El planeta de los simios

El planeta de los simios


Tercera parte » Capítulo II

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Capítulo II

Salimos una semana más tarde. Zira nos acompañaba, pero ella debía regresar al cabo de unos días para cuidar del Instituto en ausencia de Cornelius. Éste pensaba quedarse algún tiempo en el lugar de las excavaciones, si éstas resultaban ser tan interesantes como preveía.

Se puso a nuestra disposición un avión especial, un aparato a reacción bastante similar a nuestros primeros tipos de esta clase, pero muy confortable, pues había un pequeño salón silencioso donde podía hablarse sin molestias. Es allí donde nos encontramos Zira y yo poco después de haber salido. Yo estaba contento de aquel viaje. Me había aclimatado ya completamente al mundo simiesco. No me había sorprendido ni asustado ver que aquel avión tan grande era pilotado por un simio. No pensaba más que en disfrutar del paisaje y del espectáculo de la salida de Betelgeuse. Habíamos alcanzado una altitud de unos diez mil metros. El aire era de una pureza notable y el astro gigante se destacaba en el horizonte, como nuestro Sol observado a través de una lente. Zira no se cansaba de admirarlo.

—¿Hay también madrugadas bellas como ésta en la Tierra? —me preguntó—. ¿Es que tu Sol es tan bello como el nuestro?

Le contesté que era más pequeño y no tan rojo, pero que suficiente para nuestras ambiciones. En cambio, nuestro astro nocturno era mayor y reflejaba una luz pálida más intensa que el de Soror. Estábamos contentos como escolares de vacaciones, y yo bromeaba con Zira como con una amiga muy querida.

Cuando Cornelius se nos unió, al cabo de unos momentos, casi me supo mal que viniera a estorbar nuestra conversación. Se le veía preocupado. Por otra parte, desde hacía algún tiempo estaba nervioso. Trabajaba enormemente prosiguiendo unas investigaciones personales que lo absorbían hasta el punto de provocarle, a veces, momentos de ausencia total. Había guardado siempre en secreto el objeto de estos trabajos y creo que Zira lo ignoraba como yo. Sólo sabía que tenían que ver con el origen del mono y que el sabio chimpancé iba apartándose cada día más de las teorías clásicas. Aquella mañana, por vez primera, me reveló algunos aspectos y no tardé en comprender por qué mi calidad de hombre civilizado era tan importante para él. Empezó por referirse a un punto que había sido debatido ya mil veces entre nosotros.

—¿Usted me ha dicho con toda certeza, Ulises, que en la Tierra los monos son verdaderos animales? ¿Que el hombre se ha elevado a un grado de civilización que iguala la nuestra y que, en algunos aspectos, incluso…? No tenga miedo de ofenderme, la ciencia no conoce el amor propio.

—… Sí, en muchos aspectos la supera. Esto es innegable. Una de las pruebas mejores es que estoy aquí. No parece que ustedes estén en situación de…

—Ya lo sé, ya lo sé —interrumpió con cansancio—. Ya hemos discutido todo eso. Estamos penetrando ahora en los secretos que ustedes ya han descubierto hace algunos siglos… Y no son sólo sus declaraciones las que me desazonan —siguió diciendo mientras recorría nerviosamente el pequeño salón—. Hace algún tiempo que me atormenta la intuición, una intuición nacida de ciertos indicios concretos, que en un pasado lejano otras inteligencias han tenido la llave de estos secretos aquí mismo, en este planeta.

Podría haberle dicho que esta impresión de redescubrimiento había afectado también a algunos cerebros de la Tierra. Quizás estaba extendida universalmente y quizá servía de base a nuestra creencia en un Dios. Pero no quise interrumpirle. Iba siguiendo un pensamiento aún bastante confuso que él expresaba en forma reticente.

—Inteligencias —repitió pensativo—, y que quizá no eran… Se interrumpió bruscamente. Tenía el aspecto desgraciado, como atormentado por la percepción de una verdad que su espíritu se resistía a aceptar.

—También me ha dicho usted que los simios en la Tierra tienen un espíritu de imitación muy desarrollado, ¿verdad?

—Nos imitan en todo lo que hacemos, quiero decir en aquellas acciones que no exigen un verdadero razonamiento. Tanto es así que para nosotros «hacer el mono» es sinónimo de imitar.

—Zira —murmuró Cornelius con una especie de postración—, ¿no es precisamente este espíritu de «monería» el que nos caracteriza también a nosotros?

Sin dejar tiempo a Zira de protestar, prosiguió con viveza:

—Esto empieza ya desde la infancia. Toda nuestra enseñanza está basada en la imitación.

—Son los orangutanes.

—¡Oh! Ellos tienen una importancia capital, ya que son ellos los que forman a la juventud con los libros. Obligan al simio niño a repetir todos los errores de sus antepasados. Esto explica la lentitud de nuestro progreso. Desde hace diez mil años somos siempre parecidos a nosotros mismos.

Esta lentitud de desarrollo en los simios merece unos comentarios. Al estudiar su Historia me había chocado notar diferencias importantes con el vuelo del espíritu humano. Es cierto que también nosotros hemos conocido una era de un estancamiento casi total.

Hemos tenido nuestros orangutanes, nuestra enseñanza falseada, nuestros programas ridículos y este período ha durado mucho tiempo.

Pero no tanto tiempo como el de los simios y, sobre todo, no en la misma etapa de evolución. La edad oscura de que se lamentaba el chimpancé se había extendido a unos diez mil años. Durante este tiempo no se había hecho ningún progreso notable, salvo, quizás, en el último medio siglo. Pero lo que para mí resultaba extremadamente curioso es que sus primeras leyendas, sus primeras crónicas, sus primeros recuerdos, testimoniaban una civilización ya muy avanzada, más o menos igual, en realidad, que la de ahora. Estos documentos de diez mil años de antigüedad probaban un conocimiento general y unas realizaciones comparables al conocimiento general y a las realizaciones actuales, y antes de ellos había una oscuridad total, ninguna tradición oral o escrita, ningún índice. En resumen, parecía como si la civilización simiesca hubiese hecho su aparición milagrosa de una sola vez, diez mil años antes, y que se hubiese conservado así, después, casi casi sin modificación. El simio se había acostumbrado a encontrar natural este hecho, sin imaginar un estado de consciencia distinto, pero un espíritu sutil como el de Cornelius se daba cuenta de que allí existía un enigma que le atormentaba.

—Hay simios capaces de creaciones originales —protestó Zira.

—Es cierto —admitió Cornelius—. Es cierto, sobre todo desde hace unos años. A la larga, el espíritu puede encarnar en el gesto. Incluso debe hacerlo. Es el curso de la evolución natural… pero lo que busco con pasión, lo que quiero encontrar, es cómo ha empezado todo esto. Hoy no me parece imposible que pueda haber sido simple imitación en el origen de nuestra era.

—¿Imitación de qué, de quién?

Había recobrado su aspecto reticente y bajó los ojos, creyendo quizás haber dicho demasiado.

—No puedo aún sentar conclusiones, me faltan pruebas —dijo finalmente—. Tal vez las encontremos en las ruinas de la ciudad sepultada. Según mis informes, existía hace más de diez mil años, en una época de la cual ignoramos todo.

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