El nanomundo en tus manos

El nanomundo en tus manos


2. Nanociencia y nanotecnología

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NANOCIENCIA Y NANOTECNOLOGÍA

Nada existe sino átomos y espacio vacío. Cualquier otra cosa es una opinión. Los mundos son ilimitados. Aparecen y desaparecen. Más que eso, los átomos son ilimitados en tamaño y número, y son transportados por el universo en un torbellino, y así generan todos los compuestos: fuego, agua, aire y tierra. Incluso estos elementos son conglomerados de átomos. Y es debido a su solidez que son impasibles e inalterables. El sol y la luna han sido compuestos de estas suaves esferas masivas —los átomos—, y también el alma.

DEMÓCRITO DE ABDERA, 460 a. C.-ca. 370 a. C. Cita recogida por Diógenes Laercio IX, 44. Trad. R. D. Hicks Vol. 2, pp. 453-455 (1925).

2.1. Hacia lo más pequeño: el mundo invisible

Un colega de los autores de este libro nos contó que en el año 1988, en un laboratorio francés, durante la realización de su tesis doctoral intentaba poner en marcha el que sería el primer microscopio de efecto túnel del país. Este tipo de microscopio debía permitirle ver los átomos que forman la superficie de los materiales, pero en esos momentos la tecnología necesaria no estaba suficientemente desarrollada y aquello no era, por tanto, una tarea fácil. Hacía tan solo cuatro años que dos investigadores de la multinacional IBM, G. Binnig y H. Rohrer, habían ganado el Premio Nobel de Física por inventar este tipo de microscopios y mostrar al mundo algo con lo que quizá soñó Demócrito: las primeras imágenes de los átomos. Nuestro amigo había tratado durante meses de obtener imágenes con sentido en una pantalla de ordenador, aunque solo consiguió registrar una colección de líneas inconexas. El trabajo resultó ser tedioso. Día tras día intentaba comprender qué significaban esas líneas y el motivo por el que no se superponían para formar una imagen coherente, como las que ya habían conseguido algunos otros laboratorios en el mundo. Pasaron casi seis meses sin ningún resultado, en los que nuestro colega y su equipo modificaron el diseño mecánico, comprobaron cada parte de la electrónica, estimaron la influencia de las vibraciones del suelo… Sin saberlo, estos científicos estaban contribuyendo al nacimiento de lo que hoy en día se conoce como nanotecnología.

Durante estas deprimentes sesiones, un investigador de avanzada edad, Jean Baptiste, perteneciente a un laboratorio cercano que conocía el obstinado empeño de nuestro amigo, se pasaba con frecuencia a visitarlo. Se sentaba al lado del ordenador que tomaba los datos y preguntaba: «¿Cómo va? ¿Cuándo voy a poder ver los átomos?». Su pregunta, lejos de ser irónica o maliciosa, era entusiasta y estaba llena de esperanza. Esas visitas animaban las aburridas jornadas de experimentos y daban ánimos a todo el equipo para continuar. Este científico llevaba toda su vida profesional estudiando, mediante técnicas de difracción y complicados cálculos matemáticos, dónde se colocaban los átomos en las superficies de los materiales. Ahora, un grupo de investigación, al lado de su laboratorio, había construido un pequeño aparato que iba a mostrarle cómo eran esos átomos a los que tantas horas de elucubraciones había dedicado. Podría verle la cara a los átomos y no quería perdérselo. Por desgracia, el profesor Baptiste se trasladó de ciudad antes de que el microscopio funcionase, en 1989. La primera foto que lograron obtener, operando el microscopio en vacío, se muestra en la Figura 2.1.

Ver los átomos ha sido siempre un sueño para los científicos que estudian la materia. «Nuestros componentes últimos», así nos enseñaron a llamarlos cuando éramos estudiantes de bachillerato. A esa edad no comprendíamos muy bien el significado de esas palabras y hoy en día, además, sabemos que esa definición no es del todo correcta ya que éstos pueden dividirse en partículas aún más pequeñas denominadas electrones, protones y neutrones. A su vez, estos dos últimos están formados por otras partículas llamadas quarks, que se han descubierto haciendo chocar núcleos atómicos a velocidades cercanas a las de la luz en los llamados aceleradores de partículas. Esta manera de estudiarlos es muy burda: a golpes. Es algo así como romper un reloj a martillazos e intentar saber cómo funcionaba examinando los trozos de los engranajes destrozados que se han obtenido. Los quarks son, junto con algunas otras, las llamadas partículas elementales, las que no pueden subdividirse, los verdaderos componentes últimos de la materia (¿por ahora?).

FIGURA 2.1. Imagen obtenida en 1989 con un microscopio de efecto túnel, conocido como STM. Los puntos más brillantes y ordenados en forma hexagonal corresponden a átomos de silicio. La imagen se tomó haciendo una fotografía a la pantalla del ordenador.

El átomo mide casi mil millones de veces menos que un metro (como veremos, eso es un nanómetro) y el protón es todavía un millón de veces menor, es decir, mide del orden de un femtómetro. Imaginemos al átomo como una esfera gigante en cuyo centro se encuentra el pequeñísimo núcleo atómico. Buscando un símil sería algo parecido a tener un grano de arroz flotando en mitad de un estadio de fútbol. Toda la masa está concentrada en el grano: el resto, como decía Demócrito, es espacio vacío. Las partículas que componen el núcleo atómico escapan completamente a nuestras capacidades actuales de manipulación individual. Aunque su control por otras vías tenga un papel importante, por ejemplo, en la generación de energía nuclear, no sabemos cómo manejarlas con precisión y mucho menos cómo construir algo con ellas. Por tanto, los átomos constituyen los componentes más pequeños que pueden manipularse, sobre los que sabemos actuar de manera controlada y, por tanto, son los «ladrillos» a los que podemos recurrir para «construir». Su tamaño, como hemos dicho, es cercano al nanómetro.

