El planeta de los simios

El planeta de los simios


Segunda parte » Capítulo VI

Página 27 de 44

Capítulo VI

Zira me llevaba con bastante frecuencia a pasear por el parque. A veces nos encontrábamos con Cornelius y preparábamos juntos el discurso que yo debía pronunciar ante el Congreso. La fecha estaba próxima, lo que me ponía bastante nervioso. Zira me aseguraba que todo saldría bien. Cornelius tenía prisa para que se reconociera mi condición y me devolvieran la libertad a fin de poder estudiarme a fondo… colaborar conmigo, corregía en seguida, al notar el movimiento de impaciencia que se me escapaba cuando hablaba así.

Aquel día, como su prometido estaba ausente, Zira me propuso visitar el jardín zoológico, anejo al parque. Yo hubiera preferido asistir a algún espectáculo o visitar algún museo, pero estas distracciones no me eran aún permitidas. Sólo había podido adquirir algún conocimiento de las artes simiescas por los libros. Había admirado la reproducción de algunos cuadros clásicos, retratos de simios célebres, escenas campestres, desnudos de monas lascivas alrededor de las cuales volaba un pequeño simio alado que figuraba el Amor, pinturas militares que databan aún del tiempo en que había guerras en las que se veían terribles gorilas con uniformes galoneados. Los simios habían tenido también sus impresionistas y algunos contemporáneos se lanzaban al arte abstracto. Todo esto lo había descubierto en mi jaula, a la luz de mi lamparilla. No podía asistir decentemente más que a espectáculos al aire libre. Zira me había llevado a ver un juego parecido a nuestro fútbol, un encuentro de boxeo entre dos gorilas que me había hecho estremecer y una reunión de atletismo en la que unos chimpancés se elevaban a una altura prodigiosa por medio de una percha.

Acepté visitar el zoo. Al principio, no experimenté sorpresa alguna. Los animales presentaban muchas analogías con los de la Tierra. Había felinos, paquidermos, rumiantes, reptiles y pájaros. Sí, observé una especie de camello de tres jibas y un jabalí que tenía cuernos de corzo, pero aquello no era para maravillarse después de lo que ya llevaba visto en el planeta Soror.

Mi sorpresa empezó en el departamento de los hombres. Zira intentó disuadirme de acercarme allí, lamentando, según creo, haberme llevado al zoo, pero mi curiosidad era demasiado fuerte y tiré de la cadena hasta que ella cedió.

La primera jaula ante la cual nos detuvimos contenía, por lo menos, una cincuentena de individuos hombres, mujeres y niños, que se exhibían allí para mayor placer de los simios bodoques. Daban prueba de su actividad febril y desordenada, saltando, empujándose, ofreciéndose en espectáculo, entregándose a mil bufonadas.

Era propiamente un espectáculo. Ellos trataban de atraerse la buena disposición de los pequeños simios que rodeaban la jaula y les tiraban de vez en cuando frutos o trozos de pastel que una simia vieja vendía a la entrada del jardín. El que obtenía la recompensa era el que, ya fuese adulto o niño, lograse el mejor truco —escalar las rejas, andar a cuatro patas, andar sobre las manos— y cuando aquélla caía en medio del grupo había empujones, arañazos y cabellos arrancados, todo subrayado con gritos agudos de animales enfurecidos.

Algunos hombres, más quietos, no se mezclaban en el tumulto. Se mantenían apartados, cerca de las rejas, y cuando veían a un simio niño meter las manos en la bolsa tendían hacia él una mano implorante. El pequeño, muchas veces, retrocedía asustado, pero sus padres o sus amigos mayores se burlaban de él hasta que se decidía temblando a dar la recompensa al hombre en la mano.

La aparición de un hombre fuera de la jaula motivó alguna sorpresa tanto entre los prisioneros como entre los simios presentes. Los primeros interrumpieron momentáneamente sus saltos para examinarme recelosos, pero como yo me mantenía quieto rechazando con dignidad las limosnas que los niños me ofrecían, unos y otros se desinteresaron pronto de mí y pude observarlo todo a mi gusto. La liviandad de aquellas criaturas me repugnaba y me sentía enrojecer de vergüenza al comprobar, una vez más, lo mucho que se me parecían físicamente.

Las otras jaulas ofrecían el mismo espectáculo degradante. Iba ya a dejarme arrastrar por Zira con la muerte en el alma cuando, de repente, reprimí a duras penas una exclamación de sorpresa. Allí, delante de mí, entre el rebaño, estaba él, propiamente él, mi compañero de viaje, el jefe y alma de nuestra expedición, el famoso profesor Antelle. Había sido capturado como yo y, probablemente menos afortunado, vendido al zoo.

Fue tal mi alegría al verlo vivo que las lágrimas asomaron a mis ojos, pero me estremecí al ver la condición a que había sido reducido. Mi emoción, poco a poco, se transformó en un estupor doloroso cuando me di cuenta de que se comportaba exactamente igual que los otros. A pesar de lo inverosímil de este comportamiento, era forzoso creer en el testimonio de mis ojos. Él formaba parte de aquel grupo de hombres que no intervenían en los tumultos, sino que tendían la mano a través de los barrotes en un gesto de mendigo. Lo observé en el momento en que se disponía a obrar así y comprobé que nada en su actitud dejaba entrever su verdadera naturaleza. Un simio pequeño le dio una fruta. El sabio la cogió, se sentó con las piernas cruzadas y empezó a devorarla con glotonería mientras miraba a su bienhechor con ojos ávidos, como si esperase otro gesto generoso. Al ver esto, lloré otra vez. En voz baja le expliqué a Zira los motivos de mi pena. Habría querido acercarme y hablarle, pero ella me disuadió de ello con energía. No podía hacer nada por él y, con la emoción del encuentro, corríamos el riesgo de producir un escándalo perjudicial a nuestros intereses comunes y que podría destruir nuestros propios planes.

—Después del Congreso —me dijo ella—, cuando habrás sido reconocido y aceptado como un ser racional, nos ocuparemos de él.

Tenía razón y me dejé llevar con gran pesar. Camino del coche le conté quién era el profesor Antelle y la reputación que tenía entre el mundo sabio de la Tierra. Permaneció pensativa un rato y me prometió que haría todo lo posible para que el profesor Antelle fuera sacado del zoo. Me devolvió al Instituto algo reconfortado, pero aquella tarde rechacé la comida que me trajeron los gorilas.

Ir a la siguiente página

Report Page