El feminismo queer es para todo el mundo

El feminismo queer es para todo el mundo


CAPÍTULO 1. QUÉ ES QUEER, CUIR, KUIR, CUY(R) » Re-sentir ‘lo queer’

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Capítulo 1

Qué es queer, cuir, kuir, cuy(r)

                                                                                                                                          “I made the choice to be queer.”

Gloria Anzaldúa, Borderlands (1987)

Antes de que la gente activista se apropiara del término queer a mediados de la década de los ochenta (en el contexto de la pandemia del SIDA) para resignificarlo en clave de rabia y revolución, las vidas, las relaciones, las familias queer, ya existían. La cuestión es que, para que haya gente “rara”, extraña (queer), y poder controlarla, tiene que haber otra “no rara” o “normal”. Pero ¿quién o quiénes definen qué es “lo normal”? ¿Quiénes adjudican la categoría de “normal” o “natural” a ciertas relaciones y no a otras? ¿No son la normalidad, o lo considerado natural, convenciones sociales? Lo son, y varían según el contexto y el momento histórico; pensemos, por ejemplo, en los modelos familiares o las relaciones afectivas, y todo lo que han evolucionado. Entrecomillo en estas líneas “normal” y “natural” para señalar el extrañamiento de estas categorías, y que son construcciones sociales, es decir, que pueden cambiar. Como venimos diciendo desde hace años en las manis del Orgullo Crítico, y el cantante trans* Viruta le ha puesto música, “normal es un programa de mi lavadora”.

En mis clases de Sociología suelo utilizar un vídeo de la periodista y activista feminista Irantzu Varela, que se titula así, Lo normal. En este vídeo explica, con mucho humor, qué es lo que hoy en día se considera “lo normal” (“lo normal es que los hombres hagan los trabajos mejor pagados”, “lo normal es comer carne”, “lo normal es que nosotras [las mujeres] cuidemos más”, “lo normal es ser de una opción sexual o de la otra”, “lo normal es que las niñas tengan vulva y los niños tengan pene” o “lo normal es ser blanca”, entre otros muchos ejemplos). Y concluye: “A ver si resulta que ‘lo normal’ es un sistema de normas para hacernos vivir en un sistema de dominación, de opresión y explotación… creyéndonos que es ‘lo normal’”2.

Y es que se puede ser “no normal” de muchas maneras. Queer se refiere a esa rareza, esa desviación de la normalidad, de lo straight, en términos sexuales y genéricos. En realidad, la connotación sexual es de finales del siglo XIX; como aparece recogido en Queer. Una historia gráfica (un libro muy didáctico, que no me canso de recomendar), el primer registro del uso de queer como insulto homófobo es una carta de 1894 del padre de Alfred Douglas, conocido por acusar al escritor Oscar Wilde de tener una relación con su hijo. Queer se empezó a utilizar entonces como un término peyorativo para los hombres gais afeminados o con pluma, y como “un insulto general para cuestionar cosas al asociarlas con la atracción hacia personas del mismo sexo, del mismo modo que la frase ‘eso es muy gay’ se viene usando recientemente para implicar que algo es negativo” (Barker y Scheele, 2017: 9). Y, señala Borrillo, “como la xenofobia, el racismo o el antisemitismo, la homofobia es una manifestación arbitraria que consiste en señalar al otro como contrario, inferior o anormal” (2001: 13).

Rarites, queer, son la chica que tiene una expresión de género más masculina de la cuenta, o el chaval que lleva zapatillas rosas y/o pasa de jugar al fútbol, por mencionar dos ejemplos pensando en el patio de un centro educativo. Como apunta la teórica brasileña Guacira Lopes Louro (2019: 3),

una noción singular de género y sexualidad viene siendo sustentada en los currículos y en las prácticas de nuestras escuelas. Aun cuando se admita que existen muchas formas de vivir los géneros y la sexualidad, es un consenso que la institución escolar tiene la obligación de orientar sus acciones a partir de una norma: habría únicamente un modelo adecuado, legítimo, normal de masculinidad y de feminidad y una única forma sana y normal de sexualidad, la heterosexualidad; apartarse de esa norma significa buscar el desvío, salir del centro, tornarse excéntrico.

