El planeta de los simios

El planeta de los simios


Primera parte » Capítulo XV

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Capítulo XV

Por el pasillo venían tres personajes: Zira, la chimpancé hembra, y dos simios más, uno de los cuales era, visiblemente, una alta autoridad.

Se trataba de un orangután: el primero de esta especie que yo veía en el planeta Soror. Era más bajo que los gorilas y andaba bastante encorvado. Tenía los brazos relativamente más largos, de manera que a veces andaba apoyándose con las manos, lo que los otros simios hacían muy raramente. Así, daba la impresión extraña de andar apoyándose con dos bastones. Iba con la cabeza hundida entre los hombros y tenía el pelo largo de color leonado, y en la cara llevaba estampada una expresión de meditación pedante, todo lo cual lo hizo aparecer a mis ojos como un viejo pontífice, venerable y solemne. También su atuendo se apartaba del de los otros: una larga levita negra en cuya solapa lucía una estrella roja y un pantalón a rayas blancas y negras. Las dos prendas estaban bastante sucias.

Les seguía una chimpancé hembra, de talla pequeña, que llevaba una pesada cartera. A juzgar por su actitud, debía de tratarse de una secretaria. Creo que, al punto a que hemos llegado, ya nadie se extrañará de que vaya descubriendo a cada momento actitudes y expresiones significativas en esos simios. Doy mi palabra de que, a la vista de aquella pareja, todo ser racional hubiese llegado a la misma conclusión que yo: que se trataba de un sabio galardonado y de su humilde secretaria. Su llegada me dio ocasión de comprobar, una vez más, el sentido de jerarquía que parecía existir entre aquellos simios. Zira demostraba un respeto evidente a su importante superior. Tan pronto como se dieron cuenta de su presencia, los dos gorilas corrieron a su encuentro y saludaron muy humildemente. El orangután les hizo un pequeño gesto de condescendencia con la mano.

Todos se encaminaron directamente a mi jaula. ¿No era yo el sujeto más interesante de toda la colección? Acogí a la autoridad con mi sonrisa más amistosa al tiempo que le decía enfáticamente:

—Querido orangután, no sabes lo feliz que me siento por estar, por fin, ante una criatura que emana sabiduría e inteligencia. Estoy seguro de que tú y yo vamos a comprendernos.

El sonido de mi voz hizo estremecerse violentamente al viejo. Se rascó la oreja algún tiempo, mientras sus ojos escudriñaban la jaula con recelo, como si temiera alguna superchería. Zira tomó entonces la palabra, con el carnet en la mano, releyendo las notas que había tomado. Se la veía insistir, pero saltaba a la vista que el orangután se negaba a dejarse convencer. Dijo dos o tres frases en forma pomposa, levantó varias veces los hombros, sacudió la cabeza y después, poniéndose las manos detrás de la espalda, empezó a pasear de un extremo a otro del corredor, pasando una y otra vez ante mi jaula, y dirigiéndome miradas muy poco benevolentes. Los otros simios esperaban su decisión en un silencio respetuoso.

Por lo menos, un respeto aparente que me pareció no ser muy verdadero porque sorprendí una pequeña seña furtiva de un gorila al otro sobre cuyo sentido era muy difícil equivocarse: le estaban tomando el pelo a su patrón. Esto, junto al despecho que me inspiraba su actitud hacia mí, me dio la idea de representarle una pequeña farsa destinada a convencerle de mi inteligencia. Me puse a andar, de un lado para otro de la jaula, imitando su paso, con la espalda arqueada, las manos tras la espalda y el ceño fruncido en señal de meditación profunda.

Los gorilas se ahogaban de risa y ni la misma Zira pudo mantenerse seria. En cuanto a la secretaria, se vio obligada a meter el hocico dentro de la cartera para disimular su hilaridad. Yo me felicitaba por mi demostración hasta el momento en que me di cuenta de que era peligrosa. Al observar mi mímica, el orangután fue presa de un gran despecho y pronunció secamente unas palabras severas que restablecieron el orden en el acto. Entonces se detuvo delante de mí y empezó a dictar sus observaciones a la secretaria.

