El naufragio del Titán
Capítulo IV
Página 6 de 20
CAPÍTULO IV
El vigía de cofa, veinte metros por encima de cubierta, había visto todos los detalles del desastre, desde que divisara las velas del infortunado barco entre la niebla hasta que sus compañeros limpiaron el último rastro del accidente. Cuando fue relevado a los cuatro toques de campana, bajó con tan poca fuerza en sus extremidades como lo permitía la seguridad en la jarcia. El contramaestre se encontró con él en la barandilla.
—Rowland, notifique su relevo y preséntese en la sala de derrota —dijo.
En el puente, mientras daba el nombre de su relevo, el primer oficial le apretó la mano y repitió la orden del contramaestre. En la sala de derrota vio al capitán del Titán, pálido y agitado, sentado junto a una mesa y, a su alrededor, a toda la guardia de cubierta, excepto los oficiales, vigías y timoneles. Allí estaban los vigías de cabina y algunos de los de cubierta, entre los que había fogoneros y paleros de calderas, así como algunos ociosos lampareros, pañoleros y carniceros que, al dormir en la proa, se habían despertado por el terrible golpe del enorme cuchillo en el que vivían.
Tres carpinteros estaban de pie junto a la puerta, sosteniendo varillas de sondeo que acababan de enseñar al capitán… secas. En todos los rostros, del capitán hacia abajo, se advertía una mirada de horror y expectación. Un suboficial entró tras Rowland y dijo:
—Señor, el ingeniero no sintió ninguna sacudida en la sala de máquinas, y las calderas están en calma.
—Y sus hombres no informaron de ninguna alarma en las cabinas. ¿Qué hay del piloto? ¿Ha vuelto ese hombre? —preguntó el capitán. Otro vigía apareció mientras hablaba.
—Duerme como un lirón en el entrepuente, señor —dijo. En ese momento entró un suboficial con el mismo informe de los castillos de proa.
—Muy bien —dijo el capitán, poniéndose en pie—; vengan de uno en uno a mi oficina: primero los hombres de guardia, luego los suboficiales de tercera y después el resto. Los suboficiales vigilarán en la puerta que no salga nadie hasta que yo haya hablado con todos.
Pasó a otra sala, seguido por un hombre de guardia, que salió al poco y subió a cubierta con semblante más alegre. Luego entró y salió otro, y después otro, y otro, hasta que todos menos Rowland hubieron comparecido en ese espacio sagrado, y todos mostraban la misma expresión complacida y satisfecha al salir de allí. Cuando entró Rowland, el capitán, sentado junto a un escritorio, le hizo señas de que se sentara y le preguntó su nombre.
—John Rowland —respondió. El capitán lo anotó.
—Tengo entendido que estaba usted en la cofa cuando ocurrió el desafortunado choque —dijo.
—Sí, señor, e informé del barco en cuanto lo vi.
—No está aquí para ser censurado. Naturalmente, es consciente de que no se pudo hacer nada ni por impedir el desastre ni por salvar vidas después.
—No a una velocidad de veinticinco nudos por hora en medio de una espesa niebla, señor —el capitán miró duramente a Rowland y frunció el ceño.
—No vamos a discutir la velocidad del barco, amigo mío, ni las reglas de la compañía —dijo—. Cuando le paguen en Liverpool, encontrará un paquete a su nombre en la oficina de la compañía con libras en pagarés. Lo recibirá a cambio de su silencio respecto a este choque, cuya publicidad pondría a la compañía en un aprieto y no ayudaría a nadie.
—Se equivoca, capitán, no aceptaré el dinero, y hablaré de este asesinato en masa a la menor oportunidad.
El capitán se echó hacia atrás y miró fijamente el rostro macilento y la figura temblorosa del marinero, que tan mal casaban con sus palabras desafiantes. En circunstancias normales lo habría enviado a cubierta para que los oficiales se ocuparan de él, pero aquella no era una circunstancia normal. En esos ojos acuosos había una mirada de susto, horror y honesta indignación; su dicción era la de un hombre instruido, y las consecuencias que todo aquello podía tener sobre el capitán y sobre la compañía para la que trabajaba —ya bastante complicada e involucrada en sus intentos por evitarlas—, consecuencias que aquel hombre podía precipitar, eran tan graves que cuestiones como la insolencia o la diferencia de rango no debían tenerse en cuenta. Necesitaba enfrentarse y someter a ese bárbaro en terreno común, de hombre a hombre.
