El nanomundo en tus manos

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6. Nanoquímica: el puzle de las moléculas

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Para ilustrar el funcionamiento de este tipo de dispositivos de análisis imaginemos, en primer lugar, que se quiere determinar la presencia o ausencia de la bacteria Helicobacter pylori en una determinada muestra. La detección de esta bacteria presenta una gran importancia pues es, por ejemplo, la responsable de provocar úlceras, algunos tipos de gastritis e incluso cáncer de estómago. En este caso podría desarrollarse un biosensor que utilizase como sonda una secuencia sintética de nucleótidos complementaria a una secuencia de la bacteria Helicobacter pylori. De esta manera, al poner el biosensor en contacto con la muestra, si en ésta se encuentra presente la bacteria, se producirá el reconocimiento entre la secuencia sonda y la diana (analito).

En segundo lugar, imaginemos que se quiere determinar la concentración de polifenoles, que son sustancias que presentan importantes propiedades antioxidantes, en una muestra de vino o en una infusión de hierbas. Para ello podría desarrollarse un biosensor biocatalítico donde la sonda fuese una enzima denominada lacasa que se caracteriza por «reconocer» a este tipo de sustancias. En este caso la enzima cataliza una reacción que implica la oxidación de los polifenoles, originándose un producto de reacción que es electroactivo, es decir, es capaz de dar lugar a una señal electroquímica que se puede relacionar con la concentración del analito.

En un biosensor el elemento de reconocimiento biológico y el transductor deben encontrarse íntimamente asociados, por lo que es necesario anclar el primero sobre la superficie del segundo. Este proceso de inmovilización constituye una etapa crucial en el desarrollo de este tipo de dispositivos, ya que puede tener como consecuencia una alteración de las características del elemento de reconocimiento y, por tanto, una disminución de su capacidad para reconocer al analito. Como ya hemos mencionado anteriormente, para llevar a cabo el proceso de inmovilización de la sonda sobre el transductor son de gran utilidad los procesos de síntesis superficial que utilizan la formación de monocapas autoensambladas. Pongamos un ejemplo concreto. Imaginemos que el objetivo es desarrollar un biosensor que permita determinar la concentración de glucosa en la sangre de un paciente diabético. Una posibilidad es utilizar como sonda una enzima denominada glucosa oxidasa, pues ésta presenta la propiedad de reconocer glucosa (analito o sustancia diana). El primer paso en la construcción de dicho biosensor consistiría en inmovilizar la enzima sobre el transductor, que podría ser un electrodo de oro. Para ello, sobre esta superficie se formaría una monocapa autoensamblada de un alcanotiol que tuviese como terminación libre un grupo funcional capaz de reaccionar con los grupos presentes en la enzima glucosa oxidasa. Así, de una manera sencilla se habría logrado el anclaje.

FIGURA 6.8. Esquema de funcionamiento de un biosensor formado por un elemento de reconocimiento biológico y un transductor.

La glucosa es sólo un ejemplo de analito que puede ser determinado utilizando un biosensor, pero en la actualidad existen muchos biosensores diferentes que permiten la determinación de analitos muy variados en muestras de muy diversa naturaleza, por ejemplo sangre, vino o agua de río. Como consecuencia, las aplicaciones son numerosas en los campos agroalimentario, medioambiental, químico, farmacéutico o biotecnológico.

Debido a su enorme potencialidad, en la actualidad numerosos grupos de investigación, muchos de ellos españoles, trabajan en el desarrollo de dispositivos de este tipo que cada vez ofrezcan mejores prestaciones. Así, en la tecnología de biosensores ha supuesto un avance importantísimo el desarrollo de microarrays y, posteriormente, de nanoarrays (matrices de puntos micro y nanométricos, respectivamente, en cada uno de los cuales hay un tipo de molécula sonda) que, como se verá en el Apartado 7.8, han logrado que la multidetección sea más rápida, se realice en un menor espacio y requiera un menor volumen de muestra.

