El planeta de los simios

El planeta de los simios


Primera parte » Capítulo XVI

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Capítulo XVI

Zaïus volvió unos días después y su visita produjo un enorme trastorno en la reglamentación de la sala. Pero antes he de contar cómo en este lapso de tiempo encontré nuevas ocasiones de distinguirme ante los simios.

El día siguiente de la primera inspección del orangután se abatió sobre nosotros una verdadera avalancha de tests; el primero con ocasión de la comida. En vez de dejar los alimentos en la jaula, como lo hacían de costumbre, Zoram y Zanam, los dos gorilas cuyos nombres había llegado finalmente a conocer, los izaron hasta el techo dentro de unas cestas, por medio de unas poleas de que estaban provistas las jaulas. Al mismo tiempo, metieron dentro de cada jaula cuatro cubos de madera, de un volumen bastante grande. Luego retrocedieron y nos observaron.

Daba lástima ver el aspecto desolado de mis compañeros. Algunos trataron de saltar, pero ninguno pudo alcanzar la cesta. Otros se encaramaron por los barrotes, pero al llegar al techo no pudieron coger los alimentos porque estaban apartados de las paredes. Yo me sentía avergonzado de la estupidez demostrada por aquellos hombres. Aunque casi no sea preciso decirlo, yo había encontrado la solución del problema desde el primer momento. Bastaba apilar los cuatro cubos, uno encima del otro, izarse sobre este andamio y descolgar la cesta. Es lo que hice, con un aire de sencillez que ocultaba mi orgullo. No era nada genial, pero fui el único en demostrar mi ingeniosidad. La visible admiración de Zoram y Zanam me llegó al corazón.

Empecé a comer, sin ocultar mi desdén por los otros prisioneros, incapaces de seguir mi ejemplo después de haber sido testigos de la operación. Incluso la misma Nova no pudo imitarme aquel día, aunque para enseñarle cómo se hacía, repetí varias veces la operación. No obstante, lo probó, pues no en vano era una de las más inteligentes del grupo. Intentó poner un cubo encima del otro, pero no supo mantener el equilibrio y se cayó. Asustada, fue a refugiarse en un rincón. Aquella muchacha, de una agilidad y una flexibilidad verdaderamente notables, cuyos gestos eran de una armonía total, cuando se trataba de manipular un objeto se mostraba de una torpeza inconcebible. No obstante, en dos días aprendió a sostenerse sobre los cubos.

Aquella mañana me dio lástima y le tiré dos de los frutos más hermosos a través de los barrotes de la jaula. Esta acción me valió una caricia de Zira, que entraba en aquel momento. Bajo su mano velluda, arqueé mi espalda como un gato, con gran disgusto de Nova, a la que estas demostraciones ponían rabiosa. En el acto empezó a agitarse y a gemir.

Me distinguí también en otras muchas pruebas, pero sobre todo lo que más me valió fue que logré retener algunas palabras sencillas de la lengua simia y comprender su significado. Me ejercité en pronunciarlas cuando Zira pasaba ante mi jaula y ella parecía cada vez más estupefacta En este momento fue cuando se produjo la nueva inspección de Zaïus.

Iba también escoltado por su secretaria, pero lo acompañaba, además, otro orangután, solemne como él y como él condecorado, que le hablaba en un plan de igualdad. Supuse que se trataba de un colega llamado a consulta en el caso turbador que yo representaba. Entablaron ante mi jaula una larga discusión con Zira, que se les había unido. La mona habló con vehemencia largo rato. Yo sabía que defendía mi causa, poniendo de relieve la agudeza excepcional de mi inteligencia, cosa que no podía ya negarse. Su intervención no logró más que provocar una sonrisa de incredulidad de los dos sabios.

Tuve que someterme una vez más ante ellos a los tests en que me había mostrado tan capaz. El último consistía en abrir una caja cerrada por nueve sistemas distintos (candado, pasador, llave, gancho, etcétera). En la Tierra, creo que fue Kinnaman quien inventó un aparato parecido destinado a valorar el grado de discernimiento de los monos, y este problema era el más complicado que algunos llegaron a resolver. Aquí debía ser igual por lo que a los hombres se refiere. Yo lo resolví con todo honor después de algunos ensayos.