Este modelo no se persigue solo en la escuela, sino que está presente en los medios, en el cine, en las artes, en el ámbito sanitario (los informes médicos, por ejemplo), el jurídico, en la sociedad en general. Al ámbito educativo vuelvo en el último capítulo sobre pedagogías queer.

Queer señala la desviación de la norma sexo-genérica, el salirse por la tangente, o escapar en diagonal dejando una estela de purpurina, como prefiramos. En nuestro contexto difícilmente te insultarán diciéndote queer por la calle; lo más probable es que te griten marimacho, maricón (de mierda, como le dijeron a Samuel antes de asesinarle)3, travelo, puta, o te contesten “caballero” cuando eres una mujer trans*, entre otras posibles situaciones violentas. Ante ellas, hemos aprendido a hacer lo que Judith Butler denominó como “la inversión performativa de la injuria” (1990), es decir, a adelantarnos al insulto y declarar, muy orgullosas: somos maricas, bolleras, transgéneros, marimachos, bujarras, butch, y un gigantesco etc. Ese etcétera es, precisamente, una señal de desbordamiento de las categorías identitarias y de la proliferación de las mismas4.

Lo que se aleja de lo considerado normal o natural (siguiendo con Irantzu Varela, “lo normal es ser heterosexual”, “lo normal es que tu sexo y tu género sean el mismo”) ha sido históricamente, y continúa siendo, controlado, perseguido, criminalizado, patologizado5. Las disidencias sexo-­genéricas siguen enfrentándose a una serie de penaliza­­ciones (invisibilidad, no respetabilidad, violencias de diversos tipos, ausencia de derechos y libertades), cuyo grado depende de los contextos. En Polonia, desde 2019, hay más de 100 municipios y gobiernos regionales declarados “zonas libres de LGTBI” (sic); recientemente, en el otoño de 2021, algunos han empezado a retirar esta “denominación” tras recibir el aviso de la Unión Europea de la posible supresión del envío de fondos. En Rusia, la Duma Estatal aprobó en 2013, rozando escandalosamente la unanimidad, una ley que prohíbe la propaganda homosexual, que ha disparado la homofobia en el país desde entonces. Y en Chechenia hay una “caza” de gais, lesbianas y trans* en marcha, como están denunciando grupos de activistas allí, y recoge el documental Bienvenidos a Chechenia6. Podría seguir hablando de otros muchos contextos donde no ser heterosexual (o no parecerlo), ser trans* o travesti supone hoy en día enfrentarse a más violencias, sociales e institucionales, una merma de derechos, etc. Tampoco olvidemos cómo en el nuestro han aumentado las agresiones LGTBIfóbicas en los últimos años7, consecuencia del discurso de odio difundido por la extrema derecha, a la que incomodan los avances de las movilizaciones feministas, LGTBI+ y queer.

Seguimos resistiendo a los regímenes de “lo natural” y “lo normal”, y sus violencias, es decir, a todas las ideas normativas que señalan qué se considera raro o desviado, enfermo, extraño, “anormal”, en relación con nuestro comportamiento, nuestra identidad sexual y genérica, nuestras corporalidades y apariencias (o expresión de género), nuestras relaciones, familias, etc. Sara Ahmed lo ha escrito magistralmente: “La desviación es dura. La desviación se hace difícil. La violencia flota alrededor de la persona desviada. Tú destacas respecto a lo que está alrededor” (2019: 180). Nosotres continuamos defendiendo la legitimidad de nuestras rarezas frente a los mandatos que nos intentan reconducir a lo straight, a “normalizar” nuestra queerness. Esta es una de las batallas que nos toca dar a nivel individual y colectivo (mejor juntes, y tomándonoslo con mucho humor, siempre que se pueda). Porque, como nos recuerda Víctor Mora (2021: 51),

lo queer, en la práctica, se significa encarnado y atraviesa los relatos de vida. Pronostica precariedades con mayor o menor grado de violencia y exclusión. Un cuerpo queer es un cuerpo cuestionado, cuestionable, sospechoso, puesto en duda. Un cuerpo que se sale del marco normativo y que, en el extremo de esa experiencia, devendrá vida desnuda, no válida, no llorable. La persona tan al margen de la norma/forma, de la persona/sujeto, que no tendrá un trato equivalente o no será leída, en definitiva, como persona, como igual. Eso, y no otra cosa, es lo queer.