Dando un paso más en este campo de investigación, otra de las tendencias de los últimos años está basada en la incorporación de nanomateriales a este tipo de dispositivos. Para hacernos una idea del impulso que está ofreciendo esta estrategia al desarrollo de biosensores es suficiente con echar un vistazo a los últimos trabajos de investigación relacionados con el tema. Así, de las publicaciones aparecidas en los últimos años relativas al diseño de, por ejemplo, biosensores enzimáticos electroquímicos, un gran número de ellas supone la incorporación de algún tipo de nanomaterial a la plataforma bioanalítica. Con esta estrategia se consigue que a las ventajas habituales que conllevan este tipo de dispositivos (alta selectividad aportada por la enzima y elevada sensibilidad inherente a las técnicas electroquímicas) se le añadan las características útiles provenientes del nanomaterial que se haya incorporado. Entre la amplia variedad de nanomateriales que pueden ser utilizados, destacan los nanotubos de carbono, el grafeno y las nanopartículas metálicas. Continuemos con el ejemplo anterior de un biosensor electroquímico para la detección de glucosa y veamos qué ventajas podría aportar la incorporación de un nanomaterial (por ejemplo, nanopartículas de oro) a su estructura. Éstas poseen la característica de que, como veremos posteriormente, pueden ser sintetizadas de manera sencilla, presentando unas propiedades electrónicas y catalíticas muy interesantes. El empleo de dichas nanosuperficies metálicas de forma esférica presenta indiscutibles ventajas para adsorber enzimas frente a la utilización de una superficie plana. En primer lugar, aumentan mucho la superficie útil sobre la que puede inmovilizarse la sonda y, en segundo lugar, al ser posible una mayor libertad de orientación, se disminuyen las tensiones en la enzima (en este caso la glucosa oxidasa) durante el proceso de inmovilización, evitando que ésta pierda su actividad biológica, lo que la dejaría inactiva para poder reconocer al analito (glucosa). Además, dicha detección puede verse favorecida por la presencia de las nanopartículas, al ayudar éstas a la transferencia de electrones entre la enzima y el electrodo.

La falta de movilidad de los dispositivos generados por autoensamblado molecular sobre superficies puede suponer una desventaja a la hora de desarrollar diversas aplicaciones, haciéndose patente el interés de disponer de soportes más versátiles que superen esta limitación. Una posibilidad muy interesante a este respecto, que además combina algunos de los conceptos barajados hasta el momento, es el empleo de micro- y nanomotores propulsados químicamente y funcionalizados de manera que puedan ser utilizados para fines concretos. Fines tales como construir biosensores que permitan, por ejemplo, el reconocimiento y aislamiento de una sustancia diana en un fluido complejo y su posterior transporte hasta el lugar donde se realizará el análisis.

En la Figura 6.9 puede verse la forma que presentan estos dispositivos. Son tubos con forma cónica, que se encuentran huecos y están recubiertos internamente por un material catalítico, en concreto el platino. El mecanismo que permite el desplazamiento del dispositivo está basado en una reacción química: la descomposición de peróxido de hidrógeno (es decir, agua oxigenada H2O2) sobre la superficie catalítica interna de platino para formar oxígeno y agua. Las burbujas de oxígeno generadas como consecuencia de esta reacción se encargan de propulsar el micromotor. En los primeros diseños las dimensiones típicas eran de 50-100 μm de largo y 2-10 μm de diámetro y se alcanzaban velocidades del orden de 200 μm/s. En la actualidad numerosas investigaciones en este campo van dirigidas a mejorar la eficiencia en la propulsión, es decir, se trata de lograr mayores velocidades con un consumo menor de combustible. En la velocidad alcanzada influyen varios factores, como el diseño del micromotor, la utilización de estímulos externos y el tipo de «combustible» utilizado. En este sentido, se ha logrado mejorar la velocidad de estos diminutos «submarinos» mediante un aumento de temperatura, así como mediante el empleo de diversas mezclas de peróxido de hidrógeno con otros compuestos. Lograr disminuir la cantidad de peróxido de hidrógeno empleado para hacer funcionar el dispositivo es muy recomendable en, por ejemplo, aplicaciones biomédicas, donde la toxicidad tiene un papel importante.

