El planeta de los simios

El planeta de los simios


Primera parte » Capítulo XVII

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Capítulo XVII

No contaré en detalle las escenas que se desarrollaron en las jaulas durante las semanas que siguieron. Tal como yo había supuesto, los simios se habían metido en la cabeza estudiar la conducta amorosa de los seres humanos y aplicaban a este trabajo sus métodos habituales, anotando las menores circunstancias, ingeniándose para provocar los ayuntamientos e incluso interviniendo a veces con picas para volver a la razón a algún sujeto recalcitrante.

Por mi parte, había empezado a hacer algunas observaciones, pensando utilizarlas para hacer más ameno el reportaje que pensaba publicar a mi regreso a la Tierra, pero pronto me cansé, pues no encontré nada verdaderamente notable que anotar; nada, a no ser, de todos modos, la forma con que el hombre hacía la corte a la mujer antes de acercársele. Se entregaba a una exposición parecida a la de ciertos pájaros, una especie de danza lenta, vacilante, que se componía de pasos hacia delante, hacia atrás y de lado. Se movía así en un círculo que se iba estrechando y cuyo centro lo ocupaba la mujer, la que se limitaba a girar sobre sí misma, sin moverse de sitio. Asistí con interés a varios de estos alardes cuyo rito esencial era siempre el mismo aunque los detalles variasen a veces. En cuanto al ayuntamiento con que terminaban estos preliminares, aunque me escandalizara las primeras veces que lo presencié, llegué bien pronto a no prestarle más atención que la que le concedían los demás prisioneros. El único elemento sorprendente de estas exhibiciones era la gravedad científica con que las seguían los simios, sin olvidar nunca anotar el desarrollo de las mismas en su carnet.

Pero fue otro cantar, cuando al darse cuenta de que yo no me entregaba a estos pasatiempos, pues me había jurado que nada me induciría a exhibirme en un espectáculo de esta naturaleza, los gorilas se obstinaron en obligarme a ello por la fuerza y empezaron a hostigarme con la pica, a mí, a Ulises Mérou, a mí, a un hombre creado a imagen de la divinidad. Me revolví enérgicamente. Aquellos brutos no admitían razones y no sé qué habría sido de mí si no hubiese llegado Zira, a quien dieron cuenta de mí mala voluntad.

Ella reflexionó un rato y luego, acercándoseme, me miró con sus bellos ojos inteligentes y se puso a darme golpecitos en la nuca mientras me dirigía unas palabras, que yo imagino debían de ser una cosa poco más o menos así:

—¡Pobre hombrecito! ¡Qué extraño eres! Nunca hemos visto a ninguno de los tuyos portarse así. Mira a los otros a tu alrededor. Haz lo que te pedimos y tendrás tu recompensa.

Sacó un terrón de azúcar del bolsillo y me lo tendió. Yo estaba desesperado. También ella me consideraba, pues, como un animal. Sacudí la cabeza con rabia y fui a tenderme en un rincón de la jaula, lejos de Nova, que me miraba con ojos de incomprensión.

La cosa habría quedado seguramente así, si en aquel momento no hubiese aparecido el viejo Zaïus, más ufano que nunca. Había venido a ver el resultado de sus experimentos y, siguiendo su costumbre, preguntó primero por mí. Zira se vio obligada a ponerle al corriente de mi actitud recalcitrante. Pareció descontento, se paseó unos minutos con las manos tras la espalda y luego dio unas órdenes con voz imperiosa. Zoram y Zanam abrieron mi jaula, se llevaron a Nova y, en su lugar, me trajeron a una matrona de edad madura. Aquel pedante de Zaïus, impregnado de método científico, había decidido intentar el mismo experimento con distinto sujeto.

Esto no era lo peor y la verdad es que ni tan sólo pensaba en mi triste suerte. Seguía a mi amiga Nova, con ojos angustiados. Vi con horror cómo la encerraban en una jaula de enfrente, dada en pasto a un hombre de anchas espaldas, una especie de coloso de pecho peludo que en seguida se puso a bailar en redondo a su alrededor, empezando la curiosa parada de amor que he descrito antes, con ardor frenético.

Tan pronto como me di cuenta del manejo de aquel bruto, olvidé todas mis sabias resoluciones. Perdí la cabeza y me conduje, una vez más, como un insensato. Estaba, en verdad, literalmente loco de rabia. Aullé y grité a la manera de los hombres de Soror. Expresé mi furor como ellos, tirándome contra los barrotes, mordiéndolos, espumeando, rechinando los dientes, portándome, en fin, de la manera más bestial.

Y lo más sorprendente de este arranque fue su resultado inesperado. Viéndome portarme así, Zaïus sonrió. Era la primera señal de benevolencia que me dirigía. Por fin había reconocido en mí las maneras habituales de los hombres y se hallaba nuevamente en terreno familiar. Su tesis triunfaba. Se hallaba en tan buena disposición, que incluso, atendiendo una observación de Zira, consintió en revocar sus órdenes y darme una última oportunidad. Se llevaron la matrona horrible y me devolvieron a Nova, antes de que el bruto la tocara. El grupo de simios retrocedió entonces unos pasos y se pusieron todos a contemplarme desde alguna distancia.

¿Qué debo añadir? Aquellas emociones habían quebrantado mi resistencia. Sentía que no podría resistir a la vista de mi ninfa entregada a otro hombre. Me resigné cobardemente a la victoria del orangután, que se reía ahora de su astucia. Empecé tímidamente un paso de baile.

Si, yo, uno de los reyes de la Creación, empecé a girar en círculo alrededor de mi hermosa compañera. Yo, la última obra maestra de una evolución milenaria, ante todos aquellos simios que me observaban ávidamente, ante un viejo orangután que dictaba notas a su secretaria, ante una hembra chimpancé que sonreía con aire complacido, ante dos gorilas burlones, yo, un hombre, invocando la excusa de circunstancias cósmicas excepcionales, completamente persuadido en aquel momento de que en los planetas y en los cielos existen más cosas de las que ha llegado a soñar la filosofía humana, yo, Ulises Mérou, inicié alrededor de Nova, en la forma que lo hacen los pavos reales, la danza del amor.

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