El feminismo queer es para todo el mundo

El feminismo queer es para todo el mundo


CAPÍTULO 2. ACTIVISMOS Y TEORÍAS QUEER , Y VICEVERSA » Herramientas teóricas

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Capítulo 2

Activismos y teorías queer, y viceversa

                                                                                                                                                   “Si les molesta tu pluma, clávasela.”

La Radical Gai

Vayamos a las calles, que es donde surgió “lo queer”. Los comienzos del activismo que se autodefinió como queer se suelen situar a mediados de los años ochenta en comunidades como las de las lesbianas chicanas de California o las lesbianas negras, migrantes, indígenas, que se rebelaron contra su “extranjería” del movimiento de gais blancos y de clase media. No obstante, como apunta Facundo Saxe, “ya hay marcas para pensar lo queer en los años setenta, en el modelo gay subversivo del momento inicial (vinculado directamente a rebeliones como la de Stonewall en 1969 en Estados Unidos) del movimiento de liberación gay-lésbica y en el pensamiento de autoras como Anzaldúa” (2005: 47). Y lo mismo sucedió en el Estado español, como muestro en el capítulo 4, en el que explico las genealogías de los activismos radicales desde los años setenta en adelante.

Una crítica similar fue a la que se enfrentó el movimiento de mujeres estadounidense; como le recordó la feminista negra bell hooks a Betty Friedan, la clase y la raza no estaban en su análisis de La mística de la feminidad, publicado en 1963, como no estaban las necesidades y demandas de las mujeres pobres y negras (y lesbianas y trans*) en los discursos y movilizaciones feministas. Más de un siglo antes, en 1851, Sojourner Truth, activista feminista que había sido esclava, leyó su discurso ¿Acaso no soy yo una mujer? “Al repetir su pregunta: ‘¿Acaso no soy una mujer?’, nada menos que en cuatro ocasiones, exponía los prejuicios de clase y el racismo que impregnaban al nuevo movimiento de mujeres”, escribió Angela Davis en Mujeres, raza y clase (2004), libro en el que analiza la importancia del discurso de Truth16.

Las políticas identitarias articuladas en torno a los sujetos “mujer” o “gay” excluían a la mayoría de aquelles a les que decían representar. Queer es la etiqueta que utilizaron entonces los gais pobres, las lesbianas negras, los seropositivos, las plumeras17… todo ese lumpen de los movimientos que ni estaba ni se le esperaba, que demandan un lugar político sin exclusiones y un discurso propio.

Llamarse queer en los noventa fue una marca, un gesto de disidencia. Sigue siéndolo, siempre que queer sea sinónimo de crítica, de lucha anticapitalista y antirracista, feminista, anticapacitista… de mirada y política interseccional (Cren­­shaw, 1991). Al igual que sucedió en el ámbito anglosajón, en nuestro contexto las activistas rehusaron las categorías de “lesbiana” o “gay” y “adoptaron queer como marca de separación de tal política, como distintivo de su disidencia ideológica” (Duggan y Hunter, 1995: 14). El término “homosexual” se rechazó también, cuestionándolo (de ahí las comillas), al ser una categoría creada por la medicina con fines reguladores (Llamas, 1998: 376). En Estados Unidos, las lesbianas que se rebelaron contra los estándares de pureza del movimiento (sobre todo las lesbianas S/M y las butch-femme) encabezaron la corriente denominada pro-sexo, junto a heterosexuales “liberadas” sexualmente y a mujeres cercanas al feminismo radical clásico (Rubin, 1989). Muchas lesbianas se unieron, durante los conflictos en torno a la pornografía (las llamadas sex wars), a los grupos queer al no sentirse identificadas ideológicamente con el discurso de cierto lesbianismo feminista, que era “anti-sexo, anti-gais, de clase media, blanco y homogeneizador” (Duggan y Hunter, 1995: 14).