El ser humano siente una curiosidad innata que le impulsa a conocer lo más grande y también lo más pequeño. De alguna manera se pregunta qué hay más allá de lo que alcanzan a ver sus ojos, tanto hacia lo inmenso como hacia lo diminuto. Galileo construyó un telescopio a principios del siglo XVII que le permitió descubrir, entre otras cosas, las cuatro lunas más grandes de Júpiter. A partir de entonces los telescopios se han perfeccionado para mostrarnos cómo son las estrellas, las galaxias, las nebulosas… Sabemos que las distancias y tamaños en el universo son tan grandes que superan nuestra capacidad de comprensión. Así, una noche estrellada nos empequeñece y con frecuencia nos hace preguntarnos por nuestro insignificante papel en el cosmos. Curiosamente, en el extremo opuesto, pensar en lo más pequeño no nos hace sentirnos grandes. Durante una gran parte de la historia de la humanidad, el mundo de los objetos diminutos pareció no existir porque no se tenía la posibilidad de observarlo y sólo cuando se construyeron los microscopios, el primero también a principios del siglo XVII, se pudo descubrir un mundo fascinante, poblado por células, virus, moléculas, e incluso átomos… El mundo invisible es tan infinito y fascinante como el universo y aunque, por el hecho de no poder verlo, nos cueste imaginar y comprender el enorme número o la naturaleza de los objetos diminutos, es un reto acercarnos a la grandeza de lo pequeño. El viaje hacia el interior de la materia es conceptualmente mucho más complejo que la exploración del cosmos. Hay varios motivos para ello. Por una parte, la falta de imágenes mentales o representaciones conceptuales de los objetos micro y nanométricos y, por otra, la complejidad de las herramientas necesarias para su estudio. Estas dificultades son sin duda una barrera para que la sociedad se acerque a conocer el mundo atómico y sus posibilidades. Y así, mientras disfrutamos de las fotografías de galaxias, planetas o mundos lejanos, sentimos menos fascinación por las imágenes de los «seres» (animados o inanimados) que habitan el mundo de lo más pequeño, aunque se encuentran mucho más cerca de nosotros: en nuestra piel, en la superficie de las hojas de este libro o en la pantalla en la que algunos lo están leyendo.

La nanociencia trata de comprender y manipular ese mundo «infinito» de lo más pequeño. Eso es lo que intentarán las páginas de este libro: acercarnos a él y mostrarnos, mediante ejemplos extraídos de los laboratorios de investigación, cómo es el mundo allá abajo, qué objetos lo pueblan, qué leyes lo gobiernan y cómo podemos aprovecharnos de ellos y de sus propiedades para construir tecnología que nos sirva aquí arriba.

«Nano» es un prefijo griego que significa diminuto, pequeño. Este prefijo se utiliza en el sistema internacional (S.I.) de unidades para indicar un factor de 10−9 (es decir, multiplicar algo por 0,000000001, o lo que es lo mismo, la milmillonésima parte de algo). Así, podríamos decir que nanociencia es el estudio de los objetos con tamaño mil millones de veces más pequeños que un metro (nanométricos). Aunque este prefijo acompaña a unidades de medida podemos extrapolar su uso y así por nanoquímica o nanomedicina entendemos la aplicación de la nanotecnología a los campos de la química o la medicina, y por nanomundo o nanoescala nos referimos a objetos o procesos que existen o tienen lugar cuando sus longitudes típicas son nanométricas.

Un nanómetro (nm) equivale a una longitud unas 80 000 veces más pequeña que el diámetro de un cabello humano. Aunque esta unidad escapa por completo a nuestra experiencia cotidiana, es fundamental en la naturaleza. Si imaginamos una regla con divisiones de un nanómetro, dos marcas consecutivas en la regla encerrarían unos 5 átomos, o también si la utilizásemos para medir el ADN de nuestras células, tres marcas consecutivas delimitarían el diámetro de la doble hélice. Es decir, con una regla dividida en nanómetros seríamos capaces de medir los objetos más pequeños de la naturaleza que sabemos manejar.

Visualizar de manera intuitiva lo que significa la palabra «nano» es muy difícil. Una milmillonésima parte de algo se refiere a un concepto extremadamente pequeño, que escapa a nuestra intuición o experiencia cotidiana y, por tanto, su valor absoluto carece de significado para nosotros. Los valores pequeños son tan lejanos a la intuición como los grandes, pues de hecho tampoco comprendemos bien que una estrella pueda estar a 20 años-luz de nosotros, que «el agujero» de un banco sea de 25 000 millones de euros o que el presupuesto español dedicado a la ciencia se haya reducido durante los últimos tres años en más de 3000 millones de euros. Son cantidades tan lejanas a nuestro mundo diario que no nos hacemos una idea precisa de lo que significan. Para crearnos una imagen que nos indique cómo de grande es una molécula o cómo de pequeño es un nanómetro, podemos recurrir a algunos ejemplos visuales. En este mismo instante y sin que nos demos cuenta, nuestras uñas y pelos están creciendo del orden de 5 nm cada segundo. Si suponemos que la distancia entre átomos es de 0,2 nm y que el diámetro de un pelo es 0,1 mm (100 000 nm), y hacemos una pequeña cuenta, llegaremos a la conclusión de que para que el cabello crezca 5 nm por segundo, aproximadamente en cada segundo se están agregando más de diez billones de átomos a cada uno de nuestros pelos.

Otro ejemplo que puede ayudarnos a visualizar la inmensidad de lo pequeño es la amplificación que tenemos que hacer de una molécula para que resulte comparable con un objeto de nuestro entorno. Pongamos como ejemplo un fullereno: una molécula formada por 60 átomos de carbono, que mide 1 nm de diámetro y cuya forma es exactamente la misma que un balón de fútbol. Pues bien, lo que tendríamos que reducir el balón de fútbol para convertirlo en un fullereno es aproximadamente lo mismo que tendríamos que reducir nuestro planeta para que se convirtiera en un balón de fútbol: cien millones de veces.