FIGURA 6.9. Imagen SEM de un micromotor. Reproducido con permiso de Journal of the American Chemical Society, n.º 133, pp. 11 862-11 864. Copyright 2011 Sociedad Americana de Química.

Así, se está consiguiendo fabricar micromotores cada vez más pequeños (en torno a una decena de μm de largo) que alcanzan velocidades de varios miles de μm/s, siendo éste un valor muy elevado si tenemos en cuenta su pequeño tamaño. Si relacionamos la velocidad alcanzada con el tamaño del dispositivo, encontramos que se han desarrollado dispositivos que avanzan en torno a 375 veces su longitud por segundo. Para hacernos una idea pensemos que la velocidad máxima de un Ferrari es de 350 km/h, lo que significa que se desplaza unas 20 veces su longitud por segundo.

Los micromotores descritos permiten, pues, la transformación de energía química en movimiento autónomo. Este movimiento puede ser al azar o bien guiado magnéticamente siguiendo un camino prefijado, para lo cual es necesario haber introducido previamente en el dispositivo una capa de un material ferromagnético. Si además la pared externa se encuentra recubierta de oro, es posible modificarla, utilizando la química descrita anteriormente, con diferentes moléculas que contengan un grupo tiol: el tipo de modificación dependerá de la aplicación a la que vaya a destinarse. Una interesante aplicación en el campo medioambiental es la propuesta por el profesor J. Wang de la Universidad de California (EE.UU.) en colaboración con dos grupos de investigación españoles y consiste en utilizar estos dispositivos para eliminar aceite de aguas contaminadas. Para ello se recubrió el micromotor con un tiol con características hidrofóbicas (similar al representado en la Figura 6.7A, es decir con un grupo metilo (−CH3) en el extremo expuesto hacia el entorno). Al ir desplazándose por una muestra contaminada, el dispositivo tiende a repeler el agua, pero por el contrario, a él se adhieren las sustancias de tipo aceitoso, todo ello gracias a las propiedades del alcanotiol que lo recubre. Varios de estos «submarinos» en acción, capaces de capturar y transportar gotas de aceite, pueden verse en el enlace <http://pubs.acs.org/doi/suppl/10.1021/nn301 175b>.

Variando el tipo de modificación que se realice en el micromotor, pueden detectarse una gran diversidad de analitos. Si se modificase la parte exterior del micromotor con una cadena sencilla de ADN (funcionalizada previamente con un tiol para que pueda unirse a la superficie de oro), al introducir el dispositivo en una muestra biológica (sangre, orina o saliva), éste se desplazará permitiendo que las cadenas de ADN que lleva inmovilizadas en su superficie se hibriden con cadenas complementarias, si es que éstas se encuentran presentes en la muestra. El dispositivo, por tanto, permite capturar, aislar y transportar un analito (que se encuentra en una muestra compleja, es decir, que contiene una gran variedad de sustancias) de una manera sencilla, rápida y directa, sin necesidad de ningún tratamiento previo.

Aunque la velocidad de desplazamiento de estos dispositivos es inferior a la que tendrían si su superficie no se hubiese modificado con alcanotioles (pues éstos pueden «envenenar» la superficie catalítica del platino), tienen una autonomía elevada para moverse por fluidos biológicos (durante más de 30 minutos) y una fuerza suficiente para transportar «cargas» de gran tamaño (por ejemplo, células cancerígenas). Aunque en el ejemplo mencionado, el analito que se aísla, transporta y detecta es ADN, queda claro que modificando la superficie externa del motor con un receptor adecuado, el concepto puede extenderse a la detección de otras dianas como proteínas, virus, bacterias o células cancerígenas, abriendo así enormes posibilidades en áreas como el diagnóstico molecular o el análisis forense.

