El planeta de los simios

El planeta de los simios


Tercera parte » Capítulo III

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Capítulo III

Cornelius no me ha dicho nada más y creo que le repugna hacerlo, pero lo que entreveo ya en sus teorías me sume en una singular exaltación.

Lo que los arqueólogos han puesto al descubierto es una ciudad entera, una ciudad enterrada bajo las arenas de un desierto y de la que ya no quedan más que las ruinas. Pero tengo la convicción de que estas ruinas guardan un secreto prodigioso que he jurado descubrir. Esto ha de ser posible para quien sabe observar y reflexionar, cosa de la que el orangután que dirige las excavaciones no parece muy capaz. Ha acogido a Cornelius con el respeto debido a su alta situación, pero con un desdén casi apenas disimulado por su juventud y por las ideas originales que a veces emite.

Hacer investigaciones entre piedras que se desmenuzan a cada gesto y arena que se hunde bajo nuestros pasos es un trabajo de benedictino. Hace ya un mes que trabajamos en ello. Zira hace tiempo que se ha marchado, pero Cornelius se obstina en prolongar su estancia. Está tan apasionado como yo, persuadido de que es aquí, entre estos vestigios del pasado, que se encuentra la solución a los grandes problemas que lo atormentan.

Es, desde luego, sorprendente lo extenso de sus conocimientos. Ante todo, ha querido verificar por sí mismo la antigüedad de la población. Los simios tienen para ello métodos comparables a los nuestros, es decir, que ponen en juego nociones profundas de química, de física y de geología. En esto, el chimpancé estuvo de acuerdo con los sabios oficiales. La ciudad era muy vieja. Tiene bastante más de diez mil años, es decir, que constituye un documento único que tiende a probar que la civilización simiesca actual no ha salido de la nada por milagro.

Ha habido algo antes de la era actual. ¿Qué? Después de este mes de investigaciones febriles, nos sentimos decepcionados porque parece que aquella ciudad prehistórica no difiere mucho de las de hoy.

Hemos encontrado ruinas de casas, rastros de fábricas, vestigios que prueban que nuestros antepasados tenían automóviles y aviones, todo igual que los monos de nuestro tiempo. Esto hace remontar los orígenes del espíritu muy lejos en el pasado. No es todo lo que Cornelius esperaba, ni tampoco lo que esperaba yo.

Esta mañana, Cornelius me ha precedido a la cantera donde los obreros han puesto al descubierto una casa de muros gruesos hecha con una especie de cemento armado que parece mejor conservada que las demás. El interior está lleno de arena y de restos que han empezado a pasar por la criba. Ayer no habían encontrado más que lo corriente en otras secciones: fragmentos de tubería, de aparatos domésticos, de utensilios de cocina. Me entretengo un poco en el dintel de la tienda que comparto con el sabio. Desde allí, veo al orangután que da órdenes al jefe de equipo, un joven chimpancé, de mirada lista. No veo a Cornelius. Está en el foso con los obreros. Lo hace a menudo para evitar que cometan alguna tontería o que se les escape algún elemento importante.

He aquí justamente que sale del agujero y no tardo en darme cuenta de que ha hecho un descubrimiento excepcional. Tiene en las manos un pequeño objeto que no llego a distinguir. Ha apartado sin consideración alguna al viejo orangután que trataba de apoderarse del objeto y lo deja en el suelo con mil precauciones. Mira hacia mí y me hace señas expresivas. Al acercarme, me sorprende la alteración de sus rasgos.

—¡Ulises…! ¡Ulises…!

No le he visto nunca en tal estado. Casi no puede hablar. Los obreros, que han salido también del foso, forman círculo alrededor de su hallazgo y me impiden verlo. Se lo muestran con el dedo y parecen simplemente divertidos. Algunos ríen francamente. Casi todos son gorilas robustos. Cornelius los mantiene a distancia.

—¡Ulises!

—¿Qué pasa?

Veo el objeto depositado sobre la arena al mismo tiempo que él murmura con voz ahogada:

—¡Una muñeca, Ulises, una muñeca!

Es una muñeca, una simple muñeca de porcelana. Por un milagro se ha conservado casi intacta, con vestigios de cabellos y con los ojos que tienen todavía algún rastro de color. Para mí es una visión tan familiar que, de buenas a primeras, no comprendo la emoción de Cornelius. Necesito algunos segundos para comprender… ¡Ya está! De pronto, comprendo lo insólito del caso. Es una muñeca humana, que representa una niña, una niña de la Tierra. Pero me niego a dejarme arrastrar por quimeras. Antes de considerarlo un milagro hay que examinar todas las posibilidades de causas corrientes. Un sabio como Cornelius ha debido hacerlo. Veamos: entre las muñecas de los simios niños, hay algunas, pocas, pero algunas al fin, que tienen forma de animal e incluso humana. Por consiguiente, no es la sola presencia de la muñeca lo que ha podido emocionar así al sabio. Veamos aún: los juguetes de los simios pequeños que representan animales no están hechos de porcelana, y sobre todo, en general, no están vestidos, por lo menos, nunca vestidos como seres racionales. Y esta muñeca, como os digo, está vestida como una muñeca de la Tierra —se distinguen bien los restos del vestido, del corsé, de la enagua y de los pantalones, vestida con el mismo gusto que pondría una niña de la Tierra en adornar su muñeca favorita, con el mismo cuidado que una niña simiesca pondría en vestir a su muñeca simia, un cuidado que nunca, nunca pondrían en vestir una muñeca de forma animal como la forma humana. Comprendo cada vez mejor la emoción de mi sutil amigo chimpancé.

Y esto no es todo. Este juguete presenta otra anomalía, otra cosa extraña que ha hecho reír a todos los obreros e incluso sonreír al orangután solemne que dirige las excavaciones. La muñeca habla. Habla como una muñeca de la Tierra. Al dejarla, Cornelius ha hecho funcionar por azar el mecanismo que estaba intacto y la muñeca ha hablado. No ha hecho ningún discurso: ha pronunciado una simple palabra, una palabra de dos sílabas: pa-pá. Y lo repite nuevamente la muñeca cuando Cornelius la coge y le da varias vueltas entre sus manos ágiles. La palabra es igual en francés que en lenguaje simiesco, quizá también en otras lenguas de este cosmos misterioso y tiene el mismo significado. Papá dice otra vez la muñeca humana y es sobre todo esto lo que hace enrojecer el hocico de mi sabio compañero y me conturba de tal manera que tengo que hacer un esfuerzo para no gritar mientras me lleva aparte con su precioso hallazgo.

—¡Ese imbécil monstruo! —dice después de un largo silencio.

Sé de quién habla y comparto su indignación. El viejo orangután no ha visto en la muñeca más que un simple juguete de mona pequeña que un fabricante excéntrico que vivió en un pasado lejano dotó de sonido. Es inútil proponerle cualquier otra explicación. Cornelius ni siquiera lo intenta. La que se le ocurre a él le parece tan turbadora que se la guarda para sí. Ni tan sólo me dice nada a mí, aunque sabe bien que yo lo he adivinado.

Todo el resto del día permanece silencioso y soñador. Me da la impresión de que tiene miedo de seguir sus investigaciones y que lamenta sus confidencias. Pasada la primera excitación, le sabe mal que yo haya sido testigo de su hallazgo.

Al día siguiente tengo la prueba de que se arrepiente de haberme traído aquí. Después de una noche de reflexión me dice, evitando mi mirada, que ha decidido mandarme otra vez al Instituto, donde podré seguir estudios más interesantes que en estas ruinas. Mi billete de avión ya está tomado. Saldré dentro de veinticuatro horas.

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