El planeta de los simios

El planeta de los simios


Segunda parte » Capítulo III

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Capítulo III

Era un gran día para mí. Cediendo a mis ruegos, Zira había accedido a sacarme del Instituto de Altos Estudios Biológicos, que aquél era el nombre del establecimiento, y llevarme a dar una vuelta por la ciudad.

Solamente se había decidido a ello después de muchas vacilaciones. Había necesitado mucho tiempo para poder convencerla definitivamente de mi origen. Si mientras estaba conmigo se rendía a la evidencia, luego empezaba a dudar nuevamente. Yo me ponía en su lugar. Mi descripción de los hombres y, sobre todo, de los simios de nuestra Tierra no podía por menos que afectarla profundamente. Me confesó después que, durante mucho tiempo, prefirió tomarme por un hechicero o un charlatán antes que admitir mis afirmaciones. Pero ante mis precisiones y las pruebas que iba acumulando acabó por tener plena confianza en mí e incluso a formar planes para hacerme recobrar la libertad, lo que ciertamente no era fácil, según me explicó aquel mismo día. Mientras tanto, vino a buscarme a primera hora de la tarde para llevarme de paseo.

Pensar que iba a verme otra vez al aire libre me hacía latir el corazón. Mi entusiasmo, no obstante, se enfrió bastante cuando vi que iba a sacarme atado. Los gorilas me sacaron de la jaula, rebatieron la puerta contra la nariz de Nova y me echaron al cuello un collar de cuero al cual iba fijada una sólida cadena.

Zira cogió el otro extremo de la cadena y me condujo mientras me oprimía el corazón un triste aullido de Nova. Pero cuando traté de demostrar algo de piedad hacia ella haciéndole un gesto amistoso, la mona pareció descontenta y tiró de mi cuello sin ceremonias. Desde que se había convencido de que tenía espíritu de simio, mi intimidad con aquella joven la molestaba y le chocaba.

El malhumor le desapareció tan pronto como estuvimos solos en un corredor desierto y oscuro.

—Supongo —dijo sonriendo— que los hombres de tu Tierra no tienen costumbre de salir encadenados y conducidos por un simio.

Le aseguré que, desde luego, no la tenían. Se excusó explicándome que si bien algunos hombres en cautividad podían ser paseados por las calles sin causar disturbios, era más normal que yo fuera encadenado. Más adelante, si me comportaba verdaderamente con docilidad, no era imposible que pudiera sacarme sin atar.

Y olvidando en parte mi verdadera condición, como le sucedía a menudo, me hizo mil recomendaciones que me humillaron en gran manera.

—Sobre todo no se te vaya a ocurrir volverte hacia los paseantes para mostrarles los dientes o bien arañar a algún chiquillo que, sin desconfiar, se te acerque para acariciarte. No he querido ponerte bozal, pero…

Calló de repente y se echó a reír:

—Perdón, perdón —exclamó—. Siempre me olvido de que tienes el espíritu de un simio.

Me dio un golpecito amistoso en la espalda para hacerse perdonar.

Su alegría disipó mi creciente mal humor. Me gustaba oírla reír. La imposibilidad de Nova de demostrar de esta forma su alegría me hacia suspirar a veces. En la penumbra del vestíbulo casi no podía ver otra cosa de su cara que la punta blanca de su hocico.

Para salir se había puesto un elegante traje sastre y un gorrito de estudiante que disimulaba sus orejas. Olvidé un momento su condición simiesca y la cogí del brazo. Encontró mi gesto natural y me dejó hacer. Dimos algunos paseos así, apretados el uno contra el otro. Al final del corredor, iluminado por una ventana lateral, retiró vivamente el brazo y me apartó. Había recobrado la seriedad y tiró de la cadena.

—No debes portarte así —dijo, algo molesta—. Ante todo estoy prometida y…

—¡Estás prometida!

La incoherencia de esta observación a causa de mi familiaridad se nos apareció a los dos a la vez. Ella se corrigió mientras se le enrojeció el hocico.

—Quiero decir que nadie debe sospechar tu naturaleza. Es en tu propio interés, te lo aseguro.

Me resigné y me dejé llevar dócilmente. Salimos. El conserje del Instituto, un grueso gorila vestido de uniforme, nos dejó pasar observándome con una mirada curiosa después de haber saludado a Zira. Al llegar a la acera, vacilé un poco, aturdido por el movimiento y deslumbrado por el reflejo de Betelgeuse, después de tres meses de reclusión. Aspiré a pleno pulmón el aire tibio y al mismo tiempo me ruboricé al verme desnudo. En la jaula, ya me había acostumbrado a ello, pero aquí, bajo la mirada de los monos transeúntes, que me miraban con insistencia, me encontré indecente y grotesco. Zira se había negado categóricamente a vestirme, sosteniendo que vestido habría estado aún más ridículo, ya que habría parecido uno de aquellos hombres sabios que enseñan en las ferias. Indudablemente tenía razón. En realidad, si los transeúntes se volvían a mirarme era porque se trataba de un hombre y no de un hombre desnudo, de una especie que en las calles suscitaba la misma curiosidad que habría despertado un chimpancé en una ciudad francesa. Los adultos seguían su camino después de haberse reído. Algunos simios niños se agruparon a mi alrededor, encantados con el espectáculo. Zira me condujo rápidamente hacia su coche, me hizo subir en el asiento de atrás ocupó su sitio ante el volante y me llevó no muy velozmente por las calles.

Cuando llegué, sólo había entrevisto la ciudad, capital de una importante región simiesca, por lo que tuve que resignarme a verla habitada por monos peatones, monos automovilistas, monos comerciantes, monos atareados y monos en uniforme del servicio de mantenimiento del orden público. Una vez admitido esto, ya no me produjo ninguna impresión ir por la calle.

Las casas eran parecidas a las nuestras; las calles, bastante sucias, como las nuestras; la circulación no era tan densa como en la Tierra. Lo que más me chocó fue la forma de atravesar las calles. Para los peatones no había pasos claveteados, sino caminos aéreos, a base de unas redes metálicas de anchas mallas a las que se cogían con las cuatro manos. Iban todos calzados con guantes de cuero suave que no les impedía cogerse.

Cuando me hubo dado un buen paseo para que pudiera formarme una idea de conjunto de la ciudad, Zira detuvo su coche delante de una reja alta a través de la cual se veían unos grandes macizos de flores.

—Es el parque —me dijo—. Podremos andar un poco. Hubiera querido mostrarte otras cosas, nuestros museos por ejemplo, que son muy notables, pero aún no es posible.

Le aseguré que estaría encantado de poder estirar las piernas.

—Y además —añadió—, aquí estaremos tranquilos. Hay poca gente y es hora de que tengamos una conversación seria.

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