El planeta de los simios

El planeta de los simios


Segunda parte » Capítulo VII

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Capítulo VII

La semana que precedió al Congreso, Zaïus me hizo numerosas visitas multiplicando los tests ridículos y su secretaria llenó varios carnets con observaciones y conclusiones que me concernían. Tuve gran cuidado, con toda hipocresía, de no mostrarme más listo de lo que él deseaba.

Por fin llegó la fecha tan esperada, pero fue solamente el tercer día del Congreso cuando vinieron a buscarme, ya que los simios dedicaron los primeros a debates técnicos. Zira me tenía al corriente de sus trabajos. Zaïus había ya leído un informe presentándome como un hombre de instintos particularmente agudos, pero concluyendo con la afirmación de una falta total de conciencia. Cornelius le hizo algunas preguntas pérfidas para saber cómo explicaba en este caso algunos aspectos de mi conducta. Esto reanimó viejas querellas y la última discusión había sido bastante borrascosa. Los sabios estaban divididos en dos bandos, los que negaban toda clase de alma a un animal y los que veían, solamente una diferencia de grado entre la psiquis de las bestias y la de los simios. Como se comprende, nadie sospechaba la verdad total, salvo Cornelius y Zira. Sin embargo, el informe de Zaïus relataba algunos rasgos tan sorprendentes que sin que aquel imbécil se diera cuenta de ello turbaba a algunos espectadores imparciales, aunque no a los sabios condecorados, y por la ciudad empezó a circular el rumor de que había sido descubierto un hombre extraordinario.

Zira, al hacerme salir de la jaula, me murmuró al oído:

—Habrá el lleno de los grandes días y la totalidad de la Prensa. Todos están alerta y presienten un acontecimiento insólito. Esto es magnífico para ti. ¡Valor!

Necesitaba su apoyo moral. Me sentía terriblemente nervioso. Había estado repasando mi discurso toda la noche. Me lo sabía de memoria y tenía que convencer a los más cerriles, pero estaba aterrorizado por el temor de que no me dejasen hablar.

Los gorilas me llevaron a un camión enrejado en el que me encontré en compañía de algunos otros sujetos humanos que también habían sido considerados dignos de ser presentados a la docta asamblea por alguna particularidad. Llegamos ante un enorme edificio rematado por una cúpula. Nuestros guardianes nos hicieron entrar en un vestíbulo provisto de jaulas, anejo a la sala de reuniones. Allí esperamos la venia de los señores sabios. De vez en cuando, un gorila majestuoso, revestido de una especie de uniforme negro, empujaba la puerta y gritaba un número. Entonces los guardianes ponían un collar con cadena a uno de los hombres y se lo llevaban. Mi corazón saltaba a cada aparición del ujier. Por la puerta entreabierta penetraba un confuso murmullo procedente de la sala, mezclado ocasionalmente con exclamaciones y también con aplausos.

Los sujetos eran retirados inmediatamente después de su presentación y acabé por quedar solo en el vestíbulo con los guardias, repasando febrilmente las partes principales de mi discurso. Me habían guardado para el final, como una estrella. El gorila negro apareció por última vez y llamó mi número. Me levanté espontáneamente, cogí de las manos del guardián sorprendido el collar que iba a ponerme y lo sujeté yo mismo. Así, entre dos guardias de corps, entré con paso firme en la sala de reuniones. Cuando estuve dentro, me detuve, deslumbrado y desconcertado.

Desde mi llegada al planeta Soror había visto muchos espectáculos extraños. Creía estar acostumbrado a la presencia de los simios y a sus manifestaciones hasta el punto de no poder ya sorprenderme. No obstante, ante la singularidad y las proporciones de la escena que se ofrecía a mis miradas, fui presa del vértigo y me pregunté una vez más si no estaría soñando.

Estaba en el fondo de un gigantesco anfiteatro, que, sin saber por qué, me hizo pensar en el infierno cónico de Dante, en el que todas las gradas, alrededor y encima de mí, estaban ocupadas por simios. Había allí varios millares de ellos. Nunca había visto tantos simios juntos. Su número iba mucho más allá de los sueños más locos de mi pobre imaginación terrestre, su número me aplastaba.

Me tambaleé y traté de rehacerme buscando algún hito entre aquella multitud. Los guardianes me empujaban hacia el centro del círculo, que parecía una pista de circo sobre la que se hubiera montado un tablado. Giré lentamente sobre mí mismo. Hileras de simios se elevaban hasta el techo, que me pareció de una altura prodigiosa. Los asientos más próximos estaban ocupados por los miembros del Congreso, todos ellos sabios galardonados, vestidos con pantalón a rayas y levitas oscuras, todos condecorados, casi todos de una edad venerable y casi todos orangutanes. Sin embargo, distinguí entre ellos un pequeño número de gorilas y de chimpancés. Busqué a Cornelius, pero no supe verle.

Más allá de las autoridades, detrás de una balaustrada, varias filas estaban reservadas para los colaboradores subalternos de los sabios. Al mismo nivel se había habilitado una tribuna para los periodistas y los fotógrafos. Por fin, más arriba aún, detrás de otra barrera, se apretujaba la muchedumbre, un público simiesco que me pareció muy excitado a juzgar por la densidad de los murmullos que saludaron mi aparición.

Intenté descubrir a Zira, que tenía que encontrarse entre los asistentes. Sentía la necesidad de que su mirada me sostuviera. También en esto tuve una decepción y no pude ver ni un solo simio familiar entre la legión que me rodeaba.

