El planeta de los simios

El planeta de los simios


Segunda parte » Capítulo II

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Capítulo II

Desde entonces, gracias a Zira, mis conocimientos del mundo y de la lengua simia hicieron grandes progresos. Ella se las ingeniaba para verme a solas casi diariamente con el pretexto de hacerme unos tests especiales y emprendió mi educación enseñándome su lengua y aprendiendo ella, a la vez, la nuestra, con una rapidez que me tenía estupefacto. En menos de dos meses estuvimos en condiciones de sostener una conversación sobre los temas más variados. Poco a poco iba entrando en el espíritu del planeta Soror y voy ahora a tratar de describir las características de aquella extraña civilización.

Tan pronto como pudimos entendernos Zira y yo, el objeto principal de mi curiosidad y hacia el cual orienté nuestras observaciones fue éste. ¿Eran los monos los únicos seres racionales, los reyes de la Creación en aquel planeta?

—¿Tú qué crees? —dijo ella—. El simio es, con seguridad, la única criatura racional, la única que posee un alma al mismo tiempo que un cuerpo. Los más materialistas de nuestros sabios están de acuerdo en reconocer la esencia sobrenatural del alma simiesca.

Frases como ésta me sobresaltaban siempre, a pesar mío.

—Entonces, Zira, ¿qué son los hombres?

Hablábamos entonces en francés porque, como ya he dicho antes, fue ella más rápida en aprender mi lengua que yo la suya, y el tuteo había sido instintivo. Como es lógico, al principio hubo algunas dificultades de interpretación, ya que las palabras «hombre» y «mono» no evocaban las mismas criaturas para el uno que para el otro. Pero no tardamos en salvar este inconveniente. Cada vez que ella decía «mono», yo lo traducía como «ser superior», cúspide de la evolución. Cuando hablaba de los hombres, yo ya sabía que se trataba de animales dotados de cierto sentido de imitación que presentaban algunas analogías anatómicas con los monos, pero de una psiquis embrionaria y desprovistos de conciencia.

—Hace escasamente un siglo —dijo ella con tono doctoral— que hemos hecho progresos notables con respecto al conocimiento de los orígenes. Se creía antes que las especies eran inmutables, creadas con sus características actuales, por un Dios todopoderoso. Pero un plantel de grandes pensadores, todos ellos chimpancés, han modificado totalmente nuestras creencias sobre este punto. Hoy sabemos que las especies se transforman y que todas han tenido probablemente un origen común.

—¿El mono descendería entonces del hombre?

—Algunos lo han creído así, pero no es esto exactamente. Monos y hombres son dos ramas distintas que han evolucionado a partir de cierto momento de maneras divergentes, los primeros elevándose poco a poco hasta la conciencia y los otros estancándose en su animalidad. Muchos orangutanes se obstinan aún en negar esta evidencia.

—Zira, has dicho… un plantel de grandes pensadores, todos chimpancés.

Reproduzco estas conversaciones tal como tuvieron lugar, sin orden ni concierto, pues mi afán de aprender arrastraba a Zira a muchas y largas digresiones.

—Casi todos los grandes descubrimientos —afirmó con vehemencia— han sido hechos por chimpancés.

—¿Es que hay castas entre los simios?

—Hay tres familias distintas, como seguramente habrás notado, y cada una de ellas tiene sus características propias: los chimpancés, los gorilas y los orangutanes. Las barreras raciales que había antes han sido abolidas y las discordias que suscitaban han desaparecido gracias, sobre todo, a las campañas llevadas a cabo por los chimpancés. En principio, hoy no hay diferencia entre nosotros.

—Pero la mayor parte de los descubrimientos —insistí— han sido hechos por chimpancés.

—Es verdad.

—¿Y los gorilas?

—Son devoradores de carne —repuso con desdén—. Antes habían sido grandes señores y muchos de ellos siguen teniendo el gusto del poder. Les gusta organizar y dirigir. Adoran la caza y la vida al aire libre. Los más pobres se emplean en trabajos que exigen fuerza muscular.

—¿Y en cuánto a los orangutanes?

Zira me miró un momento y luego se echó a reír.

—Son la ciencia oficial —dijo—. Ya lo has comprobado y tendrás muchas más ocasiones de hacerlo. Aprenden una enormidad de cosas en los libros. Todos están condecorados. Algunos son considerados lumbreras en ciertas especialidades de poca monta que requieren mucha memoria. En cuanto a los demás…

Tuvo un gesto de desprecio. No insistí sobre este punto, reservándome volver sobre él más adelante. La conduje a nociones más generales. A petición mía, dibujó el árbol genealógico de los simios, tal como lo habían reconstituido algunos especialistas eminentes.

