El planeta de los simios

El planeta de los simios


Segunda parte » Capítulo IV

Página 25 de 44

Capítulo IV

—Creo que no te das cuenta de los peligros que corres entre nosotros.

—Ya he conocido algunos. Pero creo que si me diera a conocer, y ahora puedo hacerlo presentando todas las pruebas precisas, los simios no tendrían más remedio que admitirme como su hermano espiritual.

—Ahí es donde está tu error… Escúchame…

Nos paseábamos por el parque. Las alamedas estaban casi desiertas y solamente nos habíamos encontrado con algunas parejas de enamorados en los que mi presencia no despertaba más que una leve curiosidad. Yo, por mi parte, los observaba sin recato, completamente decidido a no dejar escapar ocasión alguna de instruirme sobre las costumbres simiescas.

Andaban lentamente, cogidos por el talle, enlace que lo largo de sus brazos convertía en un trenzado estrecho y complicado. A la vuelta de alguna avenida se detenían para cambiar unos besos. A veces también, después de haber lanzado unas miradas furtivas a su alrededor, se cogían a las ramas bajas de algún árbol y se izaban fuera de la vista. Lo hacían sin separarse, ayudándose con un pie o una mano, con una facilidad que les envidiaba, y desaparecían entre el follaje.

—Óyeme —dijo Zira—, tu chalupa…

Yo le había contado en detalle cómo habíamos llegado al planeta.

—Tu chalupa ha sido descubierta o, por lo menos, lo que queda de ella después del saqueo. Está excitando la curiosidad de nuestros investigadores. Han reconocido que no ha podido ser construida en este planeta.

—¿Construís vosotros ingenios análogos?

—No tan perfeccionados. A juzgar por lo que me has explicado, estamos todavía bastante atrasados en comparación con vosotros. No obstante, hemos lanzado ya algunos satélites artificiales alrededor de nuestro planeta, el último ocupado por un ser viviente: un hombre. Hemos tenido que destruirlo en vuelo por no poder recuperarlo.

—Ya veo —dije suavemente—. Los hombres os sirven también para esta clase de experimentos.

—Es preciso. Así pues, tu cohete ha sido descubierto.

—¿Y nuestra nave, sigue gravitando alrededor de Soror desde hace dos meses?

—No he oído hablar de ella. Ha debido pasar inadvertida a nuestros astrónomos, pero no me interrumpas a cada momento. Algunos de nuestros sabios han emitido la hipótesis de que el ingenio viene de algún otro planeta que está habitado. No pueden imaginar que hay seres inteligentes con forma humana.

—Pero hay que decírselo —exclamé—. Ya estoy harto de vivir prisionero, aunque sea en la jaula más confortable y aunque sea cuidado por ti. ¿Por qué me ocultas? ¿Por qué no quieres revelar la verdad a todos?

Zira se detuvo, miró a nuestro alrededor y puso la mano sobre mi brazo.

—¿Por qué? Es únicamente en interés tuyo que obro así. ¿Tú conoces a Zaïus?

—¡Claro que sí! Quería hablarte de él. ¿Y qué?

—¿Observaste el efecto que le produjeron tus primeras muestras de inteligencia? ¿Sabes que he probado cien veces de sondearlo con respecto a ti y sugerir con mucha prudencia que, a pesar de las apariencias, quizá tú no eras una bestia?

—He visto que tenías muchas discusiones y que, evidentemente, no estábais de acuerdo.

—¡Es testarudo como una mula y estúpido como un hombre! —estalló Zira—. Desgraciadamente, es el caso de todos los orangutanes. Ha dicho de una vez para siempre que todos tus talentos se explican mediante un instinto animal muy desarrollado y ya nada le hará cambiar de opinión. Lo malo es que ha preparado ya una larga tesis sobre tu caso en la que demuestra que tú eres un hombre sabio, es decir, un hombre al que se le ha enseñado a ejecutar ciertos actos sin comprenderlos, probablemente en el curso de un cautiverio anterior.

—¡Animal estúpido!

—Tienes razón, pero representa la ciencia oficial y tiene mucha influencia. Es una de las más altas autoridades del Instituto y todos mis informes han de ser cursados por su mediación. He llegado a la convicción de que si se tratara de revelar la verdad sobre tu caso, como tú deseas, me acusaría de herejía científica y yo sería despedida. Esto para mí no sería nada, pero ¿sabes, como mínimo, lo que podría ocurrirte a ti?

—¿Qué suerte puede ser más lastimera que pasarme la vida dentro de una jaula?