Queers eran (y son) los márgenes del movimiento feminista blanco y de clase media, o del heterofeminismo, como lo llamó Monique Wittig. En nuestro contexto, hubo una importante crítica queer a algunos grupos de feministas lesbianas y sus discursos y representaciones desexualizadas, que parecían ancladas en la década anterior de los ochenta. La crítica queer iba también dirigida a unos colectivos de “gais y lesbianas”, que hasta la mitad de los años noventa estuvieron integrados por varones en su inmensa mayoría: de “mixtos” tenían poco. Para muchas, llamarnos queer tenía que ver con una desidentificación, utilizando la expresión de De Lauretis (2000), con todo aquello, y con unas políticas identitarias que, como explicó Butler en El género en disputa (1990), presuponen y constriñen a los propios sujetos a los que buscan liberar. “Lo queer” fue una bocanada de aire fresco en los noventa, nos recargó las pilas activistas y contribuyó a que no abandonáramos la lucha feminista y bollera y trans*, sino todo lo contrario. Muchas continuamos (hasta hoy), nos inventamos otros grupos, escribimos fanzines, creamos redes, organizamos jornadas y fiestas, fuimos a mil manis, y tantas otras cosas. Conseguimos afectarnos de alegría, multiplicar los afectos, como diría Deleuze. Con nuestros aciertos y nuestros errores, pero mantuvimos la llama prendida, que no es cualquier cosa (sobre esto, analizando el caso de Estados Unidos, escribió Nancy Whittier un maravilloso libro, Feminist Generations: The Persistence of the Radical Women’s Movement). “Lo queer” en nuestro contexto fue, como le escuché en una ocasión a Preciado, una vuelta del buen rollo al feminismo (apreciación —y recuerdo— que comparto totalmente). Y me alegro de estar escribiéndolo, para que no se (nos) olvide.

Alianzas más allá de las identidades

En nuestro contexto, lo queer no es, por tanto, solo un producto importado del exterior, sino que las múltiples influencias y tránsitos de los que bebe se traducen, se articulan y se reformulan en —al tiempo que problematizan— el espacio y la política local18. En el Estado español, el término queer aparece por vez primera en el número tres de la revista De un plumazo del grupo La Radical Gai (LRG), que en 1993 se define como “queerzine”. En 1994, Lesbianas Sin Duda (LSD) utiliza en su fanzine Non Grata la expresión “yo soy queer, soy diferente”19. La crisis del SIDA y la desidia absoluta de las instituciones frente a ella, junto con la parálisis de la izquierda en general, y de los colectivos gais —que intentaban evitar la asociación de SIDA con homosexualidad—, activaron la rabia e impulsaron la creación de estos primeros grupos queer. Entre ellos cristalizó la política de alianzas entre maricas y bolleras (que eran, en muchos casos, amigas), como sucedió en otros contextos (Carrascosa y Vila, 2005). El SIDA reactivó en la mayoría de los países occidentales las “comunidades” sexuales, como forma de enfrentar colectivamente un torrente de hostilidades a nivel social, médico e institucional sin poder, además, recurrir a las (en muchas ocasiones homófobas) familias de origen. En nuestro caso, las alianzas fueron en concreto entre las maricas y bolleras queer; durante la década de los ochenta los colectivos de feministas lesbianas y los gais anduvieron por caminos bastante separados políticamente, y las feministas lesbianas no consideraron en aquel momento que el SIDA fuera una lucha suya (Trujillo, 2008).

El SIDA colocó en primera línea los cuerpos, los enfermos y los sanos (como sucedió con el aborto y denunció la artista Barbara Kruger: “Tu cuerpo es un campo de batalla”). Las lesbianas de LSD se sumaron a la denuncia y a la demanda de una necesaria prevención, que brillaba por su ausencia (“Protege tu amor del SIDA”), y a una serie de acciones, como las realizadas durante varios primeros de diciembre, Día Internacional del SIDA, contra la desidia política del Ministerio de Sanidad respecto al tema.

