El feminismo queer es para todo el mundo

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CAPÍTULO 3. AMPLIANDO EL SUJETO POLÍTICO DEL FENISMO EN LAS CALLES Y LAS TEORÍAS » Identidades: ficciones políticas y ‘hogares’

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Capítulo 3

Ampliando el sujeto político del feminismo en las calles y las teorías

“Hay que llevar a cabo una transformación política de los conceptos clave, es decir, de los conceptos que son estratégicos para nosotras […] Y ya no podemos dejárselo al poder del pensamiento heterosexual o pensamiento de la dominación.”

Monique Wittig, El pensamiento heterosexual y otros ensayos (2005)

En los últimos tiempos hemos vuelto a los debates sobre el sujeto político del feminismo; o, mejor dicho, un sector del feminismo ha retomado estos debates de manera interesada para volver a dibujar los contornos de la identidad “mujer”, utilizando el discurso del sexo biológico para ello. Estos debates llevan, no obstante, ocupando unas décadas al feminismo. Como muestro en este capítulo, tanto desde la reflexión teórica (autoras como Monique Wittig, Adrienne Rich, Teresa de Lauretis, Gloria Anzaldúa, Judith Butler, entre otras muchas) como desde la protesta en las calles, el sujeto político feminista se ha ido ampliando desde los años ochenta de la Mujer inicial a las mujeres, en plural (Trujillo, 2011). Es mucho lo recorrido ya.

La cuestión del sujeto de la lucha feminista nos hace preguntarnos por un “nosotras”, o “nosotres”, que implica unas otras, otres. ¿Quiénes somos o son esas “nosotras”? ¿Y quién o quiénes las definen? Yendo un poco más allá, como sugiere Sam Fernández (2018): “¿Quiénes queremos/necesitamos ser para poder vehicular los reclamos éticos que nos movilizan contra ese heteropatriarcado que vivimos cada día en contextos complejos?”. Más que definir quiénes son mujeres y quiénes no, y lo mismo con los varones, podríamos pensar qué es lo que nos une en el feminismo: ¿es la biología? ¿El binarismo sexual? (¿dónde se nos ha quedado la reivindicación feminista histórica de que la “biología no es destino”?). El relato sobre la diferencia sexual está asentado en el presupuesto de que existen dos entidades biológicas (sexos) cerradas y discernibles claramente entre ellas. Pero este no es el único relato, como sabemos, hay otros que han analizado la existencia de un “continuum” o espectro sexual, más allá de los binarismos (los trabajos de Anne Fausto-Sterling o de Donna Haraway, entre otros).

Ya a comienzos de los noventa, Judith Butler puso en jaque, con la publicación de El género en disputa, la idea de que el sexo es algo natural mientras el género se construye socialmente, al explicar que la naturalización del sexo se ha configurado dentro de la lógica del binarismo de género. No es que el cuerpo no sea material, sino que accedemos a esa materialidad a través de una “lente”, un imaginario social, todo un conjunto de discursos, prácticas, normas sociales sobre los cuerpos. En este sentido, es muy interesante la propuesta de la investigadora y activista trans* Aitzole Araneta (2020), que habla de un “sexo biográfico”.

Esta desencialización del sexo y el género supuso un cues­­tionamiento de la categoría “mujer” o “mujeres”: más que un sujeto colectivo dado por hecho, es un significante político. En nuestro contexto actual, ¿por qué esta obsesión ahora con dibujar los límites —otra vez— del sujeto del feminismo? No es casualidad que esto suceda cuando hay varios borradores de leyes a debate. Pero ¿cuál es la “dirección” en el proceso entre sujeto y agendas políticas? ¿Delimitamos el sujeto político y de ahí se derivan las reivindicaciones políticas? O es al revés, ¿decidiendo cuáles son las demandas (re)definimos el sujeto o los sujetos políticos? Son nuestras apuestas políticas las que (re)generan esa categoría del “nosotras” o “nosotres”, no hay una identidad previa a la acción colectiva (Trujillo, 2008).

El problema es a quiénes, de nuevo, se deja fuera: esto nos recuerda a cuando “las otras” (negras, chicanas, lesbianas, trans*) se levantaron y dijeron “basta” al feminismo blanco, hetero y de clase media. Basta de exclusiones, compañeras. Una de las preguntas centrales aquí es: ¿si abrimos el sujeto pierden fuerza las demandas feministas? No, se amplían, se complejizan. La lucha contra las violencias del cisheteropatriarcado nos sirve aquí para ejemplificar esto: esta batalla, que parece no tener fin, no pierde ni un ápice de importancia o fuerza porque pensemos en cómo la sufren otros sujetos, además de las mujeres heterosexuales: las mujeres trans*, las lesbianas, las bisexuales y otros sujetos feminizados. Este capítulo analiza estas cuestiones. Empecemos por Simone de Beauvoir.

