El planeta de los simios

El planeta de los simios


Tercera parte » Capítulo IV

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Capítulo IV

Supongamos que los hombres hayan reinado antes en este planeta como dueños. Supongamos que una civilización humana parecida a la nuestra haya existido en Soror hace más de diez mil años…

No es una hipótesis insensata, al contrarío. Apenas formulada siento la excitación que da encontrar la única pista buena entre todos los caminos engañosos. Es por esta vía que se encuentra la solución del irritante misterio simiesco. Me doy cuenta de que mi inconsciente había soñado siempre en una explicación de esta clase.

Estoy en el avión que me devuelve a la capital y me acompaña un secretario de Cornelius, un chimpancé poco hablador. Por mi parte, tampoco siento la necesidad de hablarle. El avión me predispone a la meditación. No encontraré mejor ocasión que este viaje para poner mis ideas en orden.

Supongamos, pues, la existencia lejana de una civilización parecida a la nuestra en el planeta Soror. ¿Es posible que estas criaturas desprovistas de sabiduría la hayan perpetuado por un simple proceso de imitación? La contestación a esta pregunta me parece difícil, pero a fuerza de ir revolviéndola en mi cabeza se me ocurren una serie de argumentos que, poco a poco, van destruyendo su aspecto extravagante. Es una idea muy extendida en la Tierra que algún día podrán sucedernos máquinas muy perfeccionadas. No sólo es una idea corriente entre poetas y novelistas, sino entre todas las clases de la sociedad. Quizás el motivo de que irrite a los espíritus superiores es el estar tan extendida y haber nacido espontáneamente en la imaginación popular. Quizás es también por esta misma razón que encierra una parte de verdad. Sólo una parte, pues las máquinas serán siempre máquinas, el robot más perfeccionado no es más que un robot. Pero, ¿y si se trata de criaturas que poseen cierto grado de psique, como los monos? Precisamente los monos están dotados de un sentido agudo de imitación…

¿Qué es lo que caracteriza una civilización? ¿Es el genio excepcional? No. Es la vida de cada día, de todos los días… Demos prioridad al espíritu. Hagamos que lo primero sean las artes y, en primer plano, la literatura. ¿Es que la literatura está verdaderamente fuera del alcance de nuestros grandes monos superiores si admitimos que son capaces de juntar las palabras? ¿De qué está hecha nuestra literatura? ¿De obras maestras? La respuesta debe ser negativa. Se escribió un libro original —no se escriben muchos más de uno o dos cada siglo— y los hombres de letras lo imitan, es decir, lo copian, de manera que se publican centenares de miles de obras que tratan exactamente de las mismas materias, con títulos algo distintos y combinaciones de frases modificadas. Éstos, los monos, imitadores por naturaleza, pueden ser capaces de realizarlo, siempre a condición de que puedan utilizar la lengua.

En suma, la única objeción valedera, es la lengua. Pero, atención, no es indispensable que los monos comprendan lo que copian para componer cien mil volúmenes partiendo de uno solo. Esto no les es evidentemente más necesario que a nosotros mismos. Igual que a nosotros, les basta con poder repetir las frases después de haberlas oído. Todo el resto del proceso literario es puramente mecánico. Al llegar aquí es cuando cobra valor la opinión de ciertos sabios biólogos. No existe nada en la anatomía del mono, según ellos, que se oponga al uso de la palabra, excepto la voluntad. Y puede muy bien concebirse que la voluntad les haya llegado un día a causa de una brusca mutación.

La perpetuación de una literatura como la nuestra por monos parlantes no choca pues, en modo alguno, con el entendimiento. Por consiguiente, puede ser que algunos monos letrados se elevasen un grado en la escala intelectual. Como dice mi sabio amigo Cornelius, el espíritu se encarna en el gesto —en este caso, en el mecanismo de la palabra— y en el nuevo mundo simio pudieron aparecer algunas ideas originales a la cadencia de una por siglo como en la Tierra.

Siguiendo valientemente por este sendero mental, llegué a convencerme de que animales amaestrados podían muy bien haber ejecutado las pinturas y las esculturas que había admirado en los museos de la capital y, de una manera general, haberse revelado expertos en todas las artes humanas, comprendido el arte cinematográfico.

Habiendo considerado ante todo las altas actividades del espíritu, me resulta muy fácil extender mi tesis a otras empresas. Nuestra industria no resistió el análisis por mucho tiempo. Me pareció evidente que no precisaba la presencia de una iniciativa racional para propagarse en el tiempo. Básicamente, se trataba siempre de los mismos manejos, de las mismas acciones, que los monos podían relevar sin perjuicio de los cuadros, cuyo papel consistía en elaborar ciertos informes y pronunciar ciertas palabras en un momento dado. Todo ello no era más que una cuestión de reflejos condicionados. En los grados aún más elevados, de la dirección y de la administración, la «monería» me pareció aún más fácil de admitir. Para continuar nuestro sistema los gorilas no tenían más que imitar algunas actitudes y pronunciar algunas arengas, todo calcado sobre un mismo patrón.

