El planeta de los simios

El planeta de los simios


Tercera parte » Capítulo primero

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Capítulo primero

Me desperté temprano, después de un sueño agitado. Me revolví tres o cuatro veces en la cama y me froté los ojos antes de recobrar la plena consciencia, mal acostumbrado aún a la vida civilizada que llevaba desde hacía un mes, inquieto cada mañana al no oír el crujido de la paja y no sentir el cálido contacto de Nova.

Por fin recobré mis facultades. Ocupaba uno de los apartamentos más confortables del Instituto. Los simios se habían mostrado generosos. Tenía una cama, un cuarto de baño, vestidos, libros, un aparato de televisión. Leía todos los periódicos, estaba libre, podía salir, pasearme por las calles, asistir a cualquier espectáculo. Mi presencia en algún lugar suscitaba siempre un interés considerable, pero la emoción de los primeros días empezaba a desvanecerse.

Ahora Cornelius era el gran maestro científico del Instituto. Zaïus había sido sustituido, pero le habían dado un nuevo cargo y una nueva condecoración, y el prometido de Zira había sido nombrado en su lugar. De ello había resultado un rejuvenecimiento de los cuadros, una promoción general del partido chimpancé y una recrudescencia de las actividades en todos los trabajos. Zira había sido nombrada adjunta al nuevo director.

En cuanto a mí, participaba en las investigaciones de los sabios, no ya en calidad de cobaya como antes, sino como colaborador. Cornelius había logrado obtener este favor a costa de muchas dificultades y grandes reticencias por parte del Gran Consejo. Las autoridades parecían reacias a admitir mi naturaleza y origen.

Me vestí rápidamente, salí de mi habitación y me dirigí hacia el edificio del Instituto, donde antes había estado prisionero al servicio de Zira y que ella seguía dirigiendo, a pesar de sus nuevas funciones. Había empezado allí un estudio sistemático de los hombres con la autorización de Cornelius.

Heme aquí en la nave de las jaulas paseando de un extremo a otro del pasillo, ante las rejas, como uno de los amos de aquel planeta. ¿Debo confesar que hacía allí frecuentes visitas, mucho más frecuentes de lo que exigían los estudios? Tal vez la permanencia en el ambiente simiesco se me hacía pesada y hallaba allí algo así como un refugio.

Los cautivos me conocían bien y admitían mi autoridad. ¿Hacían alguna diferencia entre Zira y yo y los guardianes que les llevaban la comida? Así lo habría deseado, pero lo dudaba. En un mes, a pesar de toda mi paciencia y de mis esfuerzos, no conseguí hacerles ejecutar trucos superiores a los de los animales amaestrados. Un instinto secreto me advertía, no obstante, de que había en ellos mayores posibilidades.

Quería enseñarles a hablar. Era mi gran ambición. No llegué a lograrlo y solamente a duras penas pude hacer que algunos de ellos repitieran dos o tres sonidos monosilábicos, que es lo que en la Tierra se ha llegado a lograr de algunos chimpancés. Era muy poco, pero seguí obstinándome. Lo que me animaba era la insistencia de todas las miradas en buscar la mía, miradas que, desde hacía algún tiempo, parecían transformarse. Creí ver apuntar en ellas una cierta curiosidad de una esencia superior a la perplejidad animal.

Doy lentamente la vuelta a la sala, parándome ante cada uno de ellos. Les hablo suavemente, con paciencia. Ahora ya están acostumbrados a esta manifestación insólita, de parte mía. Parecen escuchar. Continúo algunos minutos, luego renuncio a las frases y pronuncio palabras sencillas, repitiéndolas cada vez en espera de un eco. Uno de ellos articula torpemente una sílaba, pero hoy ya no iremos más lejos. El sujeto se cansa pronto, abandona aquella tarea sobrehumana y se acuesta sobre la paja, como después de un trabajo agotador. Suspiro y paso a otro. Llego por fin ante la jaula donde Nova vegeta ahora, solitaria y triste; triste o, por lo menos, esto es lo que quisiera creer, con mi suficiencia de hombre de la Tierra, esforzándome para descubrir este sentimiento en sus facciones admirables e inexpresivas. Zira no le ha dado ningún otro compañero y se lo agradezco.

Pienso con frecuencia en Nova. No puedo olvidar las horas pasadas en su compañía. Pero no he vuelto a entrar en la jaula. El respeto humano me lo prohíbe. ¿No se trata de un animal? Ahora evoluciono por las altas esferas científicas. ¿Cómo podría darme una tal promiscuidad? Me ruborizo al recuerdo de nuestra intimidad anterior. Desde que he cambiado de campo, me siento incluso obligado a no testimoniarle más amistad que al resto de sus semejantes.

De todos modos, debo hacer constar que es un sujeto escogido, de lo cual me alegro. Obtengo con ella mucho mejor resultado que con los demás. Cuando me acerco a la jaula viene a pegarse a los barrotes y su boca se contrae en lo que casi podría pasar por una sonrisa. Antes incluso de que pueda yo abrir la boca, prueba a pronunciar las cuatro o cinco sílabas que ha aprendido. Evidentemente pone en ello una gran aplicación. ¿Está mejor dotada que los demás? ¿O es simplemente que mi contacto la ha pulido, haciéndola más apta para aprovechar mejor mis lecciones? Me complace pensar que es así.

Pronuncio su nombre y luego el mío designándonos alternativamente con el dedo. Ella esboza el mismo gesto. Pero, de repente, la veo cambiar de cara y enseña los dientes mientras oigo una ligera risa detrás de mí.

Es Zira que se burla, sin malicia, de mis esfuerzos y su presencia despierta siempre la cólera de la joven. La acompaña Cornelius. A éste le interesan mucho mis tentativas y viene con frecuencia para darse cuenta por sí mismo de los resultados. Hoy me busca por otro motivo. Tiene el aspecto bastante excitado.

—¿Le gustaría emprender un pequeño viaje conmigo, Ulises?

—¿Un viaje?

—Bastante lejos, casi a las antípodas. Unos arqueólogos han descubierto allí unas ruinas extremadamente curiosas, si he de creer los informes que nos llegan. Dirige las excavaciones un orangután y no se puede contar mucho con él para interpretar correctamente aquellos vestigios. Hay allí un enigma que me apasiona y que aporta elementos decisivos para ciertas investigaciones que he emprendido. La Academia me ha confiado una misión allí y creo que su presencia sería muy útil.

No veo en qué podré ayudarle, pero acepto gustoso esta ocasión de ver otros aspectos de Soror. Me conduce a su despacho para darme nuevos detalles.

Estoy encantado de esta diversión que es una excusa para no terminar mi vuelta, porque me queda un prisionero que visitar: el profesor Antelle. Sigue siempre en el mismo estado, lo que hace imposible que sea puesto en libertad. No obstante, gracias a mí, lo han puesto, aislado, en una celda bastante confortable. Visitarlo es un deber penoso para mí. No corresponde a ninguna de mis constantes solicitudes y se comporta siempre como un perfecto animal.

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