El planeta de los simios
Segunda parte » Capítulo primero
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Capítulo primero
He de confesar ahora que me adapté a las condiciones de vida de mi jaula con una facilidad notable. Desde el punto de vista material, vivía perfectamente feliz. Durante el día, los monos cuidaban de mí con esmero, y por la noche compartí el lecho con una de las hijas más hermosas del cosmos. Tanto y tan bien me acostumbré a esta situación que durante más de un mes no hice nada serio para ponerle fin, sin darme cuenta ni de lo extraña que era ni de lo degradante que resultaba. Apenas hice más que aprender unas cuantas palabras más de la lengua simia. No seguí con mis esfuerzos para llegar a entenderme con Zira, de manera que suponiendo que por algún momento hubiese tenido la intuición de mi naturaleza espiritual, debió dejarse convencer por Zaïus y llegar a considerarme como un hombre de su planeta, es decir, como un animal: un animal inteligente, quizá, pero en modo alguno intelectual.
Mi superioridad sobre los demás prisioneros que, por otra parte, ya no llegaba hasta el punto de asustar a los guardianes, hacía de mí el sujeto brillante del establecimiento. Debo declarar para vergüenza mía que esta pequeña distinción era suficiente para mi ambición del momento y que incluso me llenaba de orgullo. Zoram y Zanam me demostraban su amistad e incluso les daba placer verme sonreír, reír y pronunciar algunas palabras. Después de haber agotado conmigo todos los tests clásicos, se las ingeniaban para inventar algunos más sutiles y nos alegrábamos juntos cuando yo encontraba la solución del problema. Nunca dejaban de traerme alguna golosina, que yo compartía siempre con Nova. Éramos una pareja privilegiada. Yo era lo suficientemente fatuo para creer que mi compañera se daba cuenta de cuánto debía a mi talento y pasaba gran parte de mi tiempo en pavonearme ante ella.
Sin embargo, un día, después de algunas semanas, sentí de repente como una especie de náuseas. ¿Era el reflejo de la pupila de Nova que aquella noche me había parecido singularmente inexpresivo? ¿Era el terrón de azúcar que Zira acababa de darme y que, de repente, me había parecido que tenía un sabor amargo? El caso es que enrojecí al pensar en mi resignación cobarde. ¿Qué pensaría de mí el profesor Antelle, si por casualidad vivía aún y me encontraba en este estado? Este pensamiento se me hizo pronto insoportable y decidí inmediatamente comportarme en lo sucesivo como un hombre civilizado.
Mientras acariciaba el brazo de Zira, en acción de gracias, me apoderé de su carnet y de su bolígrafo.
No hice caso de sus dulces reproches y, sentándome sobre la paja, me puse a dibujar la silueta de Nova. Soy un dibujante bastante bueno y como el modelo despertaba mi inspiración, logré hacer un boceto aceptable, que entregué a la mona.
Esto despertó en seguida su emoción y su incertidumbre en cuanto a mí. Se le enrojeció el hocico y se quedó mirándome, algo temblorosa. Como permaneciera inmóvil, cogí nuevamente el carnet con decisión, que, esta vez, me entregó ella sin protesta alguna. ¿Cómo no se me había ocurrido utilizar antes este medio tan sencillo? Tratando de recordar mis estudios escolares, tracé sobre el carnet la figura geométrica que ilustra el teorema de Pitágoras. No escogí este tema por casualidad. Recordé que, en mi juventud había leído un libro sobre empresas del futuro, en el que se decía que un sabio había empleado este procedimiento para entrar en contacto con inteligencias de otros mundos. Incluso durante el viaje había hablado de ello con el profesor Antelle, que aprobaba este método. Había también añadido que las reglas de Euclides, siendo completamente falsas y precisamente por esta razón, debían ser conocidas del Universo entero.