Habitar las periferias

A la escritora Jeanette Winterson su madre le contestó: “¿Por qué ser feliz cuando puedes ser normal?”, cuando ella, recién cumplidos los 16 años, le contó que se había enamorado de una chica. Aquella pregunta se convirtió, años después, en el título de un libro que Winterson publicó en 2012. En este volumen la autora reflexiona, también con mucho humor (es una estrategia muy queer), sobre su relación con su familia, lo que sucedió cuando se enamoró de aquella chica, se fue a estudiar a Oxford, se convirtió en escritora, y cómo sobrevivió a todas las dificultades y experiencias que le iba a brindar la vida. Como ella misma escribió, “no son unas memorias tristes: es un libro sobre la esperanza, sobre los cambios, sobre la buena suerte y las oportunidades”. No ser normal puede, como en el caso de Winterson, tener un final feliz, no como en tantas novelas y películas que, en décadas previas (hasta los años noventa), asociaban constantemente homosexualidad y lesbianismo con muerte, soledad, tragedia, suicidios y cosas similares.

Poner en jaque el régimen de “lo normal”, evidenciando que la normalidad es una convención social (y, como tal, puede cambiar) es parte del ADN de lo queer. De mi propia infancia y adolescencia recuerdo esa sensación de no encajar en un sistema que impone dos sexos y dos géneros, de habitar ese “no lugar” entre ser “niña” y “niño”, el rosa y el azul, sin posibilidad de ningún otro color intermedio. Ese no encajar es una buena definición de queer, es un darse a la fuga, o intentarlo, correr lejos de las definiciones categóricas, que funcionan como cajas, donde nos colocan nada más nacer, o incluso antes (¿es un niño, o una niña? No sabemos, todavía no nos ha dicho nada). Es resistir en los márgenes, los espacios liminales entre los sexos, los géneros, las identidades. A veces incluso de las propias comunidades o grupos: Gloria Anzaldúa (2009: 90), escritora chicana y lesbiana, escribió cómo, incluso dentro de la comunidad lesbiana, “me siento como una outsider. Es siempre el afuera del afuera del afuera”.

El problema de habitar los márgenes es que, además, puede suponer estar en los bordes de la inteligibilidad. No ser leíde o reconocide puede traducirse en tener más problemas en el acceso a los derechos y a vivir una vida libre de violencias8. Reconocimiento y redistribución son dos polos de un debate que lleva ocupando mucho tiempo a las teóricas feministas Nancy Fraser y Judith Butler, entre otras9. Históricamente se han entendido las luchas feministas y LGTBI+ como relativas al reconocimiento “cultural” (de género, sexual, étnico, etc.), y las de la clase obrera a la redistribución “económica” (de recursos y bienes materiales), siendo estas últimas consideradas más importantes que las primeras. Los denominados “nuevos movimientos sociales” ya problematizaron a mediados de los años sesenta la distinción entre lo cultural y lo económico, además de la figura prototípica del trabajador varón, hetero, masculino; en los últimos años, el debate ha ido incorporando más voces en la línea de la hibridación entre ambas, y en subrayar que sin reconocimiento de los sujetos difícilmente hay redistribución. En nuestro contexto actual, las demandas de las personas trans* evidencian que no estamos ante una cuestión “meramente cultural” o académica, o un conflicto entre diferentes corrientes del feminismo. El conflicto existe, pero el calado es mucho mayor que el de un debate teórico (que, por otra parte, ni siquiera se está dando como tal). Como advierte Pablo Pérez Navarro, “es imposible separar la dimensión simbólica de la libre determinación del género de la lucha contra la violencia y la exclusión económica y ma­­terial”10.