Además de los micromotores comentados, también se han desarrollado nanomotores que consisten en nanohilos bimetálicos de platino y oro (Pt-Au) que siguen un esquema de funcionamiento parecido, basado en la descomposición electrocatalítica del peróxido de hidrógeno. La inspiración de estos dispositivos sintéticos que permiten el aislamiento de la molécula diana y su posterior transporte podrían ser ciertos nanomotores biológicos, como la kinesina o la miosina (proteína fibrosa implicada en la contracción muscular), en los que el movimiento también es posible gracias a la energía proveniente de una reacción química, la hidrólisis del ATP.

6.5. Las nanopartículas metálicas: síntesis y aplicaciones

Otra posibilidad para superar la falta de movilidad de los dispositivos generados por autoensamblado molecular sobre superficies puede consistir en sustituir la superficie metálica plana sobre la que se incorpora el material biológico por nanopartículas inorgánicas capaces de moverse por un medio líquido.

Como su propio nombre indica, el término «nanopartícula» designa una agrupación de átomos o moléculas que dan lugar a una partícula con dimensiones nanométricas (diámetro comprendido entre 1 y 100 nm). Estas nanopartículas generalmente están formadas por metales u óxidos metálicos y pueden funcionalizarse, es decir, pueden recubrirse por capas exteriores de distintos materiales para dotarlas de nuevas capacidades.

Aunque hoy en día las nanopartículas metálicas desempeñan un importante papel en nanotecnología, estas estructuras han sido utilizadas desde la antigüedad sin tener conciencia de ello, tanto con fines médicos como artísticos. Son, por ejemplo, las responsables de los impresionantes colores de las vidrieras de algunas catedrales. Curiosamente, si las nanopartículas que se han mezclado con el vidrio son de plata, se originan tonalidades amarillas, mientras que si son de oro se consiguen tonos rojizos. Esto puede resultar sorprendente pues en nuestro mundo macroscópico el color que asociamos inmediatamente al oro es el amarillo y a la plata es el gris. La explicación se encuentra en un hecho que ya hemos comentado a lo largo de este libro, y es que el tamaño de los materiales importa, pues condiciona las propiedades electrónicas, magnéticas, mecánicas y ópticas que éste va a presentar (ver Figura 2.5). Así, por ejemplo, en el siglo XIX lord Kelvin, creador de la escala de temperatura que lleva su nombre, se planteó la pregunta de si la temperatura de fusión de una partícula pequeña podía depender de su tamaño. La respuesta se obtuvo ya en el siglo XX, cuando se determinó que la temperatura de fusión de las nanopartículas de oro era de 700 K, valor muy inferior a la temperatura de fusión del oro (en torno a 1300 K). También en el siglo XIX, M. Faraday descubrió que suspensiones coloidales de oro preparadas de forma diferente presentaban distintas coloraciones. Aunque M. Faraday atribuyó de forma correcta dicho cambio de color a la existencia de partículas de distinto tamaño, el fenómeno no pudo explicarse completamente hasta principios del siglo XX.

Las nanopartículas metálicas pueden ser sintetizadas con distintos materiales, tamaños, formas y, por consiguiente, propiedades. El procedimiento de síntesis es, en principio, sencillo. Por ejemplo, para sintetizar nanopartículas de oro basta con hacer reaccionar un compuesto que contiene oro (HAuCl4) con un compuesto reductor, como el citrato sódico. Así se van formando agrupaciones de átomos de oro que acaban constituyendo nanopartículas de un determinado tamaño, dependiente de las cantidades de agente reductor utilizadas.