En Estados Unidos, “el trabajo de grupos como AIDS Coalition to Unleash Power (ACT UP) y Nación Queer hizo espectacularmente visible en todos los sectores sociales la importancia de la prevención y amplió la gama de identidades sexuales no normativas” (De Lauretis, 2019: 140). Estos dos grupos, junto a las Lesbian Avengers y las Radical Furies, defendieron, además de la necesidad de aunar fuerzas, aunque fuera en forma de coaliciones puntuales, la acción directa (la estrategia in your face, “en tu cara”) contra la homofobia y la invisibilidad de maricas, bolleras, travestis y trans*, la denuncia del silencio y la falta de acción política frente al SIDA, y la integración del antirracismo, el antisexismo y el anticlasismo en la protesta20. Grupos queer como La Radical Gai o LSD desplegaron un repertorio de acciones y unas estrategias políticas muy parecidas en tierras ibéricas. Esta corriente radical es la que continuaron, posteriormente, otros muchos grupos queer/cuir y transfeministas; sobre ellos escribo en el capítulo 5.

Los grupos queer comparten una serie de elementos entre ellos, como la crítica a la política identitaria y sus exclusiones, al tiempo que hacen un uso estratégico, de manera puntual, de las identidades (esto es a lo que Gayatri Spivak se refirió como “esencialismo estratégico”); la lucha contra el binarismo de género y sexual; la autonomía política; y la idea de que la cuestión prioritaria no es la demanda de derechos y la estrategia a seguir la negociación institucional, sino la batalla cultural, y en la calle. Son grupos de organización asamblearia, autogestionados, críticos con las múltiples diferencias (de clase, de raza, de etnia, de estatus legal, edad, capacidad, etc.), y con el movimiento LGTBI+ mainstream, institucionalizado y centrado, en líneas generales, en los avances legales. En el caso del Estado español, la obtención de derechos como el del matrimonio “igualitario” o la adopción por parte de personas LGBTI+ ha permitido a la gente que quería disfrutarlos que lo hiciera (y que sus parejas y familias tengan un respaldo legal). Al mismo tiempo, ha supuesto una desmovilización importante del movimiento LGTBI+ moderado (no ha sucedido lo mismo, en general, con los grupos transfeministas y queer), mientras ciertos sectores (conservadores y no solo) siguen difundiendo la idea de que la gente no cis-hetero ya hemos conseguido todo lo que demandábamos (¿qué más quieren, si ya pueden casarse?).

El impacto de los grupos queer en los más instituciona­­lizados ha sido, por otra parte, bastante destacado. Las perspectivas queer han contaminado a los colectivos LGTBI+ mucho más de lo que las activistas imaginamos (Colling, 2019). Los activismos más moderados se han ido, en general, acercando a los más radicales en algunas cuestiones como la crítica a los binarismos de género y sexuales, o a la heteronormatividad. Pero las diferencias continúan (entre los activismos queer y los institucionalizados, y también dentro de estos mismos a su vez), y se hacen evidentes en algunos puntos como el de la afirmación de las identidades, entre otros. En este sentido, Colling (2019) muestra en su investigación sobre el activismo queer y LGTBI+ en clave comparada en cuatro países (Argentina, Chile, Portugal y España) que la percepción de que el activismo queer es anti-identitario o contrario a las identidades es falso. Por el contrario, el activismo queer llega a ser, en determinadas ocasiones, incluso hiperidentitario con las identidades más abyectas o marginalizadas como las butch o bolleras masculinas, las maricas afeminadas, las gitanas pobres, las no monógamas, las queer rurales, las diversas identidades y corporalidades trans*, etc. Queer, de hecho, también se ha enten­­dido, y activado, como un lugar de confluencia multi-identitaria.