El guion cultural en el que todo esto sucede es el marco heteronormativo, y el sistema, como sabemos, el heteropatriarcal, racista y clasista. Michael Warner (1993: xxi) definió la heteronormatividad como “los procesos normalizadores que mantienen la heterosexualidad como la forma elemental de asociación humana, como el modelo de las relaciones entre los géneros, como la base indivisible de toda comunidad y como los medios de reproducción sin los cuales la sociedad no existiría”11. Queer es no ser hetero y/o cisgénero12, es decir, romper con los mandatos de género. Las personas diferentes no encajamos en ese marco, pero es que tampoco tenemos muchas ganas de hacerlo: es como ir a una fiesta a la que no te han invitado. No obstante, y este matiz es importante, “tanto para los intelectuales como para los activistas, lo queer supone un umbral crítico al definirse contra lo normal más que contra lo heterosexual, y lo normal incluye la vida normal del mundo académico” (Warner, 1993). En otras palabras, el problema no radica en la heterosexualidad como conjunto de prácticas sexuales, sino en la heterosexualidad como régimen político (Rich, 1980) y en la cis-heteronormatividad como marco cultural. Ahí es hacia donde dirigimos las críticas teóricas y las políticas queer13. En relación con los avances legales y sociales de los movimientos LGTBI+, en los últimos años ha surgido también otro blanco de las críticas queer: la homonormatividad, término acuñado por Lisa Duggan (2002). Este término se refiere a las personas LGTBI+ que defienden “una política que no desafía los presupuestos e instituciones heteronormativas dominantes, sino que los sostiene y defiende, al mismo tiempo que promete la posibilidad de un electorado gay desmovilizado y una cultura gay privatizada, despolitizada, basada en la domesticidad y el consumo” (Duggan, 2002: 179). Es decir, una búsqueda de la “integración” en el sistema sin realizar una crítica transformadora del mismo, los gais y lesbianas “buenos”.

No encajar en las categorías de la heteronormatividad constituye, por tanto, un riesgo, una probabilidad mayor de ser discriminade, como señalé anteriormente, incluso en los contextos occidentales en los que hemos ido adquiriendo algunos derechos y libertades, gracias, entre otras cosas, a la movilización colectiva en la calle durante varias décadas. “Tengo cicatrices de risas en mi espalda”, escribió el chileno Pedro Lemebel en su Manifiesto (Hablo por mi diferencia) (1986). No obstante, rechazar el contrato heterosexual, no solo en la práctica de vida de cada une sino en la práctica del conocimiento, también supone, como señaló Teresa de Lauretis (2003), un giro epistemológico, ya que cambia las condiciones de posibilidad del saber. “Lo queer” ha supuesto dar voz y abrir espacios a otros cuerpos y sujetos diferentes.

Judith Butler (1990: 194) posteriormente se referirá a la “matriz heterosexual” como el “entramado de inteligibilidad cultural mediante la que los cuerpos, géneros y deseos son naturalizados”, concepto basado, como señala ella misma, en el “contrato heterosexual” de Monique Wittig, y, en menor medida, en el concepto de “heterosexualidad obligatoria” de Adrienne Rich. La matriz heterosexual parte de y fomenta la alineación entre cuerpo, género y deseo sexual, es decir, da por hecho que

para que los cuerpos sean coherentes y tengan sentido debe haber un sexo estable expresado mediante un género estable (masculino expresa hombre, femenino expresa mujer) que se define históricamente y por oposición mediante la práctica obligatoria de la heterosexualidad (Butler, 1990: 194).

Esta asunción deja fuera todo aquello que no se adecúa a esa cadena sexo-género-sexualidad-identidad de gé­­nero-identidad sexual, etc., es decir, toda una gama de “grises”, un amplio espectro de corporalidades y categorías identi­­tarias.

La casa de la diferencia

“People are different from each other.”

Eve Kosofsky Sedgwick, Epistemology of the Closet (1990)

Definir queer es algo, en realidad, muy poco queer. Más interesante que arriesgar definiciones o dibujarle límites sobre el papel es ver cuáles son sus características y sus potencialidades radicales. Queer es un posicionamiento político y una epistemología (una herramienta, o un conjunto de ellas, que nos puede ser útil para observar e interpretar el mundo de forma diferente, de manera crítica). Es un proceso, una acción, no una identidad. Y un verbo, to queer, o “queerizar” en castellano, que yo he utilizado en alguna ocasión en otros trabajos, como sinónimo de atravesar —uno de los significados de queer es across, a través—, de contaminar, cuestionar o, como dicen en América Latina, tortillear y amariconar, entre otras expresiones.