Las nanopartículas presentan una serie de propiedades que las hacen idóneas para aplicaciones biomédicas (algunas de las cuales se describen en los apartados 7.10 y 8.6). Debido a su pequeño tamaño pueden circular por el torrente sanguíneo sin impedimentos y llegar a puntos concretos del organismo. Son, además, fáciles de recubrir con materiales que las conviertan en biocompatibles, en caso de que ellas no lo sean. En este sentido, las nanopartículas de mayor aplicabilidad en biomedicina se fabrican con metales nobles (oro, plata o sus aleaciones), ya que son los más inertes en el organismo y por lo tanto los que más difícilmente producirán problemas de toxicidad cuando estén en contacto con nuestro cuerpo. En ocasiones, las nanopartículas desarrolladas con fines terapéuticos tienen un núcleo magnético (de óxido de hierro u otros metales) que las convierte en auténticos «nanoimanes» recubiertos por biomoléculas. Con ello se puede lograr que viajen por el organismo siguiendo caminos prefijados sin más que aplicar un campo magnético desde el exterior.

Para lograr unir las biomoléculas a las nanopartículas se puede recurrir a la metodología descrita anteriormente basada en el autoensamblado. Si las nanopartículas son de oro, en un primer paso se pueden inmovilizar sobre ellas compuestos que contengan un grupo tiol en un extremo y un grupo reactivo (X), en el otro extremo (donde X puede representar, por ejemplo, grupos −OH, −NH2, −COOH). En una segunda etapa, se pueden unir al grupo X diversos compuestos (anticuerpos, cadenas de ADN, fármacos, sondas de diagnóstico, etc) que podrán desempeñar funciones concretas dentro del organismo, por ejemplo enlazarse a objetivos específicos, como pueden ser las células tumorales, o liberarse de forma controlada respondiendo a algún estímulo externo.

Otra importante aplicación de las nanopartículas es su utilización como catalizadores de numerosas reacciones químicas, permitiendo sintetizar productos de interés industrial con un menor coste económico y de una manera menos agresiva con el medioambiente. En una situación ideal se trata de, al utilizar una vía catalítica frente a otra no catalítica, reducir el número de pasos de la síntesis, obtener de forma mayoritaria el producto deseado sin que sea necesario separarlo después de otros productos formados, y no generar residuos tóxicos que haya que eliminar. De nuevo, vuelve a surgir el concepto de «química verde», en un intento de minimizar el impacto medioambiental de los procesos industriales y domésticos.

6.6. Los polímeros conductores

Por último, y para acabar este capítulo, haremos referencia a unos compuestos que ya han aparecido anteriormente, al hablar de posibles candidatos que podrían reemplazar al silicio en nanoelectrónica, los polímeros conductores. El descubrimiento de estos materiales, allá por los años setenta, es un claro exponente de una de las características que ya hemos destacado de la nanotecnología, su elevada interdisciplinariedad. Concretamente en 1977, tres científicos (H. Shirakawa, A. MacDiarmid y A. Heeger), que trabajaban en distintas disciplinas (química de polímeros, química inorgánica y física) y vivían en extremos opuestos del mundo (Japón y Estados Unidos) publicaron un artículo científico sobre la síntesis de un polímero orgánico que sorprendentemente no se comportaba como un aislante, sino como un conductor y que supondría un hito importante como demostró la concesión en el año 2000 del Premio Nobel de Química a sus descubridores. El cómo se llegó a este desenlace es una historia curiosa que mezcla arbitrarios errores experimentales, charlas en torno a una taza de té, y cómo no, una pasión profunda por la ciencia. Por un lado, A. MacDiarmid y A. Heeger se pusieron en contacto pues ambos estaban interesados en el estudio de ciertos polímeros, como los polímeros de nitruro de azufre (SN)x pues poseían propiedades eléctricas similares a las de los metales. Por otro lado, en el laboratorio de H. Shirakawa, en Japón, un estudiante cometió un error, y en el proceso de síntesis de otro polímero, el poliacetileno, añadió mil veces más de lo necesario de uno de los reactivos, obteniendo, en lugar del polvo negro habitual, un material completamente distinto con aspecto metálico. Cuando en torno a una taza de té, H. Shirakawa mostró casualmente el producto sintetizado a A. MacDiarmid, profesor de la Universidad de Pensilvania que se encontraba impartiendo una conferencia en Japón, ambos decidieron colaborar (junto con A. Heeger) y estudiar las propiedades de tan interesante compuesto. Así, una vez en la Universidad de Pensilvania, comprobaron que al someter a un determinado tratamiento al poliacetileno (utilizando vapor de cloro, bromo o yodo) sus propiedades electrónicas cambiaban extraordinariamente. En concreto, se vio que al doparlo de esta manera su conductividad aumentaba, en pocos minutos, hasta diez millones de veces, llegando a alcanzarse valores típicos de buenos conductores metálicos, como el cobre. No es difícil llegar a comprender cómo el desarrollo de esta nueva clase de polímeros orgánicos que, además de ser flexibles y transparentes, presentan la inusual propiedad de ser capaces de conducir la corriente eléctrica ha abierto la puerta al desarrollo de un elevado número de aplicaciones. Como se comentó en el Capítulo 5, se está trabajando, por ejemplo, en la fabricación de transistores y otros componentes electrónicos formados por moléculas individuales, lo que permitiría que se realizasen notables avances en electrónica molecular.