—¡Ingrato! ¿No sabes, pues, que he tenido que desplegar toda mi astucia para impedirle que te transfiera a la sección encefálica? Nada podría detenerle si tú te obstinases en pretender ser una criatura consciente.

—¿Qué es la sección encefálica? —pregunté, alarmado.

—Es un lugar donde practican unas operaciones muy delicadas en el cerebro: injertos, localización y alteración de los centros nerviosos, ablación parcial y también total…

—¿Y hacéis estas operaciones con hombres?

—Naturalmente. El cerebro del hombre, así como toda su anatomía, es el que más se parece al nuestro. Es una suerte que la naturaleza haya puesto a nuestra disposición un animal sobre el cual podemos estudiar nuestro propio cuerpo. El hombre nos sirve para muchas otras investigaciones, que ya irás conociendo poco a poco… En este momento tenemos en curso una serie extremadamente importante.

—Y que necesita un material humano considerable.

—Considerable. Esto explica las batidas que mandamos hacer en la selva para aprovisionarnos. Desgraciadamente, son los gorilas los que las organizan y no podemos impedirles que se entreguen a su diversión favorita, que es el tiro de fusil. Un gran número de sujetos se pierden así para la ciencia.

—Es verdaderamente de lamentar —dije yo mordiéndome los labios—. Pero, volviendo otra vez a lo mío…

—¿Comprendes ahora por qué he querido guardar el secreto?

—¿Estoy, pues, condenado a pasar el resto de mi vida en una jaula?

—No, si el plan que he formado tiene éxito. Pero no debes darte a conocer antes del tiempo oportuno y contando con buenos triunfos en tu mano. He aquí lo que propongo. Dentro de un mes se celebrará el congreso anual de biólogos. Es un acontecimiento importante. Asiste numeroso público y acuden también todos los representantes de los grandes periódicos. En nuestro planeta la opinión pública es un elemento todavía más potente que Zaïus, más potente que todos los orangutanes juntos, más potente incluso que los gorilas. Allí tendrás tu oportunidad. Es ante aquel congreso, en plena sesión, cuando debes levantar el velo, porque serás presentado allí por Zaïus, quien, como ya te he dicho, ha preparado un largo informe sobre ti y tu famoso instinto. Lo mejor será que tomes entonces la palabra tú mismo para exponer tu caso. Será tal la sensación que se producirá que ni siquiera Zaïus podrá impedírtelo. A ti te va a corresponder entonces expresarte con claridad ante la asamblea y convencer a la muchedumbre y también a los periodistas, igual que me has convencido a mí.

—¿Y si Zaïus y los orangutanes se obstinan?

—Los gorilas, obligados a inclinarse ante la opinión pública, harán entrar en razón a esos imbéciles. De todos modos, muchos son menos estúpidos que Zaïus. Entre los sabios hay también unos cuantos chimpancés que la Academia se ha visto obligada a admitir a causa de sus descubrimientos sensacionales. Uno de ellos es Cornelius, mi prometido. A él, únicamente a él, le he hablado de ti y ha prometido hacer lo que pueda en tu favor. Como es lógico, antes quiere verte y comprobar por sí mismo el relato extraordinario que le he hecho. Es también un poco por esta razón por lo que hoy te he traído aquí. Tengo una cita con él y ya no puede tardar.

Cornelius nos esperaba cerca de un macizo de helechos gigantes Era un chimpancé de buena planta, ciertamente mayor que Zira, pero muy joven para ser ya un sabio académico. Tan pronto lo vi me sorprendió su mirada profunda, de una intensidad y de una vivacidad excepcionales.

—¿Qué te parece? —me preguntó Zira en francés, en voz baja. Por esta pregunta comprendí que había logrado definitivamente la confianza de aquella mona. Murmuré una apreciación loable y nos acercamos al joven chimpancé.

Los dos prometidos se estrecharon a la manera de los monos enamorados del parque. Él la había recibido con los brazos abiertos sin dirigirme ni una mirada, con lo que resultaba evidente que yo no contaba para él más que como un animal doméstico. Zira misma, por un instante, se olvidó de mí y se dieron largos besos en los hocicos. Luego ella se desasió de sus brazos y se quedó a un lado con aire avergonzado.

—Querida, estamos solos.

—Estoy yo aquí —dije con dignidad, en mi mejor versión de la lengua simiesca.

—¡Eh! —exclamó el chimpancé, mirándome sobresaltado.