Queer es, también, un cambio de mirada, un giro en el foco: pasamos de considerar que hay gente “normal” y luego un conjunto de “minorías sexuales” (a las que después ponemos bajo la lupa y problematizamos) a decir, con la genial Eve Kosofsky Sedgwick: las personas somos diferentes. Todas. Este giro epistemológico ha sido y es clave para las micropolíticas queer, llevadas a cabo tanto en la calle como en el ámbito educativo, el sanitario, y tantos otros. Es una propuesta de cambio en el enfoque: miremos a la sociedad en su conjunto, no a las personas a nivel individual, y preguntémonos por qué todavía la gente no se siente libre en un centro de trabajo o en el instituto, con su familia o por la calle, si es diferente.

Podemos decir, soy queer, o mejor, estoy, ya que, como he comentado, no es una identidad. O devenir, haciendo alusión al proceso, al cambio. En todo caso, autodenominarse queer (bollera, marica, travesti, o lo que prefiramos) supone, como he mostrado, apropiarse del insulto, algo que contribuye a ir minando la connotación negativa, el estigma. Sobre este último escribió el sociólogo Erving Goffman el libro titulado Estigma. La identidad deteriorada (1998), en el que explica cómo funciona esa marca negativa que la sociedad pone a determinados sujetos o grupos sociales. Goffman define “estigma” como un atributo, un rasgo, una condición desacreditadora en las interacciones sociales. Lo fundamental, según Goffman, no es el atributo en sí, sino la connotación social que éste tiene en cada contexto sociohistórico, que puede suponer la infravaloración de una persona (por ejemplo, la percepción de algunas enfermedades mentales, como la epilepsia, ha cambiado con el tiempo). Este libro lo leí mientras trabajaba en mi tesis sobre el movimiento de lesbianas en el Estado español (Trujillo, 2008), en la que analicé cómo las activistas van negociando y construyendo los discursos sobre las identidades colectivas, claves para la movilización, teniendo en cuenta que eran (y son, aunque en menor medida) identidades estigmatizadas, es decir, devaluadas. Decir queer es, en definitiva, una manera de darle la vuelta al término e ir reduciendo el estigma, como hace la gente con diferentes capacidades cuando se autodenomina “disca”, o las personas del Cono Sur al apropiarse de “sudaca”, o cuando se resignifica “puta”, como hizo Virginie Despentes en su genial Teoría King Kong (2007).

Hablar de diferencia (que no diversidad) es, por otra parte, hablar de relaciones de poder, de respeto (y no de tolerancia), de desigualdades basadas o justificadas en esas diferencias. Como escribió el gran Néstor Perlongher, no queremos que “nos expliquen, ni que nos toleren, ni que nos comprendan: lo que queremos es que nos deseen”. Y que nos respeten. Las diferencias no son el problema, como nos recuerda Silvia Federici, sino las jerarquías que se establecen entre ellas, algo sobre lo que ya nos alertaron feministas lesbianas negras como Patricia Hill Collins, entre muchas otras, en los años setenta. Sobre jerarquías de sexualidades en niveles de respetabilidad y visibilidad escribió la antropóloga Gayle Rubin (1989). Hay un sexo considerado “bueno” (normal, natural, saludable) y otro “malo” (anormal, antinatural, patológico), y entre ambos extremos una serie de fronteras sexuales que marcan la virtud y el vicio, el orden sexual y el caos. Rubin explicó cómo en el borde de la respetabilidad están las parejas estables de gais y lesbianas, seguidas en el descenso hacia el sexo “malo” por los gais y lesbianas promiscuos, hasta llegar a los niveles más bajos de la jerarquía sexual, los más estigmatizados: prostitutas, travestis, trans*, sadomasoquistas, fetichistas, etc. Este texto, tan importante en los estudios de género y sexualidad, tiene, no obstante, unos años ya. Sería interesante repensar algunos de los casos y ver en qué lugar de la jerarquía están hoy en día (en el escenario del matrimonio igualitario o la ley de identidad de género, pese a todas sus deficiencias). Aun así, sigue existiendo una jerarquía en cuanto a identidades, relaciones sexo-afectivas, tipos de familias, etc. ¿Por qué se mantiene? Porque es funcional al sistema: la heteronormatividad no solo necesita de las desviaciones para existir, sino que se refuerza una y otra vez a través de penalizaciones a lo “rarito” (Butler, 1990).

