El naufragio del Titán

El naufragio del Titán


Capítulo IX

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CAPÍTULO IX

Con intervalos de lucidez, durante los cuales avivó o encendió nuevamente el fuego, asó la carne del oso y alimentó y vendó a la niña, el delirio de Rowland duró tres días. Sufrió terriblemente. Su brazo, el centro de un dolor lacerante, se había hinchado hasta doblar su tamaño habitual y su costado malherido le impedía respirar con normalidad. No había prestado atención a sus heridas y fue su fuerte constitución, que los años de disipación no habían logrado echar a perder, o bien alguna propiedad antifebril de la carne de oso o la falta de aquel whisky excitante lo que le hizo ganar la batalla. La noche del tercer día encendió nuevamente el fuego con la última cerilla que le quedaba y miró al sol de poniente, sano aunque débil de cuerpo y de mente.

Si entretanto hubiera aparecido una vela a lo lejos él no la habría visto, ni tampoco se divisaba ahora. Sin fuerzas para subir la cuesta, regresó al bote en el que dormía la pequeña, agotada de tanto llorar en vano. Su torpe aunque heroica manera de envolverla para librarla del frío sin duda contribuyó en gran medida a que cicatrizaran sus heridas, obligándola a permanecer quieta, aunque añadiera un sufrimiento más a los que ya padecía la pequeña. Rowland contempló un instante su carita pálida y manchada de lágrimas, con el flequillo rizado asomando por las capas de lona y, agachándose dolorido, besó dulcemente a la niña; pero eso hizo que se despertara y empezara a llorar por su madre. Él no podía consolarla, ni se sentía con fuerzas para intentarlo; con una informe y muda maldición contra el destino brotándole del pecho, fue a sentarse en el barco naufragado, a unos metros de allí.

«Probablemente nos recuperaremos, a menos que deje que el fuego se apague», caviló, poco esperanzado. «¿Y después? No podemos durar más que el iceberg, y no mucho más que la carne del oso. Debemos de estar lejos de las rutas. Estábamos a unas 900 millas cuando chocamos, y la corriente sigue el banco de niebla por aquí, más o menos oeste-sur-oeste, pero eso es el agua de superficie. Esos bribones tienen sus propias corrientes. No hay bruma; debemos de estar al sur del banco de niebla, en medio de las rutas. Supongo que esos malditos avariciosos llevarán sus barcos por la otra ruta después de esto. ¡Malditos sean si la han ahogado! ¡Malditos sean, con sus compartimentos estancos y su registro de vigías! Veinticuatro botes para tres mil personas —sujetos con amarres llenos de brea—, treinta hombres para lanzarlos y ni un hacha ni un buen cuchillo en la cubierta del puente. ¿Habrá podido salvarse? Si arriaron ese bote quizá la rescataron de la escalera, y el oficial sabía que yo tenía a la niña, y se lo habría dicho. También debe de llamarse Myra. Fue su voz la que oí en aquel sueño. Sin duda era hachís. ¿Por qué me drogaron?… Aunque el whisky no estuvo mal. Todo se ha terminado, a menos que llegue a tierra firme. Pero… ¿lo conseguiré?».

La luna se elevó sobre la estructura almenada, inundando la playa helada con una pálida luz, brillando en mil puntos de las cascadas, arroyuelos y charcas ondulantes, sumiendo en la más profunda oscuridad los hoyos y barrancos, y evocándole, pese a la misteriosa belleza de la escena, una abrumadora sensación de soledad —de insignificancia—, como si la enorme mole de desolación inorgánica que lo sostenía fuera mucho más importante que él y que las esperanzas, planes y temores de toda su vida. La niña había llorado hasta caer de nuevo dormida, y Rowland empezó a andar de un lado a otro por el hielo.

«Ahí arriba», dijo, taciturno, mirando al cielo, donde unas pocas estrellas brillaban débilmente a la luz de la luna, «ahí arriba, en algún lugar, no se sabe dónde, está el cielo de los cristianos. Ahí arriba está su buen Dios, que ha puesto aquí a la hija de Myra; su buen Dios, que ellos han tomado prestado de la raza salvaje y sanguinaria que lo inventó. Y por debajo de nosotros, también en algún lugar, está su infierno y su Dios malvado, que ellos mismos inventaron. Y nos dan a elegir entre el cielo y el infierno. No es eso, no. Así no se resuelve el gran misterio ni se alivia el corazón de los hombres. Ningún Dios misericordioso creó este mundo ni sus condiciones. Sea cual sea la naturaleza de las causas que escapan a nuestra comprensión, hay un hecho indiscutible: la misericordia, bondad y justicia no cumplen ninguna función en el esquema que rige el mundo. Y sin embargo, dicen que la esencia de todas las religiones de la Tierra es la fe en esa idea. ¿Lo es? ¿O es el miedo cobarde que tienen los hombres a lo desconocido lo que empuja a la madre salvaje a arrojar su bebé a los cocodrilos; lo que lleva al hombre civilizado a construir iglesias; lo que ha mantenido desde el principio a toda una clase de adivinos, curanderos, sacerdotes y clérigos que viven de las esperanzas y miedos que ellos mismos se encargan de avivar?