Un último ejemplo para hacernos una idea intuitiva del mundo nanométrico y de sus tamaños está relacionado con la siguiente cuestión: ¿qué hay más, estrellas en el universo o moléculas de agua en el mar? Cuando en conferencias de divulgación se plantea esta pregunta, la mayor parte del público, dejándose llevar por un primer impulso, contesta que hay más estrellas. Otros, intuyendo que la pregunta tiene trampa, responden un «quién puede saberlo». Lo cierto es que ambas cantidades se pueden calcular con bastante aproximación. La NASA estima que en el universo accesible, el que podemos observar, debe de haber unas 1023 estrellas (es decir, en notación científica, un uno seguido de 23 ceros: 100 000 000 000 000 000 000 000). Este número es tan grande que nos cuesta comprender su significado. Para hacernos una idea imaginemos que pusiésemos a contar a todos los habitantes de la Tierra, sin dormir ni comer, una estrella por segundo. En esas condiciones estaríamos contando más de 100 000 años. Por otra parte, un sencillo cálculo del volumen de agua contenida en todos los océanos del planeta nos revela que hay alrededor de 5×1045 moléculas, es decir, más de veinte ceros a la derecha de diferencia con el número de estrellas. En este caso, contar todas las moléculas de agua nos llevaría un tiempo mayor que el de la existencia del universo.

Una vez que disponemos de una regla de dimensiones nanométricas y que hemos adquirido algunas imágenes conceptuales de lo que significa el nanómetro, podemos pasar a describir los objetos que tienen tamaños comprendidos entre 0,1 y 100 nm. Es decir, vamos a identificar los objetos más pequeños que se pueden combinar entre sí para construir la diversidad del mundo que nos rodea. Estos se conocen como los «ladrillos de la nanotecnología» y pueden dividirse en naturales o artificiales. Entre los que nos proporciona la naturaleza, nos interesan los que son más pequeños que una bacteria (cuyo tamaño típico es de un micrómetro o «micra»), como virus, proteínas, ácidos nucleicos, moléculas orgánicas e inorgánicas, y átomos. Los primeros de esta lista resumida son objetos de estudio de la nanobiología o nanomedicina (como veremos en el Capítulo 7), los intermedios pertenecen al ámbito de la nanoquímica (Capítulo 6) y los últimos al de la física (Capítulo 5). Sin embargo, no sólo disponemos de ladrillos naturales, sino que también se han construido muchos otros en laboratorios. Éstos son innumerables e incluyen nanopartículas (agrupaciones de decenas de átomos de un material), nanotubos de carbono (un plano atómico de carbono enrollado sobre sí mismo formando un cilindro), fragmentos de grafeno (una lámina bidimensional de átomos de carbono), o nuevas moléculas orgánicas y sus combinaciones. Algunos de ellos están representados en la Figura 2.3. En los siguientes capítulos los conoceremos más y mejor, tanto a ellos como a sus posibles aplicaciones.

FIGURA 2.2. Imagen tomada con un microscopio de efecto túnel, STM, que muestra los átomos de una superficie de grafeno, en la que se distingue su colocación en forma de panal de abeja. Gentileza del grupo ESISNA, ICMM-CSIC.

FIGURA 2.3. Algunos de los ladrillos utilizados en el nanomundo para construir el macromundo. De izquierda a derecha y de arriba abajo: nanopartícula de oro, fullereno, doble hélice de ADN, molécula del aminoácido prolina, alcanotiol y nanotubo de carbono.

Con ellos iremos descubriendo cuáles son los límites entre lo posible y lo imposible en esta nueva ciencia, que va definiéndose día a día con nuevos y sorprendentes hallazgos. Éste es el trabajo continuo, callado y largo que se realiza en diferentes laboratorios y grupos de investigación en todo el mundo. Gracias a ellos, la ciencia pasará a ser tecnología, y algunos de los experimentos y prototipos del laboratorio entrarán en nuestros hogares, y lo que hoy parece ciencia ficción se irá haciendo realidad quizá más rápido de lo que pensamos.

2.2. Nanociencia y nanotecnología

Es preciso recordar la diferencia entre ciencia y tecnología. De una manera general, podemos decir que ciencia es el conocimiento obtenido a partir del trabajo realizado en un laboratorio de investigación en el que se busca o prueba una capacidad o una ley de la naturaleza. La observación, experimentación y modelización permiten plantear preguntas y construir hipótesis, lo que lleva a elaborar leyes generales sujetas a comprobación o refutación experimental. La ciencia es necesidad de saber, es un reflejo de la curiosidad del ser humano, planteada de forma objetiva y utilizando el método científico. La síntesis de una nueva molécula, la manipulación de una proteína, la descripción del mecanismo que sigue una reacción química o la determinación de las posiciones de los átomos de un material son algunos ejemplos del trabajo científico que se lleva a cabo en un laboratorio. Los resultados obtenidos de cada una de estas investigaciones se redactan en forma de artículo científico y, después de superar un examen crítico por parte de otros investigadores, se publican en revistas científicas internacionales. En otras ocasiones los resultados se presentan en congresos o reuniones científicas especializadas. De esta manera se da acceso al conocimiento generado, para así comprobar o rebatir, mejorar o completar las ideas y conceptos publicados.

La tecnología, a su vez, parte de los conocimientos básicos establecidos por la ciencia o bien de un procedimiento iterativo de prueba y error para construir un dispositivo, un nuevo material o una aplicación informática que tengan una utilidad determinada para la sociedad. El conocimiento necesario para generar este instrumento o proceso de fabricación se traduce habitualmente en una patente, como una forma de proteger esa invención y de ofrecer ciertos derechos a los inventores y a las entidades en las que se ha generado dicha patente.