Los polímeros conductores más comunes, como el poliacetileno o el polipirrol, están formados por cadenas carbonadas que alternan dobles enlaces (C=C) con enlaces sencillos (C−C).

FIGURA 6.10. Ejemplos de polímeros conductores: poliacetileno (izquierda) y polipirrol (derecha).

Aunque en principio, su conductividad es baja, ésta va aumentando progresivamente al ser oxidados. Esta oxidación puede lograrse por diversos métodos, por ejemplo, realizando una oxidación electroquímica. La diferencia de propiedades que existe entre las dos formas del polímero conductor, oxidado y reducido, y el hecho de que el proceso que convierte uno en otro es reversible, es la base de numerosas aplicaciones. Así, por ejemplo, el proceso de oxidar/reducir una película de polímero conductor puede ir acompañado de un cambio de color y reflectividad, lo que puede aprovecharse para construir ventanas inteligentes, es decir, ventanas capaces de modular por sí mismas la intensidad de la luz que dejan pasar. A su vez, al oxidar un polímero conductor se está produciendo un almacenamiento de carga a lo largo de la cadena polimérica, y por tanto, estos compuestos pueden ser utilizados en el desarrollo de baterías.

La oxidación/reducción también provoca un cambio en la longitud y espesor del compuesto que responde a la apertura/cierre de la red polimérica. Antes de oxidar el polímero, éste se encuentra neutro, dando lugar a una estructura compacta. Al oxidar, se produce un aumento de volumen pues aparecen cargas positivas a lo largo de las cadenas poliméricas que provocan repulsiones electrostáticas y, como consecuencia, se origina una estructura más abierta (más porosa) en la que penetran contraiones solvatados. Dependiendo del grado de oxidación, el polímero puede expandirse en mayor o en menor medida. En el proceso de reducción, estos contraiones solvatados son expulsados y se produce una disminución de volumen. En este caso, nos encontramos de nuevo ante la idea de que un cambio externo (en este caso la aplicación de un potencial que permita oxidar o reducir) es capaz de provocar un movimiento mecánico. Y esto nos recuerda al funcionamiento de cualquiera de los músculos que tenemos en nuestro cuerpo, los cuales generan movimiento al contraerse como efecto de la estimulación por parte de impulsos nerviosos provenientes del cerebro. Por tanto, otra aplicación de gran importancia de los polímeros conductores, es su utilización en el desarrollo de músculos artificiales, que podrían utilizarse para, por ejemplo, construir brazos y dedos robóticos.

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