Queer, en definitiva, no es lo mismo que elegetebé. Las políticas identitarias han sido (y siguen siendo) importantes a la hora de obtener avances legales para las denominadas “minorías sexuales” y, al mismo tiempo, las aportaciones teóricas queer (como, por ejemplo, el énfasis en que las identidades son construcciones sociales, históricas, y no esencias, y que no podemos olvidar que los diferentes ejes de poder interseccionan) pueden ser muy útiles para repensar algunas de sus dimensiones.

Teorías torcidas

La retroalimentación entre activismos y teorías queer ha permitido desdibujar los límites entre ambas e ir cuestionando las fronteras entre los dos ámbitos, al igual que entre activismo(s) y academia(s): algunas activistas trabajamos también en el ámbito académico, y el activismo es una escuela de aprendizaje de muchos tipos, incluido el teórico. Al mismo tiempo, la educación, nuestras clases, también son (o pueden ser) un espacio de transformación social (hooks, 1994). En la universidad española, a la supervivencia frente a las precariedades, las jerarquías, la falta de estabilización, etc., hay que sumarle el hecho de que, todavía hoy, no es un ámbito, en general, muy queer friendly. Nuestra permanencia en los espacios académicos, investigando y hablando sobre estos temas, es una forma de activismo también.

En el ámbito de la academia estadounidense, el término “teoría queer” apareció en 1991 en un artículo de Teresa de Lauretis en el segundo número de la revista Differences, en el que denunciaba que los “estudios de gais y lesbianas” se habían “integrado” demasiado cómodamen­­te en la universidad, y además se preguntaba por el papel de los estudios lésbicos en ese conjunto unido por una “y”. De Lauretis defendía que era necesario que este tipo de estudios realizaran una reflexión teórica mucho más crítica y más atenta a las diferencias dentro de la comunidad feminista y gay (de etnia, de raza, de clase social, de sexualidad, etc.) para poder “construir otro horizonte discursivo, otra manera de pensar lo sexual” (1991: 11). En nuestro contexto, a finales de la década de los noventa, Ricardo Llamas (1998) propuso el término “teoría tor­­cida” como posible traducción del vocablo inglés queer theory, siguiendo la etimología latina del término (torquere, torcer)21. Aquella propuesta de De Lauretis, que supondría el comienzo de un “proyecto de teoría queer”, no funcionó; tres años después, en 1994, la teórica italiana escribió otro artículo en la misma revista criticando la teoría queer por haberse convertido en algo “vacío”. Como ella misma recuerda (2019: 140):

Mi proyecto de “teoría queer” consistía en iniciar un diálogo entre lesbianas y hombres gay sobre la sexualidad y sobre nuestras respectivas historias sexuales. Yo esperaba que, juntos, rompiéramos los silencios que se habían construido en los “estudios lésbicos y gais” en torno a la sexualidad y su interrelación con el sexo y la raza —por ejemplo, el silencio en torno a las relaciones interraciales o interétnicas—. Las dos palabras, teoría y queer, aunaban la crítica social y el trabajo conceptual y especulativo que implica la producción de discurso […] Si bien ese no era un proyecto utópico, en aquel momento yo todavía imaginaba que las prácticas teóricas y las prácticas políticas eran compatibles. Pensando en la subsiguiente evolución de la teoría queer, ya no estoy segura. El diálogo que yo esperaba no se produjo.

Durante los años noventa se publicaron algunos libros que —de manera retrospectiva— se consideraron los ini­­ciadores de esta nueva “teoría”: Epistemología del armario o Bet­­ween Men. English Literature and Male Homosocial Desire (no traducido todavía al castellano), ambos de Eve Kosofsky Sedg­­wick, y El género en disputa, de Judith Butler. No obstante, como acertadamente señala Saxe (2015: 43), “‘La prieta’ de Anzaldúa antecede a todos los textos nombrados”. Anzaldúa, injustamente olvidada en estos relatos de las iniciadoras de “lo queer”, fue una pionera y precursora de estas teori­­za­­ciones.