La ciencia suele desarrollarse en universidades y organismos públicos de investigación (OPIs, un ejemplo de los cuales es, en España, el Consejo Superior de Investigaciones Científicas, CSIC) ya que no tiene una repercusión económica inmediata. Por el contrario, la tecnología se desarrolla principalmente en empresas y centros tecnológicos, ya que se busca un producto o proceso que se pueda comercializar, destinado directamente al usuario final. Algunas instituciones de gran tamaño como el CNRS (Centro Nacional para la Investigación Científica) francés, los institutos Max-Planck alemanes, el Instituto Nacional de la Salud de Estados Unidos o el CSIC español tienen la posibilidad de producir tanto conocimiento básico como un buen número de patentes. Así, normalmente, primero surge la ciencia y años después (o a veces nunca) la tecnología derivada de ella. Además, la tecnología generada proporciona nuevas herramientas a los científicos con las que estudiar nuevos conceptos, que a su vez generarán nueva tecnología. De esta manera ciencia y tecnología son las dos caras de una misma moneda y se convierten en una rueda imparable que ha hecho, y sigue haciendo, avanzar a la humanidad.

En el ámbito de las ciencias biológicas encontramos un ejemplo claro de la relación entre ciencia y tecnología. En el año 1976, un grupo de «científicos básicos» descubrió que una proteína de una bacteria termófila (es decir, que vivía en medios con altas temperaturas, entre 50 y 80 °C) permitía copiar o replicar distintas moléculas de ADN. A esta proteína se le denominó «polimerasa Taq», por las iniciales del microorganismo del cual se había aislado (Thermus aquaticus). Esta investigación parecía muy fundamental y con escasa utilidad tecnológica, pero en 1983 el científico K. Mullis ideó una aplicación práctica basada en ella: aprovechando la capacidad de la polimerasa Taq para replicar ADN a altas temperaturas, inventó un sistema de amplificación del ADN denominado «reacción en cadena de la polimerasa». (PCR, por las iniciales en inglés de Polymerase chain reaction), que podía automatizarse fácilmente. La empresa en la que trabajaba Mullis patentó la tecnología de la PCR y él recibió el Premio Nobel de Química en 1993. Hoy en día la PCR se utiliza en todos los laboratorios de biología molecular del mundo y su uso ha permitido cientos de nuevos descubrimientos científicos.

Actualmente, en el mundo «nano» vivimos una etapa esencialmente científica. Estamos adquiriendo el conocimiento necesario para mover, manipular y construir objetos de tamaños nanométricos en laboratorios de investigación (nanociencia), que podrán ser utilizados en un futuro cercano para realizar una función específica dentro de un determinado dispositivo (nanotecnología). Podemos decir que la nanociencia trata de lo de «allá abajo», mientras que la nanotecnología de lo de «aquí arriba». Dicho de otra manera, actualmente hemos avanzado bastante en lo que a nanociencia se refiere y estamos desarrollando las primeras aplicaciones nanotecnológicas. No obstante, y como veremos, aunque ya hay bastantes nanoproductos en el mercado, muchas de las aplicaciones más espectaculares todavía están lejos de su comercialización. Así, podemos afirmar que la nanotecnología se habrá generalizado a mediados de este siglo: ésa será la tecnología que disfrutarán plenamente nuestros hijos.

Todos hemos jugado alguna vez a imaginar cómo será el futuro, pero es muy difícil aventurar la velocidad a la que se producirán los avances tecnológicos que lo van a protagonizar. Por ejemplo, la rapidez con que la microelectrónica ha cambiado nuestra forma de vivir es sorprendente: instrumentos o aparatos que hace pocos años eran considerados ciencia ficción ahora están en nuestros hogares y forman parte de nuestra vida cotidiana. Parece inevitable depositar unas elevadas expectativas en el «nanofuturo», aunque muchas veces no guarden relación con la base científica que las sustenta. La ciencia parece haber llegado a un momento de gloria en el que todo puede ser explicado y realizado. Nos ha enseñado a soñar y fantasear con el futuro. Tanto es así que hoy en día los consumidores no saben distinguir entre lo que será real y lo que seguirá siendo ciencia ficción. Es decir, entre lo que llegará a nuestras casas formando parte de la cotidianidad y lo que se quedará en el laboratorio como un mero experimento académico. Lo primero será tecnología, lo segundo parte de la ciencia básica necesaria para conseguirla.

Dado que la nanociencia nos explica cómo funciona la naturaleza a nivel atómico o molecular, nos muestra el camino para manipularla a voluntad. Sin embargo, el reto más importante es cómo convertir esas ideas científicas en una tecnología válida para nuestro mundo macroscópico: transformar la nanociencia en nanotecnología. La revolución científica que está produciéndose en el ámbito de lo «nano» no ha emergido de repente, sino que ha seguido un proceso silencioso y lento: podemos decir que se ha empleado casi un siglo en adquirir los elementos necesarios. Detrás de cada experimento espectacular, como el que se muestra en la primera figura de este libro, hay innumerables horas de trabajo previo: diseñando el proceso, construyendo dispositivos, apretando tornillos, buscando y justificando la financiación, aprendiendo de los experimentos fallidos. Al final, el trabajo de muchas personas durante muchos años se sintetiza en una sola figura, que representa el punto final del proceso. Es «el concierto de la ciencia», en el que antes del espectáculo final frente al público hay muchas horas de ensayo que no se van a escuchar cuando el director levante su batuta, pero que son necesarias para lograr un sonido armonioso. Una obra de arte es un hecho aislado y singular que, aunque enmarcado en un entorno histórico, es único. La ciencia es la obra de arte colectiva de la civilización. Cada equipo de investigación prosigue su trabajo en el punto en que el anterior lo dejó y explora los territorios en los que los demás todavía no habían podido o sabido adentrarse. Precisamente ese valor oculto de la ciencia, muchas veces poco valorado por las administraciones, es el primer paso necesario para conseguir su aplicación en forma de tecnología útil.