Hablar de nuestras diferencias, entre mujeres, y entre lesbianas, gais, trans* (entre los grupos y dentro de ellos) es fundamental, nos advirtió Audre Lorde. La diferencia entendida como un lugar, una casa, como escribió ella, un espacio de encuentro donde poder refugiarse y compartir experiencias más allá de las categorías identitarias. Ella misma se definió en La hermana, la extranjera (2003) como “feminista Negra, lesbiana y socialista de cuarenta y nueve años, madre de dos hijos, uno de ellos varón y miembro de una pareja interracial”, y así, con estas “etiquetas”, continúa: “Suelo verme incluida en diversos grupos definidos como diferentes, desviados, inferiores o sencillamente malos” (Lorde, 2003: 121). La propuesta de Lorde es hablar de las diferencias (no de “desviaciones”) de raza, de clase, de género, sexuales, de edad, y considerarlas como espacio de acogida y no de división entre luchas. “Solo en el marco de la interdependencia de diversas fuerzas, reconocidas en un plano de igualdad, puede generarse el poder de buscar nuevas formas de ser en el mundo y el valor y el apoyo necesarios para actuar en un territorio todavía por conquistar”. Y continúa: “Sin una comunidad es imposible liberarse […] Mas la construcción de una comunidad no pasa por la supresión de nuestras diferencias, ni tampoco por el patético simulacro de que no existen tales diferencias” (2003: 117).

¿Término ‘paraguas’?

                                                                                                                   “Lo queer no te quita lo racista.”

Pancarta del Bloque Racializado, Orgullo Crítico (Madrid, 2019)

Una de las razones por las cuales se comenzó a utilizar el tér­­mino queer a finales de la década de los ochenta era que incluía a las denominadas sexualidades “periféricas” o “mul­­titudes sexuales” (Preciado, 2003), en contraste con la ex­­presión “minorías sexuales”. Queer pretendía ser un término paraguas para todo el espectro sexo-genérico desviado, raro, no heteronormativo. Digo “pretendía” porque no siempre se ha logrado esa inclusividad ni mucho menos, y ha habido bastante debate sobre esto. En palabras de Gloria Anzaldúa, una de las precursoras de las teorizaciones queer:

Queer se usa falazmente como un paraguas donde queers de todas las razas, etnias y clases falsamente encuentran cobijo. A veces necesitamos este paraguas para fortalecer nuestras filas contra extraños. Pero incluso cuando buscamos cobijo bajo él no debemos olvidar que homogeneiza y borra nuestras diferencias (1991: 250).

David Halperin también alertó de que el uso de queer como término inclusivo puede tener el efecto de “(mal) representarnos como una gran (queer) familia feliz” (1995: 64). En los últimos años hemos utilizado también otras expresiones como transmaricabollo o transmaricabibollo, al ser traducciones más cercanas de queer a nuestro contexto.

Las combinaciones de términos que se han ido utilizando en los últimos años son muchos, como transfeministas kuir o transmabollocuir, por ejemplo (sobre transfeminismo escribo en el capítulo 5). Si queer alude más a un espectro de géneros y sexualidades, podría­­­­mos convenir en autodenominarnos todes “transgénero”, utilizando el concepto de Susan Stryker, como propone Mora (2021: 63). Como lugar donde encontrarnos no me parece na­­da mal.

Del término queer se han dicho muchas cosas: por ejemplo, que no se entiende; yo creo que, en general, sí, y nos ha costado mucho que así fuera. Muches seguimos utilizándolo porque “feminismos queer” nos remite a una genealogía radical, y otras activistas en otros contextos así lo entienden; si no es el caso, podemos utilizar transfeminismo, que quizás resuene más (por ejemplo, en América Latina). También se ha criticado que queer se haya traducido en muchas ocasiones, apresurada e interesadamente, como “marica”, con lo que el término pierde ese carácter más inclusivo que, al menos en teoría, tiene en inglés. También se ha cuestionado, con razón, la posible despolitización de esa inclusividad semántica, y el peligro de apropiación del término fuera del ámbito de la protesta sexual. Como ya he comentado, aquí difícilmente nos insultarán por la calle diciéndonos: ¡Eh, tú, queer!, pero eso no significa, como intento mostrar en este libro, que el término no tenga esa historia de radicalidad, y que no la mantenga. Para muches de nosotres seguir llamándonos queers es también una forma de reconocer la trayectoria política de la que venimos que, en mi caso, comenzó en la segunda mitad de los noventa, en pleno bullir de grupos, convocatorias, acciones (y fiestas) queer y feministas en el barrio madrileño de Lavapiés.

