El naufragio del Titán

El naufragio del Titán


Capítulo VIII

Página 10 de 20

CAPÍTULO VIII

Rowland, con algunos reparos, bebió una pequeña cantidad de licor y, tras envolver en el abrigo a la pequeña —que seguía dormida—, salió a la superficie helada. La niebla se había despejado y un mar azul y sin ningún barco a la vista se extendía hasta el horizonte. A sus espaldas, hielo, una enorme montaña helada. Subió el repecho y contempló el panorama desierto desde un precipicio de treinta metros. A su izquierda el hielo ascendía hasta una playa más escarpada que la que había dejado atrás, y a su derecha una acumulación de montículos y picos más altos, intercalados con numerosos cañones, grutas y brillantes cataratas, ocultaba el horizonte. Ni una sola vela por ningún lado, ni el humo de un barco para animarle. Cuando volvía sobre sus pasos, a mitad de camino hacia el barco, vio algo blanco moverse y acercarse desde los picos helados.

Sus ojos todavía no podían ver con claridad y, tras un examen lleno de incertidumbre, echó a correr al comprobar que la misteriosa figura blanca estaba más cerca del puente que él y que se aproximaba con rapidez. Cuando estuvo a unos cien metros, el corazón le dio un vuelco y la sangre se le quedó tan helada como el suelo que pisaba, porque la figura blanca resultó ser un viajero procedente del Polo Norte, flaco y hambriento; un oso polar que había olfateado alimento y venía en su busca, corriendo pesadamente, abriendo sus enormes fauces y enseñando unos colmillos amarillentos. Rowland no tenía más que un recio cuchillo, que sacó del bolsillo y abrió mientras corría. Ni por un instante dudó ante un combate que presagiaba una muerte casi segura, pues la presencia de aquel oso ponía en peligro a una niña cuya vida se había vuelto más importante que la suya propia. Horrorizado, la vio salir del refugio, cubierta con la lona blanca, justo cuando el oso doblaba la esquina del puente.

—¡Atrás, pequeña, atrás! —gritó, bajando a grandes saltos la pendiente.

Pero el oso alcanzó a la niña antes que él y, sin esfuerzo aparente, la lanzó con un golpe de su enorme zarpa a dos metros de distancia, donde la niña quedó inerte. Al girarse para rematarla, el animal se encontró con Rowland.

El oso se alzó sobre sus patas traseras, tomó impulso y cargó contra él. Rowland sintió cómo los huesos de su brazo izquierdo se fracturaban por el mordisco de aquellos grandes y amarillentos colmillos; pero al caer clavó el cuchillo en la tupida piel del animal, que, gruñendo de ira, soltó el maltrecho miembro y le asestó un violento zarpazo que lo arrojó más lejos de donde había caído la pequeña. Se levantó, con las costillas rotas, y —sin sentir apenas dolor— esperó la segunda embestida. De nuevo su brazo roto e inservible quedó atrapado entre las fauces del animal, y de nuevo se vio obligado a retroceder, pero esta vez usó el cuchillo de forma metódica. Tenía el enorme hocico del animal aplastado contra su pecho; podía oler su caliente y fétido aliento y sentir esos ojos rabiosos brillando sobre sus hombros. Rowland acertó a clavar el cuchillo en el ojo izquierdo de la bestia. La hoja de quince centímetros se hundió hasta el mango, perforando el cerebro del animal, y este, con una convulsión que levantó a Rowland por su brazo herido, se irguió y, extendiendo las garras hasta alcanzar su máxima envergadura, se desplomó y, tras varios espasmos, quedó inerte. Rowland había logrado lo que ningún cazador esquimal habría intentado siquiera: enfrentarse y matar al Tigre del Norte con un cuchillo.

Todo había ocurrido en un minuto, pero en esos segundos quedó lisiado de por vida; pues en la tranquilidad de un hospital ni el mejor cirujano podría hacer nada por recolocar las astillas de su hueso fracturado o recomponer sus costillas rotas. Además, estaba en un islote de hielo, a una temperatura que rondaba el punto de congelación y sin las toscas herramientas de un salvaje.