2.3. El ocaso de la tecnología actual

La tecnología de la que dispone una sociedad tiene el tamaño de las herramientas que se utilizan para fabricarla. Así, por ejemplo, en el Paleolítico se tallaban bifaces y raederas de sílex con los que se trabajaba la materia, generalmente otras piedras, huesos o pieles. Con técnicas derivadas de éstas se fabricaron cinceles y buriles primitivos con los que se realizaron las primeras representaciones gráficas hace unos 10 000 años. Podemos decir que «el tamaño de la tecnología» de la que se disponía en esa época, es decir el de los objetos que se podían construir, correspondía con el ancho de la piedra utilizada, siempre en el rango de los centímetros. Poco a poco, las herramientas se fueron mejorando y esos cinceles se hicieron más pequeños, duros y precisos. En lugar de utilizar piedras, que eran frágiles y difíciles de manipular, se aprendió a moldear metales que además de más duraderos resultaban más afilados. En el siglo XVIII esas rudimentarias herramientas se fueron convirtiendo en destornilladores, pinzas, bisturís, tenazas… Así surgió lo que podríamos denominar «militecnología», tecnología fabricada con elementos de 1 milímetro, que dio lugar a la mecánica y a la revolución industrial, junto con todos los desarrollos que fueron caracterizando el siglo XIX. Durante el siglo XX se desarrollaron máquinas controladas mediante microscopios ópticos que permitieron crear nuevas herramientas más pequeñas y precisas con las que fabricar objetos diminutos. Había comenzado una carrera hacia la miniaturización que condujo finalmente a la «microtecnología», y ésta tuvo su máximo exponente en el campo de la electrónica. El desarrollo de nuevos conceptos científicos en el campo de la física de estado sólido, junto con las nuevas posibilidades para construir objetos micrométricos, dio lugar a la microelectrónica, que durante el siglo XX cambió la forma de vivir de la sociedad, abriendo las puertas a la computación y a las telecomunicaciones.

A la hora de desarrollar la tecnología micrométrica, una de las herramientas más importantes ha sido, y sigue siendo, los haces de electrones o iones utilizados como verdaderos cinceles. Estos «chorros» de partículas se han ido perfeccionando más y más a medida que se mejoraban otras tecnologías, como la de los sistemas de vacío o la óptica electromagnética, hasta conseguir generar haces de tamaño inferior a 10 nm. Estos equipos funcionan de manera similar a como escribían los habitantes primitivos sobre la roca, creando marcas o dibujos sobre la superficie del material. Los haces finos de iones o electrones queman una zona dibujando sobre ella nuevas estructuras, es decir, «tatúan» la superficie de los materiales.

FIGURA 2.4. A la izquierda, imagen de microscopía electrónica de unos dedos artificiales de Kapton microfabricados, que imitan a los de una salamanquesa (fotografía de la derecha). Con estos materiales se podrían fabricar potentes adhesivos. La barra negra de escala es de 2 mm. Reproducido con permiso de Macmillan Publishers Ltd: Nature Nanotechnology n.º 2, p. 461, copyright 2003.

Un ejemplo puntero de lo que se puede hacer hoy en día con estas herramientas ha sido recientemente publicado por investigadores de la Universidad de Manchester en colaboración con un instituto de microelectrónica ruso. La salamanquesa (Figura 2.4) se adhiere a las paredes de manera tan eficiente que es capaz de trepar por ellas sin ninguna dificultad. Imaginemos que pudiésemos copiar el mecanismo y fabricar unos guantes especiales basados en ese mismo principio físico. Podríamos entonces soñar con escaladores encaramándose a lugares imposibles o limpiadores de cristales trepando por los rascacielos para acceder a los sitios más difíciles. Algo parecido al personaje de Spiderman. Pero, ¿cómo consiguen las salamanquesas desafiar a la gravedad? Un análisis microscópico de sus patas nos proporciona la respuesta. Estos pequeños reptiles han desarrollado una serie de pelos muy pequeños, de los que cada uno de sus dedos tiene aproximadamente medio millón. Pero lo más interesante es que cada pelo posee a su vez cientos de ramificaciones de unos nanómetros de diámetro, de manera que cuando se acercan a una superficie establecen cientos de uniones gracias a la aparición de las llamadas fuerzas de Van der Waals. Cada fuerza de interacción individual es muy pequeña, pero todas sumadas generan una fuerza de adhesión suficientemente grande como para soportar el peso de la salamanquesa. Pues bien, estos investigadores intentaron copiar este mecanismo y para ello fabricaron, utilizando haces de electrones, redes de pilares plásticos, utilizando un material llamado kapton. Estas estructuras, mostradas en la Figura 2.4, son flexibles, poseen una geometría optimizada para producir una adhesión colectiva, y miden 3 micras de alto y 200 nm en su base, igual que los pelos de los dedos de la salamanquesa. Los investigadores que realizaron este trabajo estiman que una pieza de adhesivo de 1 cm2 de este material tiene un millón de pelos y puede soportar un peso de 1 kg. Este nuevo material podría utilizarse, si se llegara a comercializar, como cinta adhesiva de altas prestaciones capaz de hacer, por ejemplo, que algunos vehículos escalen por las paredes. Entre los autores de este sorprendente estudio figuran A. Geim y K. Novoselov, investigadores que volverán a aparecer posteriormente en este libro ya que obtuvieron el Premio Nobel de Física en 2010 por sus investigaciones relacionadas con el grafeno, uno de los materiales más prometedores en el campo de la nanotecnología.