»Y la gente reza —millones de personas— y afirma que sus plegarias son escuchadas. ¿Lo son? ¿Acaso alguna súplica dirigida al cielo por la humanidad afligida ha sido respondida o siquiera escuchada? ¿Quién sabe? Rezan para que llueva o haga sol, siendo ambos fenómenos naturales. Rezan para tener salud y éxito, cuando los dos están en el curso natural de las cosas. Eso no demuestra nada. Pero ellos dicen estar seguros, en virtud de cierta elevación espiritual, de ser escuchados, consolados y favorecidos al instante. ¿No es esto un experimento psicológico? ¿No se sentirían igualmente confortados si repitieran la tabla de multiplicar o cuartearan la aguja?[2]

»Y millones de personas se lo han creído —que sus oraciones son escuchadas—, y esos millones han rezado a diferentes dioses. ¿Estaban todos equivocados o no? Un hombre que hiciera la prueba y se pusiera a rezar, ¿sería escuchado? Admitiendo que las Biblias, los Coranes y los Vedas son engañosos y poco fiables, ¿no puede haber un Ser misterioso que sabe lo que siento y que me está viendo en este momento? Si es así, ese Ser me dotó de una razón que me hacer dudar de Él, conque suya es la responsabilidad. Y si tal Ser existiera, ¿pasaría por alto un defecto del que no se me puede culpar y escucharía mi plegaria, basada en la mera posibilidad de que pueda estar equivocado? ¿Puede un no-creyente, llevado por la fuerza de su razonamiento, verse en tales aprietos que ya no pueda resistir por sí mismo y tenga que pedir ayuda a un poder imaginado? ¿Puede eso ocurrirle a un hombre cuerdo… puede ocurrirme a mí?».

Contempló la oscura línea del horizonte desierto, a siete millas de allí; Nueva York estaba a novecientas millas; la luna que se veía al este, a unas doscientas mil; y las estrellas en lo alto, a billones de millas. Estaba solo, con una niña dormida, un oso muerto y lo Desconocido. Caminó sin hacer ruido hasta el bote y miró un instante a la pequeña; luego, levantando la cabeza, murmuró: «Por ti, Myra».

Arrodillándose, el ateo elevó la mirada al cielo y con su débil voz y un fervor nacido de la desesperación, rezó al Dios cuya existencia negaba. Rezó por la vida de la desamparada niña que tenía a su cargo, por su madre, tan necesaria para la pequeña, y por tener el valor y la fuerza para cumplir su misión y juntarlas de nuevo. Pero aparte de la ayuda para socorrer a otros, ninguna palabra o pensamiento de su oración lo incluían a él como beneficiario, aunque solo fuera por orgullo. Cuando se incorporó, a su derecha, tras la esquina helada de la playa, apareció el foque[3] de un barco y un instante después pudo verse toda la nave a la luz de la luna, impulsada por el suave viento del oeste, a menos de media milla de distancia.

Olvidándose del dolor, corrió hacia el fuego y, echando leña, hizo una fogata. A continuación se puso a hacer señales en un arrebato frenético.

—¡Ah del barco! ¡Ah del barco! ¡Aquí! ¡Socorro!

Un voz profunda le respondió desde el otro lado.

—¡Despierta, Myra, despierta! —exclamó, cogiendo a la niña en brazos—. Nos vamos.

—¿Vamos con mamá? —preguntó la pequeña, sin rastro de lágrimas.

—Sí, vamos con mamá —y añadió para sí—: «Si esa parte de la oración ha sido escuchada».

Quince minutos después, mientras veía acercarse el bote salvavidas, murmuró: «El barco estaba allí, a media milla en esta dirección, antes de que se me ocurriera ponerme a rezar. ¿Acaso mi plegaria ha sido escuchada y ella está a salvo?».

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