cultura, no solamente conocía el espíritu del test, sino que preveía los que vendrían después. Durante unos días, quizá, los monos presentarían silbando un artículo alimenticio delicado que suscitaría la salivación en el individuo. Después de cierto periodo, seria suficiente el solo sonido del silbato para producir el mismo efecto. Los hombres, según la jerga científica, habrían adquirido reflejos condicionados.

No cesaba de felicitarme por mi perspicacia y no me di descanso hasta poder demostrarla. Como mi gorila pasaba nuevamente ante mi jaula por haber acabado la vuelta, busqué por todos los medios llamar su atención. Golpeé los barrotes y le enseñé la boca con grandes gestos hasta que se dignó a empezar de nuevo el experimento. Entonces, al primer sonido del silbato y antes de que hubiese podido blandir el fruto, me puse a echar saliva, a echar saliva con rabia, con frenesí, a echar saliva, yo, Ulises Mérou, como si mi vida dependiera de ello, tanto era el placer que sentía al poder demostrarle mi inteligencia.

Pareció realmente muy aturdido, llamó a su compañero y tuvo una larga conversación con él, igual que la víspera. Podía seguir fácilmente el razonamiento simplista de aquellos dos zopencos: he aquí un hombre que antes no tenía reflejo alguno hace solamente un instante y, de repente, ha adquirido reflejos condicionados, cosa que requiere una paciencia y un tiempo considerables en los demás casos. Sentía lástima por la debilidad de su intelecto, que les impedía atribuir este progreso súbito a la única causa posible: la conciencia. Estaba seguro de que Zira se habría mostrado más sutil.

Sin embargo, mi sabiduría y mi exceso de celo tuvieron un resultado distinto del que yo esperaba. Se marcharon olvidándose de darme el fruto, que uno de ellos se comió. Ya no valía la pena darme la recompensa, puesto que la meta deseada se había conseguido sin necesidad de ella.

Volvieron el día siguiente con otros accesorios: uno llevaba una campana y el otro empujaba un carrito en el que iba montado un aparato que tenía todas las apariencias de una magneto. Esta vez, instruido sobre la clase de experimentos a que íbamos a ser sometidos comprendí el uso que querían hacer de aquellos instrumentos, aun antes de que comenzaran a utilizarlos.

Empezaron con un vecino de Nova, un tipo alto, de mirada triste, que se había acercado a la puerta, cogiéndose a los barrotes con las manos, como hacíamos todos ahora, cuando pasaban los guardianes. Uno de los gorilas se puso a agitar la campana, que emitía un sonido grave, mientras que el otro empalmaba un cable de la magneto con la jaula. Cuando la campana hubo sonado bastante tiempo, el segundo operador se puso a dar vueltas a la manivela de la magneto. El hombre dio un salto atrás profiriendo unos gritos plañideros.

Repitieron varias veces este manejo con el mismo sujeto incitándolo a volver a arrimarse a los hierros por el procedimiento de ofrecerle un fruto. El objeto, como ya sabía yo, era hacerle dar el salto atrás con sólo oír el sonido de la campana y antes de la descarga eléctrica (otro reflejo condicionado), pero no lo lograron aquel día porque la psique del hombre no estaba lo suficiente desarrollada para poder establecer una relación de causa-efecto.

Yo los esperaba, interiormente divertido, impaciente para demostrarles la diferencia entre el instinto y la inteligencia. Al primer sonido de la campana solté rápidamente los barrotes y retrocedí hasta el centro de la jaula. Al mismo tiempo los miraba y sonreía burlonamente. Los gorilas fruncieron el ceño. Ya no se reían de mis acciones y, por primera vez, parecieron sospechar que me burlaba de ellos.

De todos modos, iban a decidirse a repetir el experimento cuando distrajo su atención la llegada de unos visitantes.

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