Este ejemplo ilustra otra de las características esenciales de la nanotecnología, que irá acompañándonos a lo largo de las siguientes páginas: su inspiración en la naturaleza para resolver problemas de muy diversa índole. A lo largo de millones de años, la evolución biológica por selección natural ha perfeccionado, mediante el método de prueba y error, las estructuras de los seres vivos para que éstos puedan sobrevivir en su ambiente o colonizar otros. Por tanto, la idea es construir tecnología (nuevos materiales, medicinas más eficientes, motores pequeñísimos, transistores más potentes) utilizando los mismos mecanismos físico-químicos que emplean los seres vivos. Imaginemos, por ejemplo, que pudiésemos «domesticar» un virus para que liberara un fármaco en lugar de su malicioso material genético dentro de las células que deseemos (por ejemplo, las que originan un tumor). Así podríamos curar enfermedades de una manera totalmente novedosa y muy eficiente. Como veremos en el Capítulo 7, hoy en día numerosos grupos de investigación están trabajando en este tipo de desarrollos.

Volviendo al proceso de miniaturización progresiva que hemos estado comentando, la forma de construir objetos más y más pequeños se conoce con el nombre de tecnología de fabricación descendente o «de arriba hacia abajo» (traducido del inglés, top-down). Buscando un símil sencillo, el fundamento de esta aproximación se asemeja al trabajo realizado por un escultor, el cual a partir de un bloque grande e informe de un material obtiene, a base de cincelar, pulir y modelar, un objeto más pequeño y con la forma deseada. Así, hasta ahora la tecnología parecía responder a una ley no escrita: «más en menos», es decir, conseguir más capacidades en menos espacio. Con esta máxima, la carrera hacia la miniaturización emprendida por la tecnología actual parece no tener fin. En 1965, un ingeniero llamado G. Moore estableció que la densidad de transistores incluidos en un dispositivo electrónico se doblaría cada 18 meses. Es lo que se conoce como la Ley de Moore, que expondremos en detalle en el Capítulo 5. Esta previsión se postuló con muy pocos datos experimentales y, contra todo pronóstico, se ha venido cumpliendo de manera precisa. Así, un procesador Pentium IV tiene en su interior aproximadamente 6 millones de transistores/cm2, valor que cuadruplica a los del Pentium I, creado sólo cuatro años antes. Estos transistores se litografían (se dibujan), como hemos comentado anteriormente, sobre superficies de silicio. La separación entre líneas en el año 2000 era de 180 nm y en el año 2008 de 45 nm. En el año 2010 IBM anunció que había pasado a 32 nm y al año siguiente Intel confirmó que había alcanzado los 22 nm. Extrapolando estos números, en el año 2016 la separación entre líneas debería ser de 10 nm, es decir tan solo unos 100 átomos separarían un transistor del siguiente. Si seguimos extrapolando, a mediados del siglo XXI llegaríamos a un límite absoluto: estructuras formadas o separadas por un solo átomo.

Aunque la Ley de Moore, o la carrera hacia la miniaturización, se ha cumplido inexorablemente durante más de cuarenta años, podemos vislumbrar una serie de limitaciones intrínsecas al tipo de planteamiento descendente en el que se basa la tecnología actual, y que parecen llevarnos al final de ese camino. La primera de ellas es sin duda el tamaño de las herramientas necesarias. Los haces de electrones o iones de los que hemos hablado no pueden ser infinitamente pequeños ya que están compuestos por partículas cargadas del mismo signo, que por tanto se repelen entre sí. Por otra parte, en la nanoescala surgen nuevas propiedades al reducir el tamaño, puesto que esto conlleva un aumento en la relación superficie/volumen. Muchas de las propiedades físicas, químicas y mecánicas de una superficie son muy distintas a las del volumen del mismo material y, por tanto, las características del objeto cambian al reducir su tamaño. Por ejemplo, una bala redonda de pistola, fabricada con plomo, de 0,5 cm de diámetro, contiene aproximadamente 1012 átomos en la superficie y 1018 en el volumen, es decir, por cada átomo en la superficie hay un millón en el volumen. Sin embargo, si esa bola de plomo tuviese un diámetro de 2 nm, la llamaríamos nanopartícula metálica, y tendría unos 100 átomos en la superficie y 1000 en el volumen, es decir por 1 en la superficie habría 10 en el volumen. A medida que los objetos se hacen más pequeños, aumenta su relación superficie/volumen y se van convirtiendo más «en superficie». Como consecuencia de ello, los átomos tienen menos vecinos, aumenta la posibilidad de escapar del material, pueden «sentir» mejor la presencia de otros átomos externos y reaccionar con ellos. Estas modificaciones de las propiedades se conocen como «efectos de tamaño finito» y, como hemos visto, en la escala nanométrica son muy importantes.

Por último, además de estos efectos asociados al tamaño, cuando un objeto mide 1 nm o menos, aparecen otros efectos que son diferentes a los que gobiernan la materia a escala macroscópica: los llamados efectos cuánticos. La física cuántica requiere una nueva forma de pensar. En nuestro mundo las ecuaciones de Newton definen el movimiento de los cuerpos, las de Maxwell nos explican cómo se propaga la radiación electromagnética y la Ley de Ohm gobierna el transporte eléctrico. Estas y otras leyes simples dejan de ser estrictamente válidas cuando tratamos con objetos muy pequeños, del tamaño del nanómetro. Así pues, los objetos que queremos utilizar para crear la nanotecnología están afectados por las leyes de la física cuántica. Esta disciplina rompe con nuestra forma racional de entender la realidad ya que sólo podemos describir la probabilidad de que un objeto esté en un determinado lugar o de que un suceso ocurra. Con el desarrollo de la física cuántica en la primera mitad del siglo XX, el concepto de átomo pasó de ser una certeza que nos permitía explicar la naturaleza y hacer predicciones fiables, a ser un concepto etéreo y de difícil comprensión dentro de nuestra lógica cartesiana. Estas nuevas leyes y fórmulas descritas por la teoría cuántica son verdaderamente sorprendentes ya que contradicen nuestra lógica basada en la experiencia del mundo cotidiano, pero son absolutamente necesarias para describir los procesos en el mundo de los objetos nanométricos.

