El naufragio del Titán
Capítulo III
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CAPÍTULO III
Cuando el reloj dio la medianoche, se encontraron con una violenta borrasca que soplaba desde el noreste y que, sumada a la velocidad del barco, formaba sobre cubierta una corriente de viento frío muy desagradable. El mar de proa, agitado al compararlo con su gran longitud, dio al Titán sucesivas embestidas seguidas de temblores que se sumaron a las continuas vibraciones de las máquinas, cada una de las cuales envió a la jarcia nubes de espeso vapor que llegaron hasta la cofa de vigía y golpearon las ventanas de la cabina del piloto con un bombardeo líquido que habría roto un cristal común y corriente. Un banco de niebla, en el que el barco se había engolfado por la tarde, seguía envolviéndolo, húmedo e impenetrable, y el poderoso crucero acometió con la misma velocidad el gris y huidizo muro que tenía enfrente, con dos oficiales de cubierta y tres vigías aguzando la vista y el oído, atentos a cualquier incidencia.
A las doce y cuarto dos hombres avanzaron lentamente desde la oscuridad hasta el extremo del largo puente y gritaron al primer oficial, que acababa de hacerse cargo de la cubierta, los nombres de sus relevos. El oficial retrocedió hasta la cabina del piloto y se los repitió al intendente que estaba en el interior, quien los apuntó en el diario de a bordo. Entonces los hombres desaparecieron para tomar café y atender a sus obligaciones fuera de la guardia. Instantes después, una figura empapada apareció en el puente e informó del relevo en la cofa de vigía.
—¿Rowland, dice? —gritó el oficial en medio del aullido del viento—. ¿Es el mismo al que ayer subieron borracho a bordo?
—Sí, señor.
—¿Y todavía le dura la borrachera?
—Sí, señor.
—Está bien. Contramaestre, ponga a Rowland en la cofa de vigía —dijo el intendente, y, usando las manos a modo de altavoz, rugió—: ¡Allí!
—Sí, señor —fue la respuesta, clara y atronadora en medio de la galerna.
—Mantenga los ojos abiertos y esté atento al menor detalle.
—Muy bien, señor.
«Este ha estado en la Armada, a juzgar por su respuesta. Malo», masculló el oficial, que volvió a su puesto en la parte delantera del puente, donde la barandilla de madera permitía resguardarse del viento cortante, para comenzar la larga vigilia que solo terminaría cuando el segundo oficial lo relevara cuatro horas más tarde. Estaba prohibida la conversación entre los oficiales del puente del Titán, excepto sobre cuestiones relacionadas con el trabajo, y el otro vigía, el tercer oficial, permaneció al otro lado de la inmensa bitácora del puente y solo dejó su puesto para echar un vistazo al compás, lo que parecía ser su único deber en el mar. Resguardados por una de las casetas de cubierta, el contramaestre y el vigía caminaban de un lado a otro, aprovechando las dos únicas horas de descanso que concedía el reglamento del barco, pues la jornada de trabajo había terminado con el descenso del otro vigía y a las dos empezaría la limpieza del entrepuente, la primera tarea del día siguiente.
Cuando sonó el toque de campana, que se repitió desde la cofa y fue respondido por un grito prolongado de los vigías —«¡Todo en orden!»—, ya se había retirado el último de los dos mil pasajeros a bordo, dejando las espaciosas cabinas y el entrepuente a los vigías. Entretanto, profundamente dormido en su camarote de popa junto a la sala de derrota, se hallaba el capitán, el comandante que nunca comandaba, a menos que el barco corriera algún peligro, pues el piloto era el responsable de atracar y salir del puerto, y los oficiales de la navegación en alta mar.
Sonaron dos campanas, que recibieron la consiguiente respuesta; luego sonó una tercera, y el contramaestre y sus hombres estaban encendiendo el último cigarrillo cuando resonó sobre sus cabezas un grito despavorido procedente de la cofa de vigía:
—¡Señor, hay algo delante de nosotros! ¡No logro distinguirlo!
El primer oficial corrió al telégrafo de la sala de máquinas y agarró la palanca.
—¡Dígame lo que ve! —rugió.
—¡Es difícil decirlo, señor… Un barco en la amura de estribor, justo enfrente! —respondió el vigía.
—¡Todo a babor! —repitió el primer oficial al timonel, que contestó y obedeció. Nada se alcanzaba a ver todavía desde el puente. El poderoso motor de popa hizo que se atascara el timón, pero, antes de que la línea de fe atravesara tres grados en el compás, un aparente espesamiento de la oscuridad y de la niebla delante del barco se disolvió hasta dejar ver las velas cuadradas de un carguero que venía contra la proa del Titán, a menos de la mitad de su longitud.
—¡H-L y d-…! —murmuró el primer oficial—. ¡Mantenga el rumbo, timonel! ¡Permanezcan bajo cubierta! —gritó, girando la palanca que cerraba los compartimentos y pulsando un botón—. ¡Con el camarote del capitán! —dijo agachándose, a la espera del choque.
Pero apenas hubo tal. Un ligero zarandeo sacudió la parte delantera del Titán y de su mastelero de proa cayó repiqueteando una lluvia de pequeños palos, velas y cables de alambre. Entonces, en medio de la oscuridad reinante, dos figuras más oscuras aún pasaron como un rayo: las dos mitades del barco que había atravesado el Titán, y de uno de esos bultos, en el que seguía encendida una lámpara de bitácora, llegó, por encima del confuso revuelo de gritos y alaridos, la voz de un marinero:
—¡Qué Dios os maldiga a vosotros y a vuestro maldito cuchillo, hatajo de asesinos!
Las figuras fueron engullidas en la oscuridad de popa, los gritos, acallados por el clamor de la galerna, y el barco retomó su rumbo. El primer oficial no había girado la palanca del telégrafo de la sala de máquinas.
El contramaestre subió apresuradamente los escalones del puente en busca de instrucciones.
—Ponga hombres en las cargas y en las puertas. Mande a todo el que llegue a cubierta a la sala de derrota. Diga a los vigías que averigüen qué saben los pasajeros, y despeje los restos del accidente lo antes posible —el oficial dio estas instrucciones con voz áspera y tensa, y el contramaestre respondió con un entrecortado «Sí, sí, señor».