Se parecía bastante a los esquemas que, en nuestra Tierra, representaban el proceso evolutivo. De un tronco que por la base se pierde en lo desconocido se van destacando ramas sucesivas: los vegetales, los organismos unicelulares, los coleópteros, los equinodermos; más arriba se llegaba a los peces, a los reptiles y, finalmente, a los mamíferos. El árbol se prolongaba con una especie parecida a nuestros antropoides. De allí se destacaba una nueva rama, la de los hombres. Quedaba parada en su desarrollo mientras que la rama central seguía elevándose, dando vida a distintas especies de monos prehistóricos, de nombres bárbaros, hasta desembocar en el simius sapiens, que formaba las tres puntas extremas de la evolución: la chimpancé, la gorila y la orangután. Estaba muy claro.

—El cerebro del simio —dijo Zira— se ha desarrollado, complicado y organizado mientras que el del hombre casi no ha sufrido transformación.

—¿Y por qué el cerebro del simio se ha desarrollado de esta manera?

Ciertamente el lenguaje había sido un factor esencial. Pero, ¿por qué los simios hablaban y los hombres no? Sobre este punto, las opiniones de los sabios divergían entre sí. Algunos veían en ello una intervención divina. Otros sostenían que el espíritu de los monos era debido, antes que nada, a que tenían cuatro manos hábiles.

—Es probable —convino Zira— que el hombre se haya visto menoscabado desde su mismo nacimiento por tener únicamente dos manos, con dedos cortos y torpes, lo que le ha hecho incapaz de progresar y adquirir un conocimiento preciso del Universo. A causa de esto, no ha podido nunca servirse de una herramienta en forma conveniente… Es posible que alguna vez haya probado, torpemente… Se han encontrado vestigios curiosos. Incluso ahora mismo se están efectuando excavaciones relacionadas con este asunto. Si te interesa, un día te presentaré a Cornelius. Está mucho más cualificado que yo para discutir sobre estos asuntos.

—¿Cornelius?

—Mi prometido —dijo Zira ruborizándose—. Un verdadero sabio.

—¿Chimpancé?

—¡Claro…! Si, por mi parte soy de esta opinión… El hecho de que seamos cuadrúmanos es uno de los factores más importantes de nuestra evolución espiritual. Ello nos ha servido, ante todo, para subirnos a los árboles, concibiendo así las tres dimensiones del espacio, mientras que el hombre, clavado en el suelo por su conformación física, dormía en el llano. Hemos adquirido el gusto por las herramientas porque teníamos la posibilidad de servirnos de ellas con destreza. Las realizaciones se han ido sucediendo y encadenando y es así como hemos escalado hasta la sabiduría.

Muchas veces había oído invocar sobre la Tierra argumentos completamente opuestos a éstos para explicar la superioridad del hombre. Después de reflexionar, no obstante, el razonamiento de Zira no me pareció ni más ni menos convincente que los de los sabios de la Tierra.

Habría querido alargar esta conversación, pues tenía miles de preguntas que hacer, pero fuimos interrumpidos por Zoram y Zanam, que traían la comida de la tarde. Zira me deseó furtivamente buenas noches y se fue.

Permanecí en la jaula con Nova por toda compañera. Habíamos acabado de comer. Los gorilas se habían retirado después de apagar todas las luces, excepto una, a la entrada, que despedía una luz tenue. Miré a Nova mientras iba meditando sobre lo que había aprendido aquella tarde. Era fácil ver que Nova no quería a Zira y que aquellas entrevistas le proporcionaban un gran disgusto. Incluso, al principio, había protestado a su manera, tratando de interponerse entre la mona y yo, saltando por dentro de la jaula y arrancando puñados de paja, para tirarlos a la cabeza de la intrusa. Tuve que emplear mi dureza para obligarla a permanecer quieta. Después de haber recibido algunos azotes resonantes sobre sus carnes delicadas había acabado por calmarse. Me dejé llevar por aquellos gestos brutales, casi sin pensar; luego sentí remordimiento, pero ella no pareció guardarme rencor alguno.

El esfuerzo intelectual que había hecho para asimilar las teorías evolucionistas simiescas me había deprimido. Me sentí feliz cuando vi a Nova acercárseme en la penumbra y pedir a su manera las caricias mitad humanas y mitad animales cuyo código habíamos ido estableciendo poco a poco, un código singular, cuyo detalle importa poco, hecho a base de compromisos y concesiones recíprocas a los usos del mundo civilizado y a las costumbres de aquella humanidad extraña que vivía en el planeta Soror.

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