No obstante, si los laboratorios o las empresas quieren seguir ofreciendo más capacidades en menos espacio, tienen que comenzar a buscar nuevas formas de reducir el tamaño o mejorar las prestaciones. El fin de la tecnología descendente se ha predicho en numerosas ocasiones, aunque parece que se resiste a llegar. Las empresas tecnológicas han invertido millones durante los últimos cincuenta años para conseguir cadenas de producción perfectamente optimizadas y económicas, y por tanto buscan estrategias para seguir utilizando sus instalaciones sin cambiar sus métodos. Una de las ideas que barajan actualmente las grandes multinacionales para seguir aumentando las capacidades de los dispositivos tecnológicos es la fabricación de estructuras en varias capas. Al estar separadas unas de otras, a distintas alturas, escapan de los efectos cuánticos debidos a la proximidad. Estas estrategias pueden hacer que la vida de la tecnología actual se prolongue todavía de manera saludable durante una decena de años. No obstante, parece claro que aunque Intel o IBM vuelvan a dar un salto en sus cadenas de producción de chips y comiencen a fabricar objetos de 10 nm, o incluso de 6 nm, la tecnología actual vislumbra un fin no muy lejano. Parece inevitable concluir que la forma descendente de crear tecnología desembocará en una vía muerta. La tecnología actual tiene un límite físico que impide su mejora y está claro que hacen falta nuevas ideas. La tecnología que debe emerger no puede seguir una aproximación descendente y requerirá, por tanto, una forma alternativa de pensar y un nuevo entorno para desarrollar ideas y conocimientos científicos. Ése es el ámbito en el que surge «lo nano», como una necesidad de desarrollar una nueva tecnología que nos permita seguir progresando.

2.4. La revolución «nano»

Muchas definiciones circulan por la web para nanociencia y nanotecnología que, como todo lo que aparece en Internet, deben ser interpretadas con cautela. Hay quien dice que nanociencia es la ciencia de lo infinitamente pequeño. Esto no es estrictamente cierto, ya que esta definición responde mejor, por ejemplo, al tipo de estudios de los que se ocupa la física de altas energías, que trabaja con protones, neutrones o incluso con los constituyentes de éstos: los quarks. Otras personas piensan que la nanotecnología trata de reducir el tamaño de los objetos hasta límites insospechados. Veremos que esto tampoco es completamente acertado, ya que muchos de sus productos son materiales macroscópicos pero que disponen de una estructura nanométrica en su interior. Finalmente, a veces se asocia la palabra nanotecnología con la construcción de dispositivos y robots como los que tenemos en nuestro mundo pero de dimensiones muy pequeñas. Esto, como veremos a lo largo del libro, también es un error.

No ayuda mucho a establecer una definición de nanotecnología el hecho de que actualmente en el mundo científico y en el comercial hay un abuso del prefijo «nano». Hoy en día, convenientemente añadido a un producto lo convierte en algo novedoso y que parece haber sido perfeccionado en punteros laboratorios de investigación y, por tanto, se entiende como un símbolo de calidad o una etiqueta de impacto en prensa o televisión. Recientemente una página publicitaria de una empresa fabricante de champú avalaba la calidad de sus ensayos basándose en que «habían utilizado una nueva manera de ver cómo es el cabello, en concreto un microscopio de fuerza atómica (AFM) que utiliza la NASA». Obviamente, que la NASA utilice este tipo de microscopios en la Tierra o en Marte no tiene nada que ver con que este mismo instrumento pueda emplearse para estudiar los cabellos humanos, o en cualquier caso que ésta sea la mejor forma de hacerlo. Y aunque lo fuese, no garantiza en absoluto que su champú sea mejor que el de la competencia. Esta moda de «lo nano» no solo se limita a la publicidad más o menos engañosa de algunas empresas. También afecta al mundo científico. Los gestores de la política científica ven en la nanotecnología un faro hacia donde dirigir los esfuerzos de la comunidad investigadora mediante financiación y programas internacionales. Consecuentemente, muchas veces el científico busca subvenciones para continuar su trabajo, que cada vez son más difíciles de obtener, disfrazando o sesgando sus investigaciones hacia áreas relacionadas con la nanociencia.

Otro de los problemas con el que nos encontramos a la hora de ofrecer una definición de estos términos está relacionado con el hecho de que ni la nanociencia ni la nanotecnología nacieron como disciplinas cerradas, sino como campos del conocimiento que se han ido construyendo paralelamente a la aparición de nuevos descubrimientos y que, de hecho, no sabemos hacia dónde derivarán.

Con todo lo que llevamos dicho, ya podemos acercarnos a una verdadera definición del objeto de este libro. De manera general, se podría definir nanotecnología como la fabricación de materiales, estructuras, dispositivos y sistemas funcionales a través del control y ensamblado de la materia a la escala del nanómetro (de 0,1 a 100 nanómetros, desde el átomo hasta una décima parte de una bacteria), así como la aplicación de nuevos conceptos y propiedades (físicas, químicas, biológicas, mecánicas, eléctricas…) que surgen como consecuencia de esa escala tan reducida.

En cualquier caso, conviene dejar claro que para que un concepto o material se pueda considerar relacionado con la nanociencia no basta con que tenga dimensiones nanométricas. Si sólo fuese eso, toda la química sería nanotecnología. ¿No han intentado los químicos comprender y trabajar con átomos desde que Dalton postulase su existencia en 1808? La diferencia reside en la forma en la que se manejan los objetos y en las nuevas propiedades que emergen de su reducido tamaño. Mientras que la química ha trabajado tradicionalmente desde un punto de vista macroscópico y global (por ejemplo, siguiendo las reacciones en las que participan todas las moléculas presentes en un tubo de ensayo mediante cambios en el color, temperatura o pH), la nanociencia sigue estos procesos a una escala atómica o molecular, pero de manera individual: entendiendo, manipulando y actuando sobre una molécula concreta (o un átomo, una nanopartícula, una proteína, etc.) y estudiando la manera de agruparlas de forma ascendente. Todo está formado por átomos y moléculas y no por eso todo es objeto de estudio exclusivo de la física o la química. La nanotecnología implica la formación de estructuras con nuevas propiedades, así como el control atómico o molecular sobre ellas. Por ejemplo, el tubo de escape de un coche no debe considerarse como una nanoherramienta para producir nanopartículas porque aunque, por desgracia para el medioambiente, produzca cantidades ingentes de ellas, lo consigue a través de un proceso químico descontrolado, generándolas con una gran variedad de tamaños y composiciones.