De este modo llegué a rememorar las distintas actividades de nuestra Tierra desde un nuevo punto de vista y a imaginarlas ejecutadas por los monos. Me dejé llevar por este juego con cierta satisfacción, puesto que no me exigía ya ninguna otra tortura intelectual. Reviví así algunas reuniones políticas a las que había asistido en mi calidad de periodista. Rememoré las palabras rutinarias de algunas personalidades a las que había tenido que entrevistar. Reviví con gran intensidad un proceso célebre que había seguido años antes.

El defensor era uno de los maestros del foro. ¿Por qué se me aparecía ahora con los rasgos de un gorila orgulloso, igual que el fiscal general, otra celebridad? ¿Por qué atribuía ahora sus gestos y sus intervenciones a reflejos condicionados, resultado de un buen amaestramiento? ¿Por qué el presidente del tribunal se me confundía con un orangután solemne recitando frases aprendidas de memoria cuya enunciación era automática, originada por una palabra de un testigo o un murmullo del público?

El resto del viaje lo pasé así, obsesionado por similitudes sugestivas. Cuando llegué al mundo de las finanzas y de los negocios, mi última evocación fue un espectáculo propiamente simiesco, recuerdo reciente del planeta Soror. Se trataba de una sesión de Bolsa a la que un amigo de Cornelius había querido llevarme porque era una de las curiosidades de la capital. Volví a ver lo que había visto: un cuadro que se me formaba nuevamente en la imaginación, con una nitidez curiosa, en los últimos minutos de mi regreso.

La Bolsa era un gran edificio envuelto exteriormente en una atmósfera densa y confusa que iba aumentando a medida que uno se iba acercando hasta llegar a convertirse en un griterío ensordecedor. Entramos y nos encontramos en seguida en medio del tumulto. Yo me acurruqué contra una columna. Estaba acostumbrado a los monos como individuos, pero cuando tenía a mi alrededor una masa compacta me entraba miedo. Este espectáculo me pareció aún más incongruente que el de la asamblea de sabios cuando se celebró el famoso congreso. Hay que imaginarse una sala inmensa en todas sus dimensiones y llena enteramente de monos que aullaban, gesticulaban, corrían de una manera completamente desordenada, atacados de histeria, de monos que no sólo se cruzaban y entrechocaban, sino que su masa hormigueante subía hasta el techo, situado a una altura que daba vértigo. Porque se habían dispuesto escaleras, trapecios y cuerdas que les servían para desplazarse a cada instante. Así llenaban todo el volumen del local, que adquiría el aspecto de una jaula gigantesca preparada para las exhibiciones grotescas de los cuadrúmanos.

Los simios volaban literalmente en aquel espacio cogiéndose siempre a algún aparejo en el momento en que creías que iban a caer; esto en medio de una zarabanda infernal de exclamaciones, interpelaciones, gritos e incluso sones que no recordaban lengua alguna civilizada. Había allí monos que ladraban, sí, que ladraban sin razón aparente alguna lanzándose de un extremo a otro de la sala, suspendidos de una cuerda larga.

—¿Ha visto usted alguna vez algo parecido? —me preguntó con orgullo el amigo de Cornelius.

Convine en ello de buen grado. Hacía falta, en efecto, todo mi conocimiento anterior de los monos para llegar a considerarlos como seres racionales. Nadie sensato, que viera aquel circo, podía escapar a la conclusión de que asistía a una exhibición de locos o de animales furiosos. En las miradas no brillaba señal alguna de inteligencia y todos los concurrentes se parecían. Yo no podía distinguir uno de otro. Todos, vestidos por el mismo estilo, tenían la misma expresión de locura.

Lo que más me turbaba de mi visión era que por un fenómeno inverso al de un momento antes, que me hacía ver a personajes de una escena terrestre en forma de gorila o de orangután, veía ahora que todos los componentes de aquella muchedumbre tenían formas humanas. Los que se me aparecían así, aullando, ladrando y suspendidos de una cuerda para alcanzar más pronto el otro extremo, eran todos hombres. Una especie de alucinación me hacía revivir otros detalles de aquella escena. Recordaba que, después de haber estado mirando aquello algún tiempo, había acabado por ver unos detalles que sugerían vagamente que aquella barahúnda formaba parte de una organización civilizada. Entre los aullidos bestiales se oía, de vez en cuando, alguna palabra articulada. Encaramado en un andamiaje, a una altura vertiginosa, un gorila, sin interrumpir la gesticulación histérica de sus manos, asía un trozo de yeso con un pie más firme y escribía en un encerado un número que, indudablemente, tenía algún significado. A este gorila también le atribuí rasgos humanos.

Únicamente logré escapar de esta especie de alucinación volviendo a mi esbozo de teoría sobre los orígenes de la civilización simiesca y en aquella reminiscencia del mundo de las finanzas descubrí nuevos argumentos en su favor.

El avión aterrizaba. Ya estaba de vuelta a la capital. Zira había venido a esperarme al aeropuerto. Vi de lejos su casquete de estudiante posado sobre la oreja y sentí una gran alegría. Cuando, después de las formalidades del aeropuerto, nos reunimos, tuve que hacer un gran esfuerzo para no cogerla en brazos.

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