Hacía un buen rato que dictaba subrayando las frases con gestos pomposos. Yo empezaba a estar harto ya de su ceguera, por lo que resolví darle una nueva prueba de mi capacidad. Tendiendo los brazos hacia él y esforzándome en pronunciar lo mejor posible, dije:

—Mi Zaïus.

Había observado que todos los subalternos cuando se dirigían a él empezaban con estas palabras. Deduje, por lo tanto, que Zaïus era el nombre del pontífice y el «mi» un título honorífico.

Los simios se quedaron atónitos. Ya no tenían ganas de reírse, sobre todo Zira, que me pareció muy turbada, especialmente cuando, apuntándola con el dedo, añadí:

—Zira.

Aquel nombre sólo podía ser el suyo y por esto lo dije.

Zaïus fue presa de una gran nerviosidad y se puso a recorrer otra vez el pasillo moviendo la cabeza con aire incrédulo.

Se calmó por fin y dio orden de que repitieran los tests que venían haciendo desde la víspera. Los llevé a cabo con toda facilidad. Al primer sonido del silbato, empecé a salivar abundantemente. Salté hacia atrás al primer sonido de la campana. Este último test me lo hizo ejecutar diez veces mientras dictaba comentarios interminables a su secretaria.

Finalmente tuve una inspiración. En el momento en que el gorila agitaba la campana, desenganché la pinza que establecía el contacto eléctrico con la reja y dejé caer el cable al exterior. Entonces no solté los barrotes y me quedé donde estaba, mientras el otro guardián, que no se había dado cuenta de mi acción, se afanaba en dar vueltas a la manivela de la magneto sin resultado alguno.

Me sentía orgulloso de la iniciativa que había tenido y que consideraba como una prueba irrefutable de sabiduría para toda criatura racional. La actitud de Zira me demostró que ella, por lo menos, se sentía impresionada. Me miró con singular fijeza y su hocico blanco se puso rosado, lo que, según supe más tarde, era una prueba de emoción en los chimpancés. Pero no había nada que pudiera yo hacer para convencer al orangután. Empezó de nuevo a encogerse de hombros de una manera muy desagradable y a sacudir enérgicamente la cabeza cuando Zira le habló. Era un sabio metódico; no quería que nadie le contara nada. Dio nuevas instrucciones a los gorilas y me hicieron un nuevo test, que era una combinación de los dos primeros.

Yo también lo conocía. Lo había visto probar con perros en ciertos laboratorios. Se trata de aturdir al sujeto, de introducir una confusión en su mente, a base de combinar los dos reflejos. Uno de los gorilas se puso a emitir una serie de silbidos, o sea, la promesa de recompensa, mientras el otro agitaba la campana en anuncio de castigo. Me acordé de las conclusiones de un gran sabio biólogo a propósito de un experimento similar en las que se decía que abusar de un animal podía provocar en él desórdenes emocionales muy parecidos a la neurosis humana e incluso con peligro de llegar a producir la locura si el experimento se repetía con frecuencia.

Me guardé bien de caer en la trampa. Así, pues, tendiendo la oreja de una manera ostensible primero hacia el silbato y después hacia la campana, me senté a la misma distancia de ambos, con el mentón apoyado sobre la mano, en la actitud tradicional del pensador. Zira no pudo evitar aplaudirme. Zaïus sacó un pañuelo del bolsillo y se secó la frente.

Sudaba, pero nada podía romper su escepticismo estúpido. Me di perfecta cuenta de ello por su actitud después de la discusión vehemente que tuvo con la mona. Dictó nuevas notas a su secretaria, dio instrucciones detalladas a Zira, que las escuchó con aire poco satisfecho, y acabó por marcharse después de haberme lanzado una nueva mirada hosca.

Zira habló con los gorilas y comprendí en el acto que les daba orden de dejarme en paz, por lo menos, durante el resto del día, porque se marcharon con su material. Entonces, a solas, vino otra vez hasta mi jaula y me examinó nuevamente en silencio un largo rato. Luego por su propio impulso, me tendió la pata con un gesto amistoso. La cogí con emoción murmurando dulcemente su nombre. El rubor que coloreó su hocico me reveló que estaba profundamente emocionada.

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