Concentré mi atención en los pontífices. Cada uno estaba sentado en un sillón tapizado de rojo mientras que los demás sólo tenían derecho a sillas o bancos. Su aspecto me recordaba en gran manera el de Zaïus. Con la cabeza baja, casi al nivel de los hombros y unos brazos desmesurados, medio doblados y puestos sobre una carpeta, emborronaban de vez en cuando algunas notas a menos que estuvieran haciendo un dibujo pueril. Por contraste con la excitación que reinaba arriba, me parecieron amodorrados. Tuve la impresión de que mi entrada y el anuncio que de la misma se hacía por medio de un altavoz llegaban en el momento de despertar su atención medio dormida. En realidad, recuerdo haber visto a tres de aquellos orangutanes sobresaltarse y levantar bruscamente el cuello como si los arrancaran de un sueño profundo.

No obstante, estaban bien despiertos. Mi presentación debía ser el plato fuerte de la reunión y me sentía el blanco de millares de ojos simiescos con expresiones diversas que iban de la indiferencia al entusiasmo.

Mis guardianes me hicieron subir al estrado donde había sentado un gorila de buena estampa. Zira me había explicado que el Congreso estaba presidido no por un sabio, como sucedía cuando los simios de la ciencia, dejados a sí mismos, se entregaban a discusiones sin fin que no conducían nunca a una conclusión práctica, sino por un organizador. A la izquierda de este personaje importante estaba su secretario, un chimpancé que tomaba notas para el acta de la sesión, y a su derecha se sentaban los sabios a los que les había llegado la vez de exponer su tesis o de presentar un sujeto. Zaïus acababa de ocupar este asiento, saludado con unos cuantos aplausos.

Gracias a un sistema de altavoces combinados con potentes reflectores, los que ocupaban las gradas más altas no perdían ningún detalle de lo que sucedía en el estrado.

El gorila agitó la campanilla y cuando se hubo hecho el silencio declaró que concedía la palabra al ilustre Zaïus para que presentara el sujeto sobre el cual había informado ya a la asamblea. El orangután se levantó, saludó y empezó a hablar. Durante todo el tiempo, yo me esforzaba en adoptar una actitud tan comprensiva como me era posible. Cuando habló de mí, me incliné llevándome la mano al pecho, lo que levantó un principio de hilaridad pronto reprimido por la campanilla del presidente. Comprendí rápidamente que en nada ayudaba a mi causa con tales actitudes, que podían ser interpretadas como el simple resultado de un buen amaestramiento, y me mantuve quieto esperando el final de su exposición.

Zaïus recordó las conclusiones de su informe y anunció las proezas que iba a hacerme ejecutar, a cuyo fin había hecho preparar sobre el estrado los accesorios de sus malditos experimentos. Terminó diciendo que también era yo capaz de repetir algunas palabras como ciertos pájaros y que esperaba poder hacerme ejecutar este truco ante la asamblea. Seguidamente cogió la caja de cerraduras múltiples y me la presentó. Pero en vez de hacer correr las cerraduras me entregué a otra clase de ejercicio.

Había llegado mi hora. Levanté la mano y tirando suavemente de la cadena que me sujetaba el guardián me acerqué a un micrófono y me dirigí al presidente.

—Muy ilustre presidente —dije en mi mejor lengua simia—, abriré esta caja con el mayor placer y ejecutaré también gustosamente todos los trucos del programa. No obstante, antes de entregarme a este quehacer, un poco fácil para mí, solicito su autorización para hacer una declaración que, se lo prometo, sorprenderá a esta asamblea.

Había articulado muy distintamente mis palabras, de manera que no se perdió ninguna. El resultado fue el que esperaba. Todos los simios quedaron como aplastados en su sitio, aturdidos, reteniendo la respiración. Incluso los periodistas se olvidaron de tomar notas y ningún fotógrafo tuvo suficiente presencia de espíritu para enfocarme en aquel instante histórico.

El presidente me miraba estúpidamente. En cuanto a Zaïus, parecía rabioso.

—Señor presidente —aulló—, protesto…

Pero se calló en seco, ante el ridículo que hubiera corrido al entablar una discusión con un hombre. Yo me aproveché de ello para tomar de nuevo la palabra.

—Señor presidente, insisto con el más profundo respeto, pero con energía, para que me sea concedido este favor. Cuando me haya explicado, juro que entonces me doblegaré a las exigencias del muy ilustre Zaïus.

Rompiendo el silencio, un huracán sacudió la asamblea. Una tempestad de locura pasó por las gradas transformando a todos los simios en una masa histérica en la que se mezclaban las exclamaciones, las risas, los comentarios y los hurras, en medio de un crepitar continuo del magnesio, ya que, al fin, los fotógrafos se habían recobrado de su sorpresa. El tumulto duró cinco minutos buenos durante los cuales el presidente, que había recobrado también su sangre fría, no dejó de mirarme. Por fin, tomó una decisión y agitó la campanilla. Después dijo tartamudeando:

—Yo… no sé exactamente cómo debo llamarle.

—Llámeme señor —dije yo.

—Sí, bien… señor… Ante un caso tan excepcional, considero que el congreso científico que tengo el honor de presidir debe escuchar su declaración.

Una nueva ola de aplausos saludó la sabiduría de esta decisión. Yo no quería más. Me planté muy erguido en el estrado, puse el micrófono a la altura de mí boca y pronuncié el siguiente discurso:

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