Avanzó con dificultad hacia el pequeño bulto rojo y blanco y lo alzó con su brazo sano, aunque al agacharse sintió un dolor lacerante. La niña sangraba por cuatro crueles y profundos arañazos que bajaban en diagonal desde el hombro derecho a la espalda, pero al examinarla vio que sus blandos y frágiles huesos estaban intactos y que se hallaba inconsciente por el áspero contacto de su frente con el hielo, pues le había salido un enorme chichón.

Por pura necesidad, Rowland debía ocuparse primero de sí mismo, así que envolvió a la pequeña en su abrigo, la instaló en el refugio y cortó un trozo de lona para hacerse un cabestrillo. Luego, con el cuchillo, los dedos y los dientes desolló parte del oso —teniendo que hacer frecuentes pausas para no desmayarse a causa del dolor— y cortó de la caliente aunque no muy espesa capa de grasa un buen trozo que, después de lavarse las heridas en un estanque cercano, ató firmemente a la espalda de la pequeña utilizando como venda los jirones del camisón.

Cortó el forro de franela de su capote y con el de las mangas hizo una especie de vestiduras para abrigar sus piernecitas, doblando el largo sobrante sobre los tobillos y atándolas en el sitio apropiado con hilachas de una culebra[1]. Con el forro animal cubrió la cintura de la pequeña, incluidos los brazos, y envolvió todo aquello con sucesivas capas de lona, como si se tratara de una momia, sellando el bulto con hilachas, igual que un marinero asegura las partes dobles de un cabo; proceso que, una vez terminado, hubiera indignado a cualquier madre. Pero él solo era un hombre, y un hombre que estaba sufriendo física y mentalmente.

Cuando terminó, la niña ya había vuelto en sí y se quejaba del dolor con un débil y lastimero llanto, pero él no se atrevió a parar por miedo a entumecerse a causa del frío y el dolor. Había abundante agua fresca repartida en estanques formados por el hielo al derretirse. El oso les proveería de alimento, pero necesitaban fuego para asarlo, calentarse, impedir la peligrosa inflamación de sus heridas y hacer señales de humo que pudieran ser vistas por los barcos que pasaran por allí.

Bebió temerariamente de la botella, pues necesitaba el estimulante y pensó, quizá con razón, que ninguna droga común podía afectarle en su estado actual. Luego examinó los restos del desastre (en su mayor parte reducidos a leña menuda para encender fuego). Entre aquellos despojos sobresalía un bote salvavidas de acero, sellado por compartimentos estancos —ahora inclinados más de noventa grados— y apoyado sobre un costado. Si se cubría con lona una de sus mitades y se encendía una pequeña hoguera en el otro, podía ofrecer un refugio mejor y más cálido que el puente, pues el acero era un buen transmisor de calor. Un marinero sin cerillas es una rareza; Rowland, pues, cortó leña, encendió el fuego, colgó la lona y trajo a la niña, que pedía lastimeramente un poco de agua.

Encontró un jarro —probablemente olvidado en algún bote agujereado antes de ser arriado finalmente a los pescantes— y dio de beber a la niña, no sin antes añadir unas gotas de whisky. Entonces empezó a pensar en el desayuno. Cortó una tajada de los cuartos traseros del oso, la asó ensartándola en una varilla y le supo rica y sustanciosa; pero cuando intentó dar de comer a la niña, comprendió que necesitaba dejarle los brazos libres, y así lo hizo, sacrificando su manga derecha para cubrirlos. Eso y la comida hicieron que la pequeña dejara de llorar por un rato, y Rowland se recostó junto a ella en el cálido bote. El whisky se acabó antes de terminar el día, y él cayó en un delirio febril, mientras que la niña se encontraba un poco mejor.

Ir a la siguiente página

Report Page