Sea como sea, el efecto que ello produjo en Zira fue extraordinario. El hocico se volvió de un rojo vivo y dejó escapar una exclamación violenta. No se recobró hasta que Zoram y Zanam se acercaron, intrigados por su actitud. La reacción que tuvo ella entonces, después de haberme lanzado una mirada furtiva, fue harto curiosa; ocultó cuidadosamente los dibujos que yo acababa de hacer. Habló con los gorilas, que salieron de la sala, por lo que comprendí que los había alejado con un pretexto cualquiera. Seguidamente se volvió hacia mí y me cogió la mano imprimiendo a sus dedos una presión que tenía un significado completamente distinto de cuando me acariciaba como a un animal joven que ha logrado ejecutar un truco sabio. Finalmente me dio el carnet y el bolígrafo, mirándome con una expresión de súplica.
Ahora era ella la que se mostraba ávida de establecer contacto. Di las gracias mentalmente a Pitágoras y me atreví un poco más por la vía geométrica. Sobre una hoja del carnet, dibujé lo mejor que supe los tres conos con sus ejes y sus focos; una elipse, una parábola y una hipérbole. Después, sobre la hoja de enfrente, dibujé un cono de revolución. Debo recordar que la intersección de un cuerpo de esta naturaleza por un plano es uno de los tres cónicos que siguen el ángulo de intersección. Hice la figura en el caso de la elipse y, volviendo a mi primer dibujo, indiqué con el dedo a la maravillada mona la curva correspondiente.
Me arrancó el carnet de las manos, trazó, a su vez, otro cono, cortado por un plano a un ángulo distinto, y me señaló la hipérbole con su largo dedo. Me sentí tan fuertemente sacudido por la intensa emoción que los ojos se me llenaron de lágrimas y estreché sus manos convulsivamente. Nova, en el fondo de la jaula, chilló de cólera. No la engañaba su instinto sobre la naturaleza de estas efusiones. Entre Zira y yo acababa de establecerse una comunicación espiritual por conducto de la geometría. Yo sentía una satisfacción casi sexual y me daba cuenta de que la mona estaba igualmente turbada.
Se soltó con gesto brusco y salió de la sala corriendo. Su ausencia no duró mucho, pero durante este intervalo me quedé como sumido en un sueño, sin atreverme a mirar a Nova, hacia la cual experimentaba un sentimiento de culpabilidad y que gruñendo daba vueltas a mi alrededor.
Cuando Zira volvió, me tendió una hoja grande de papel fijada sobre un tablero de dibujo. Reflexioné unos momentos y decidí dar un golpe definitivo. En un rincón de la hoja dibujé el sistema de Betelgeuse, tal como lo habíamos descubierto a nuestra llegada, con un astro central gigante y sus cuatro planetas. Marqué la posición exacta de Soror con su pequeño satélite; se lo mostré a Zira con el dedo y luego dirigí insistentemente mi índice hacia ella. Me hizo seña de que había comprendido perfectamente.
Después, en otro ángulo de la hoja, dibujé nuestro viejo Sistema Solar con sus planetas principales. Indiqué la Tierra y dirigí el dedo hacia mi propio pecho.
Esta vez Zira vaciló antes de comprender. También ella indicó el dibujo de la Tierra y luego apuntó con el dedo al cielo. Yo hice una seña afirmativa. Ella estaba perpleja y se veía que en su interior se estaba desarrollando un trabajo laborioso.
Traté de ayudarla en lo que podía trazando una línea de puntos desde la Tierra hasta Soror y representando nuestra nave, en una escala distinta, sobre la trayectoria. Esto fue un rayo de luz para ella. Yo me quedé convencido de que ahora conocía mi verdadera naturaleza y mi origen. Tuvo un nuevo arranque para acercárseme, pero en aquel momento apareció Zaïus por el exterior del corredor para llevar a cabo su inspección periódica.
En los ojos de la mona apareció una mirada asustada. Enrolló rápidamente la hoja de papel, se metió el carnet en el bolsillo y antes de que el orangután se acercara se llevó el índice a la boca en un gesto de súplica. Me recomendaba que no me diera a conocer ante Zaïus. La obedecí, aunque sin comprender la razón de tal misterio, y con la certeza de tener en ella un aliado volví a adoptar mi actitud de animal inteligente.