Fue Zira misma quien me dio la caja, y por su aspecto suplicante comprendí que deseaba ardientemente que yo hiciera una demostración brillante, como si en la prueba estuviese empeñada su propia reputación. Procuré darle satisfacción y en un abrir y cerrar de ojos descorrí los nueve mecanismos sin vacilación alguna. Y no me paré aquí. Saqué de la caja el fruto que contenía y se lo ofrecí galantemente a la mona. Ella lo aceptó ruborizándose. Seguidamente desplegué toda la gama de mis conocimientos y pronuncié las pocas palabras que había aprendido señalando con el dedo los objetos a que correspondían.

Por todo ello, parecía ya imposible que pudieran seguir teniendo dudas sobre mi verdadera condición. ¡Ay de mí! No conocía aún la ceguera de los orangutanes. Esbozaron otra vez aquella sonrisa escéptica que me enfurecía, hicieron callar a Zira y empezaron a discutir entre ellos. Me habían escuchado como si fuera un lorito. Me daba cuenta de que estaban de acuerdo en atribuir mis habilidades a una especie de instinto y a un sentido agudo de la imitación. Probablemente habían adoptado la regla científica que un sabio de nuestra Tierra resumía así: «In no case may we interpret an action as the outcome of the exercise of a higher psychical faculty if it can be interpreted as the outcome of one which stands lower in the psychological scale».[4]

Era tan evidente el significado de su jerga que yo empecé a espumear de rabia. Quizá me habría dejado llevar de mi carácter violento si no hubiese sorprendido una mirada de Zira. Se veía claramente que no estaba de acuerdo con ellos y se sentía avergonzada de oírles exponer sus opiniones delante de mí.

Zaïus, cuando su colega hubo partido después de haber emitido, sin duda, una opinión categórica sobre mi caso, se entregó a otros manejos. Dio la vuelta completa a la estancia examinando detalladamente cada uno de los cautivos y dando nuevas instrucciones a Zira, que las iba anotando a medida que las recibía. Su mímica parecía presagiar grandes cambios en la ocupación de las jaulas. No tardé mucho en hacerme cargo de su plan y comprender el sentido de las comparaciones manifiestas que establecía entre ciertos caracteres de tal hombre con los de tal mujer.

No me había equivocado. Los gorilas se pusieron a ejecutar las órdenes del gran patrón que les habían sido transmitidas por Zira. Nos repartieron por parejas. ¿Qué pruebas diabólicas presagiaba este aparejamiento? ¿Cuáles eran las particularidades de la raza humana que aquellos simios querían estudiar con el frenesí de experimentación que los dominaba? Mi conocimiento de los laboratorios biológicos me había sugerido la contestación: para un sabio que ha escogido el instinto y los reflejos como campo experimental, el instinto sexual presenta un interés primordial.

¡Era esto! Aquellos demonios querían estudiar en nosotros, en mí, que me encontraba mezclado con aquel rebaño por una extravagancia del destino, las prácticas amorosas de los hombres, las formas de acercamiento del macho y de la hembra, la manera de acoplarse en cautividad, para compararlas, tal vez, con observaciones anteriores sobre los hombres en libertad. ¿Acaso pensarían también librarse a prácticas de selección?

Cuando hube penetrado en sus designios, me sentí humillado como no lo había estado nunca y me juré a mí mismo morir antes que prestarme a tales maniobras degradantes. No obstante, debo confesar que, aunque mi resolución siguiera firme, mi vergüenza disminuyó en proporciones notables cuando vi la mujer que la ciencia me había asignado como compañera. Era Nova. Casi me sentí inclinado a perdonar la estupidez del viejo pedante y me abstuve de protestar cuando Zoram y Zanam me cogieron por los brazos y me echaron a los pies de la ninfa del torrente.

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