—Digo que estoy aquí. Siento mucho verme obligado a recordároslo. Vuestras demostraciones no me molestan en absoluto, pero después podríais reprocharme no haberlo advertido.

—¡Por el diablo! —gritó el sabio chimpancé. Zira se echó a reír y nos presentó.

—El doctor Cornelius, de la Academia —dijo—. Y Ulises Mérou, un habitante del Sistema Solar de la Tierra, para ser más concretos.

—Encantado de conocerle —dije—. Zira me ha hablado de usted. Le felicito por tener una prometida tan encantadora.

Y le tendí una mano. Dio un salto atrás, como si ante él se hubiese alzado una serpiente.

—¿Es verdad? —dijo mirando a Zira con aire de extravío.

—Querido, ¿es que tengo por costumbre contarte mentiras?

Él se iba rehaciendo. Era un hombre de ciencia. Después de cierta vacilación me estrechó la mano.

—¿Cómo está usted?

—No mal del todo —le dije—. Una vez más le ruego me excuse que me presente en esta forma.

—Sólo piensa en esto —dijo Zira riendo—. Es un complejo que tiene. No se da cuenta del efecto que produciría si fuera vestido.

—¿Y viene usted realmente de…?

—De la Tierra, un planeta del Sol.

Se veía que hasta aquel momento había dado poco crédito a las confidencias de Zira, prefiriendo creer que se trataba de una mixtificación. Empezó a acribillarme a preguntas. Nos paseábamos despacito, ellos delante entrelazados los brazos, y yo seguía detrás, atado a mi cadena, para no llamar la atención de algunos de los pocos transeúntes con que nos cruzábamos. Pero mis contestaciones excitaban de tal modo su curiosidad científica que se paraba de repente y dejando a su prometida, empezaba vivas discusiones conmigo, cara a cara, haciendo vivos ademanes y dibujando sobre la arena. Zira no se enfadaba. Parecía, al contrario, encantada de la impresión que yo le había producido.

Cornelius se apasionaba, sobre todo, por la aparición del homo sapiens sobre la Tierra y me hizo repetir cien veces todo lo que sabía sobre este punto. Después quedó mucho rato sumergido en sus pensamientos. Me dijo que mis revelaciones eran, sin duda, un documento de importancia capital para la ciencia y en particular para él en un momento en que había empezado unas investigaciones extremadamente arduas sobre el fenómeno simio. Según lo que creí comprender, para él no era aquél un problema resuelto ni mucho menos y no estaba de acuerdo con las teorías generalmente admitidas. Pero mostró cierta reticencia al tratar de este asunto y no me reveló todo su pensamiento en este primer encuentro.

Sea como fuere, tenía a sus ojos un interés extraordinario y habría dado toda su fortuna para tenerme en su laboratorio. Hablamos entonces de mi situación en aquel momento y de Zaïus, cuya estupidez y ceguera conocía perfectamente. Aprobó el plan de Zira. Él mismo se preocuparía de prepararme el terreno por medio de alusiones misteriosas a mi caso ante algunos de sus colegas.

Cuando nos separamos me tendió la mano sin vacilación alguna después de haber comprobado que la avenida estaba desierta. Después abrazó a su prometida y se alejó, no sin volverse varias veces, como si quisiera convencerse de que yo no era una alucinación.

—Un joven simio encantador —le dije cuando íbamos hacia el coche.

—Y un gran sabio. Con su ayuda, estoy segura de que convencerás al congreso.

—Zira —le murmuré al oído cuando estuve en el coche instalado en la banqueta posterior—, te deberé la libertad y la vida.

Me daba cuenta de todo cuanto había hecho por mí desde mi captura. Sin ella nunca habría podido entrar en contacto con el mundo simiesco. Zaïus habría sido muy capaz de hacerme sacar el cerebro para demostrar que yo no era un ser racional. Gracias a ella, contaba ahora con aliados y podía mirar el porvenir con algo más de optimismo.

—Lo he hecho por amor a la ciencia —dijo ella enrojeciendo—. Eres un caso único que hay que conservar a todo precio.

Mi corazón desbordaba de gratitud. Me dejé prender en la espiritualidad de su mirada, logrando abstraerme de su físico. Puse la mano sobre su larga pata velluda. Se estremeció y vi en su mirada un destello de simpatía. Estábamos los dos muy aturdidos y mantuvimos el silencio durante todo el camino. Cuando me hubo devuelto a mi jaula, rechacé brutalmente a Nova, que se entregaba a demostraciones pueriles para darme la bienvenida.

Ir a la siguiente página

Report Page