Si bien he compartido en muchas ocasiones la crítica a lo queer como algo anglo y académico, me quedo ojiplática cada vez que leo las advertencias sobre los peligros de la entrada de “lo queer” en las universidades en nuestro contexto, como denuncia el sector trans-excluyente del feminismo. ¡Ya nos gustaría que así fuera, que hubiera grados de Estudios Queer! Por otra parte, esas alarmas evidencian todo lo que aportan —y lo disruptivo que puede ser para ciertos sectores aposentados en los ámbitos académicos— todo este conjunto de herramientas teóricas y de prácticas políticas que tanto han enriquecido a los feminismos (y viceversa). En otras palabras: ladran, luego cabalgamos. El rechazo a todo lo que suene a queer en el ámbito académico en general, y por parte del feminismo académico, de corte ilustrado, en particular, es más que manifiesto (a algunas no nos sorprende, esto viene de hace años ya, aunque es cierto que es todo más virulento ahora). Como ha escrito Beatriz Suárez Briones: “Creo que las feministaslesbianasqueer somos la distopía de ese feminismo académico dualista y heterocentrado” (2019: 22).

Es importante seguir fiscalizando los usos interesados de “lo queer” en la academia y fuera de ella (por ejemplo, para evitar nombrar a lesbianas, gais, trans*, bisexuales, intersexuales, personas no binarias, etc.; o porque decir queer puede quedar mejor, es un término más moderno, más cool). Y, al mismo tiempo, es importante que sigamos pensando de manera crítica y habitando con nuestros cuerpos e identidades queer los espacios de producción de conocimiento, donde hay todavía muchas presencias, temáticas e investigaciones que resultan incómodas.

Re-sentir ‘lo queer’

Levantemos ahora la mirada de nuestro contexto para ver la fotografía global. Cuando decimos queer estamos hablando de “un proyecto crítico, heredero de la tradición feminista y anticolonial, que tiene como objetivo el análisis y la deconstrucción de los procesos históricos y culturales que han conducido a la invención del cuerpo blanco y cis-heterosexual como ficción dominante en Occidente” (Preciado, 2009: 19). A mí me interesan especialmente los diálogos que estas miradas radicales, de resistencia, establecen con las perspectivas decoloniales, como un modo de habitar este proyecto político desde el Sur global y este Sur nuestro europeo14.

Las prácticas políticas queer, o transviadas en el contexto luso, no surgieron en Estados Unidos, ni lo queer se refiere a algo meramente académico y anglo en todos los contextos, aunque es cierto que en algunos (como el de Brasil, por ejemplo) pueda resonar así. Como apunta Colling (2019: 181), “es muy difícil pensar que existe una nacionalidad específica para los estudios queer”. Dependiendo del contexto y de las genealogías, es decir, de cómo lo queer se ha desarrollado y ha sido leído en cada realidad, tiene una mayor o menor radicalidad, además de que se nombra de maneras diferentes también: queer, cuir, kuir, transviados, transmaricabollos, disidencias sexo-genéricas, etc. (Pérez y Trujillo, 2020). La escritora y activista argentina val flores (2013) ha reflexionado sobre los diferentes modos de leer y de vivir lo queer/cuir en América Latina. Diego Falconí, Santiago Castellanos y Maria Amelia Viteri (2014) propusieron, a su vez, “re-sentir lo queer” desde el Sur global, como una manera de pensarlo en tensión con su carácter etnocéntrico y su ubicación geohistórica en el Norte. Re-sentir lo queer mientras recordamos que es un término propuesto para la desestabilización corporal y que, por su carácter resbaladizo, se resiste a ser, no puede ser, reapropiado. Re-sentir o sentir de otro modo, descolonizando lo queer. En este sentido, val flores (2013: 55-61) señala: “Aquí se disputa lo cuir como localización de la disconformidad con las hegemonías no sólo identitarias sino también geopolíticas”, y más adelante reclama una “latinoamericanización de lo cuir”. Diego Falconí utiliza el término “cuy(r)” y “cuyrizar”, pensando en su contexto natal de Ecuador15.

Identidades fronterizas, atravesadas por intersecciones, mestizaje, figuras híbridas, que contaminan y cuestionan los esencialismos y los universalismos. Todo esto (también) es “lo queer”.

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