Estas autoras propusieron, entre otras muchas ideas, la definición del género como una performance, un término procedente del mundo del teatro. Esa propuesta era una reacción a, por una parte, la afirmación del feminismo esencialista de una verdad prediscursiva, “natural”, a la diferencia sexual, y, por otro, a la imposición normativa de ciertas formas de masculinidad y feminidad. Vuelvo a estas cuestiones en el capítulo siguiente.

Desde aquella propuesta inicial de De Lauretis, en 1991, hasta hoy ha llovido mucho. Como esta teórica ha escrito años en los últimos años,

el actual término queer, al mismo tiempo que conserva algo de su connotación histórica de desviación sexual, ha llegado a ser una identidad de género, es decir, se queda lejos de lo que es específico de la sexualidad, el perverso polimorfo de Freud, que Mario Mieli en Italia y Guy Hocquenghem en Francia volvieron a teorizar durante la visionaria y radical década de los setenta (2019: 141).

Herramientas teóricas

La expresión “teorías queer”, en plural, se ha utilizado para señalar que se trata de un conjunto de diferentes teorizaciones que continúan en construcción, sin un objeto claramente definido y muchas voces distintas, incluso contradictorias en ocasiones entre sí. Algunos de los puntos centrales de estas teorías, como recogió Javier Sáez (2004: 128-150), son (i) la crítica a los binarismos naturaleza/cultura, sexo/género, hetero/homo, hombre/mujer; (ii) el cuestionamiento de la “naturalidad” de la categoría de sexo, que se entiende co­­mo un producto del dispositivo de género; (iii) el género como tecnología; (iv) la importancia de articular los ejes de raza, clase, sexo, cultura e identidad sexual y de género; (v) el anti-asimilacionismo y la producción continua de identidades diferentes; (vi) la crítica a la normalización de la diferencia; y (vii) la performatividad del género y del sexo, y la crítica al carácter esencial del género y la sexualidad.

Las teorizaciones queer plantean una serie de interrogantes sobre las precondiciones de la identidad (qué elementos hay que tener para ser considerada, por ejemplo, una “lesbiana”, un “gay”, una “mujer”) y sus efectos (a quién incluimos y a quién dejamos fuera de esa etiqueta identitaria). Es una ruptura crítica con las identidades, que habían sido necesarias en su momento para la movilización (pensemos en las décadas de los setenta y ochenta), pero que ya no resultaban suficientes. Las identidades se entienden como afinidades del “aquí y ahora” más que como esencias inmutables:

Algunas lesbianas “siempre” han sido lesbianas. Otras, como yo, han “devenido” lesbianas. Tanto construcción sociocultural como efecto de las primeras experiencias de la infancia, la identidad sexual no es innata ni simplemente adquirida, sino dinámicamente (re)estruc­­turada por formas de fantasía privadas y públicas, conscientes e incons­­cientes, que están culturalmente a disposición y son históricamente específicas (De Lauretis, 1995: 43).

Los análisis teóricos queer no solo giran en torno a esas otras identidades sexo-genéricas y otras expresiones de género, sino que lo hacen con una mirada interseccional: cómo la clase social, el estatus migratorio, la capacidad, la raza, la etnia, la edad, se entrecruzan en nuestros cuerpos y vidas, y cómo estos cruces se traducen en que haya unas vidas más vivibles que otras, dependiendo de los privilegios (o no) que tengamos. En esta línea, una de las críticas queer a la denominada “política de la identidad” se refiere a que esta privilegia a los que la sexualidad les supone su “marca” principal; este sería el caso, por ejemplo, de los hombres blancos gais (Duggan, 1998: 566).

Estos debates sobre la cuestión de las identidades y sobre cuáles son las estrategias más eficaces para la transformación social se han producido también en círculos poscoloniales y posestructuralistas. Desde esta literatura se ha cuestionado de igual manera la noción de una identidad fija no solo porque se trate de una ficción previa a la movilización, sino por las exclusiones que genera.

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