Así pues, conviene recalcar que para que un producto esté verdaderamente relacionado con la nanotecnología, no sólo el tamaño importa, sino que debe darse al menos alguna de estas condiciones: la reducción de escala ha de ir acompañada por la emergencia de nuevas propiedades (físicas, electrónicas, de origen cuántico, de tamaño finito), el material debe haberse fabricado mediante técnicas ascendentes o haber sido manipulado en su escala atómica o molecular de manera individual y precisa. Existen muchos materiales que cambian sus propiedades con el tamaño. Un ejemplo puede ser el oro que, al pasar de ser un material macroscópico a tener el tamaño de una nanopartícula, cambia de color: deja de tener su característico tono amarillo para volverse azulado (en nanopartículas de unos 100 nm) o rojizo (si éstas son de 10 nm). Esta propiedad puede utilizarse para construir nuevos dispositivos ópticos que de una manera simple (mirando el color o midiendo su espectro de absorción) nos indiquen si se ha producido, o no, un determinado proceso (Figura 2.5), o también para fabricar tintes o pinturas a partir de un único material.

La aproximación «nano» es, por tanto, muy diferente de la «descendente», pues el planteamiento está basado exactamente en lo contrario: ir de lo pequeño a lo grande, fabricando dispositivos o nuevas estructuras a partir de sus componentes últimos. En este caso, se trata de trabajar no como un escultor, sino como un albañil, que construye una pared partiendo de una serie de elementos básicos, los ladrillos. Esta aproximación, que se conoce como «ascendente» o bottom-up (de abajo hacia arriba), utiliza para construir los diferentes objetos, componentes básicos muy variados tales como átomos, moléculas, ácidos nucleicos, proteínas, nanopartículas, nanotubos, etc. Es algo similar a montar un puzle, en el que encajando cientos de piezas de diferentes tamaños y colores podemos construir casas, aviones, o robots. Si las piezas de nuestro pasatiempo, en lugar de ser de cartón o de plástico, fuesen bolas de 0,1 nm de diámetro, y las llamásemos oxígeno, hidrógeno o carbono, podríamos ensamblar una molécula de agua o de glucosa como construíamos castillos cuando éramos pequeños. Pensar que podríamos desarrollar toda la tecnología que nos rodea fabricando el objeto que deseemos molécula a molécula, o partícula a partícula, parece un sueño atractivo pero irrealizable. No sabemos cómo manipular cada una de las piezas del lego, no sabemos cómo hacer para que éstas se unan entre sí, ni qué tipo de pegamento utilizar. Y aunque lo lográsemos, ¿cuánto tardaríamos en construir un nanobjeto?, ¿tendrían estas nanoestructuras alguna utilidad?

FIGURA 2.5.Las propiedades de algunos materiales, como su color, dependen de su tamaño. En la foto vemos disoluciones de nanopartículas de oro de distintos tamaños, indicados en los círculos en nm. Los distintos tonos de gris corresponden a colores diferentes en la imagen original. Gentileza de la Dra. Puerto Morales, ICMM-CSIC.

No obstante, si meditamos sobre estos interrogantes veremos que esta idea no es tan descabellada. Para comprender cómo se pueden construir dispositivos de orden superior partiendo de sus constituyentes fundamentales sólo tenemos que mirar a nuestro alrededor. Comprobaremos que la biología lo viene haciendo desde hace casi 4000 millones de años sobre la Tierra. De hecho, la vida es el único sistema complejo y autorrelacionado que funciona utilizando las ideas propias de la nanotecnología. Así, las moléculas que se sintetizaron antes de que la vida apareciera sobre la Tierra se fueron reconociendo, enlazando y autoensamblando para formar estructuras de mayor complejidad que les proporcionaban ciertas ventajas para captar energía, evitar su degradación, hacer copias de sí mismas y evolucionar. Por ejemplo, simplificando mucho se puede decir que, en el mundo anterior a las células, moléculas relativamente simples como los nucleótidos se fueron uniendo entre sí de manera precisa hasta construir los ácidos nucleicos (el ácido ribonucleico o ARN y posteriormente el ácido desoxirribonucleico o ADN), y algo parecido ocurrió con los aminoácidos que formaron las proteínas. Pero no sólo se trata de la aparición de la vida, también de lo que está pasando en la biología actual. Por ejemplo, en el momento en que un ser humano es engendrado, no es más que la unión de dos células individuales, el llamado cigoto, pero poco tiempo después y a través de sucesivas divisiones, su tamaño va aumentando hasta formar primero un embrión, luego un feto y después una persona independiente. Además ahora mismo, en el interior de cada una de nuestras células, hay una actividad frenética para metabolizar los nutrientes y ensamblar macromoléculas siguiendo las órdenes que dictan nuestros genes. En estos procesos intervienen nanomáquinas naturales tan importantes como los ribosomas o distintos tipos de bionanomotores, de los que hablaremos en detalle en el Capítulo 7. Los ribosomas, por ejemplo, son agregados de macromoléculas de unos 30 nm de diámetro, que fabrican nuevas proteínas a partir de sus aminoácidos constituyentes siguiendo la programación que se encuentra escrita en el ARN. Otro ejemplo lo encontramos en la kinesina, una proteína que transporta material moviéndose por el interior de la célula sobre unos microtúbulos, como si fuera un acróbata que camina sobre un cable, dando pequeños pasos de un nanómetro de largo. Es un pequeño motor molecular que utiliza energía química para desarrollar un trabajo.

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