—¿Se da cuenta —preguntó, sin perder la calma— de que se quedará solo, será desacreditado, perderá su puesto y se ganará muchos enemigos?
—Me doy cuenta de eso y de mucho más —respondió Rowland, excitado—. Sé el poder de que usted está investido como capitán. Sé que puede arrestarme aquí mismo por cualquier falta que se le ocurra. Y sé que una entrada sobre mí sin testigos que la corroboren en su diario de a bordo sería prueba suficiente para condenarme a cadena perpetua. Pero también sé una cosa del derecho marítimo: que desde mi celda puedo mandarles a usted y a su primer oficial a la horca.
—Se equivoca usted en su concepto de prueba. Yo no podría hacer que lo condenaran por una anotación mía en el diario de a bordo, ni usted podría ofenderme desde una cárcel. ¿Qué es usted, si puedo preguntarlo? ¿Un exabogado?
—Licenciado en Annapolis. Su equivalente técnico y profesional.
—¿Y tiene intereses en Washington?
—Ninguno.
—¿Y qué se propone adoptando esta actitud, que no puede traerle nada bueno, aunque tampoco la desgracia de la que habla?
—Ser capaz de hacer un acto valiente y generoso en mi inútil vida, contribuir a suscitar tal sentimiento de ira en ambos países que acabe para siempre con esta vergonzosa destrucción de vidas y propiedades por alcanzar más velocidad, y salvar los cientos de pesqueros y otros barcos que son embestidos cada año para devolverlos a sus dueños, y las tripulaciones a sus familias.
Los dos hombres se habían puesto en pie, y el capitán empezó a andar de un lado para otro mientras Rowland, con la mirada relampagueante y los puños apretados, hacía su declaración.
—Un resultado muy deseable, Rowland —dijo aquel—, pero fuera de su capacidad o de la mía para hacerlo posible. ¿Es suficiente la cantidad que he nombrado? Quizá podría usted ocupar mi puesto en el puente…
—Y uno más alto, pero su compañía no tiene dinero suficiente para comprarme.
—Parece un hombre sin ambición, pero tendrá sus necesidades.
—Comida, ropa, un techo y whisky —dijo Rowland, sonriendo con amargura y desprecio por sí mismo.
El capitán bajó una botella y dos vasos de una oscilante bandeja y, poniéndoselos delante, dijo:
—Esta es una de sus necesidades. No se prive —los ojos de Rowland brillaban mientras el capitán llenaba un vaso hasta los bordes.
Este prosiguió:
—Beberé con usted, Rowland —dijo—; brindo por un mejor entendimiento entre nosotros. Y se bebió el licor. Rowland, que había esperado, dijo:
—Prefiero beber solo, capitán —y vació su vaso de un trago. El capitán enrojeció ante esa afrenta, pero se contuvo.
—Ahora suba a cubierta, Rowland —dijo—; hablaré de nuevo con usted antes de que lleguemos a la costa. Entretanto le pido —le pido, no le exijo— que no hable de esto con sus compañeros.
Cuando las ocho campanadas anunciaron el relevo del primer oficial, el capitán dijo a este:
—Es un desecho humano con la conciencia temporalmente activa, pero no se dejará comprar ni intimidar: sabe demasiado. Sin embargo, hemos encontrado su punto débil. Si desvaría antes de llegar a puerto, su testimonio no tendrá ningún valor. Emborráchelo, que yo hablaré con el médico para informarme de alguna droga.
Cuando Rowland volvió para desayunar aquella mañana al oír las siete campanadas, notó que había una botella en el bolsillo de su zamarra, pero no la sacó delante de sus compañeros de guardia.
—Vaya, capitán —pensó—, realmente es usted el canalla más simple y vulgar que jamás ha escapado de la ley. Guardaré su estupefaciente como prueba.
Pero la botella no contenía ninguna droga, como descubrió después. Era buen whisky —el mejor— para hacerle entrar en calor mientras el capitán investigaba.