Ni se nace mujer ni tampoco hay que llegar a serlo: Simone de Beauvoir y Monique Wittig

Simone de Beauvoir publicó El segundo sexo en 1949. En este conocido trabajo, la filósofa francesa defendía que la diferencia entre sexos no es algo natural; frente a las explicaciones basadas en la biología, De Beauvoir (1989: 240) abrió el horizonte del análisis al peso de la cultura (la “civilización”)22:

No se nace mujer, se llega a serlo. Ningún destino biológico, psíquico, económico define la figura que reviste en el seno de la sociedad la hembra humana; es la civilización como un conjunto la que produce esa criatura, intermedia entre el hombre y el eunuco, que se describe como femenina23.

De Beauvoir desarrolló en este trabajo la idea de que la mujer está definida, en relación con el hombre (el sujeto, el absoluto), como “el otro” (el objeto, condenado a la inmanencia). Ambos, el sujeto y el objeto, se relacionan por una necesidad recíproca (la sexualidad, la reproducción) y similar a la existente entre el amo y el esclavo. La obra de De Beauvoir fue muy influyente en la segunda ola de la movilización feminista, surgida en los años sesenta y setenta, en el contexto de la emergencia de los “nuevos movimientos sociales” en los países occidentales, que mencioné en páginas anteriores. Fue a partir de las propuestas de esta autora cuando el feminismo comenzó a teorizar acerca de la división entre sexo (material) y el género (aquello construido culturalmente) y a analizar la configuración de ambos géneros. El libro de Robert Stoller Sex and Gender, publicado en 1968, supuso el origen de un debate terminológico y filosófico que todavía continúa, y se ha redoblado en nuestros días.

El movimiento por la liberación de la mujer se articuló, en sus inicios, en torno a un sujeto político de carácter universal (la Mujer), que perseguía aglutinar los elementos de subordinación y discriminación de las mujeres como grupo social, y para el que se quería conseguir representación política (una cuestión, como sabemos, muy compleja). El discurso feminista se construyó sobre la base de las diferencias existentes entre mujeres y hombres, lo que se vino a denominar diferencia de género. Ese fue el punto de arranque de los denominados feminismos de la igualdad y de la diferencia, que tenían —y mantienen— planteamientos diferentes. El segundo sexo, al analizar y defender que la opresión y de­­sigualdad que sufren las mujeres no se explica atendiendo a las diferencias biológicas entre los sexos sino que es un proceso sociocultural e histórico (en el que a las mujeres no se las reconoce como sujetos autónomos y libres, sino dependientes de los varones), habría potenciado, sobre todo, las ideas del discurso igualitarista24.

Para Monique Wittig una de las cuestiones centrales, desde la perspectiva del feminismo materialista radical, es que la mayoría de las teorizaciones feministas (y lesbianas) están atrapadas en lo que De Beauvoir había llamado “el mito de la mujer”. En El pensamiento heterosexual, que Wittig publicó en 199225, señala:

Nuestra primera tarea, me parece, es siempre tratar de distinguir cuidadosamente entre las “mujeres” (la clase dentro de la cual luchamos) y “la mujer”, el mito. Porque “la mujer” no existe para nosotras: es solo una formación imaginaria, mientras que las “mujeres” son el producto de una relación social (Wittig, 2005: 38)26.

Las dos teóricas comparten asimismo la crítica a la idea de “la mujer” como concepto esencialista, y a la “trampa familiar de que ‘ser mujer es maravilloso’” (Wittig, 2005: 36). Para Wittig, el “rescate” por una parte del feminismo de los aspectos que se consideraban más positivos de la construcción sociocultural del “ser mujer” no podía ser el punto de partida de ninguna lucha de liberación: “La ideología de la diferencia sexual opera en nuestra cultura como una censura, en la medida en que oculta la oposición que existe en el plano social entre los hombres y las mujeres poniendo a la naturaleza como causa” (2005: 22).

Monique Wittig planteó en El pensamiento heterosexual una revolución conceptual que tuvo un enorme impacto —y continúa— en los feminismos. Lesbiana anti-esencialista, analizó las categorías de sexo y género como construcciones sociales, poniendo en cuestión lo que ella denominó el “régimen heterosexual”. Sus escritos literarios y sus ensayos políticos han tenido asimismo mucha influencia en figuras destacadas del ámbito de las teorías queer, como Teresa de Lauretis, Eve Kosofsky Sedgwick y Judith Butler.

Wittig dio algunos pasos más allá del trabajo de Beauvoir, incluyendo algunas cuestiones que no aparecen en la obra de la autora de El segundo sexo. La primera es que, para Wittig, el género no tiene nada de “natural”, es decir, no existe a priori, antes de que exista una sociedad, ni está fuera de esta, pero tampoco el sexo. “Porque no hay ningún sexo. Sólo hay un sexo que es oprimido y otro que oprime. Es la opresión la que crea el sexo, y no al revés” (Wittig, 2005: 22). Las mujeres (y los hombres) no constituyen un “grupo natural”, sino que se trata de una categoría política y económica (y, como tal, puede ser modificada), establecida para subordinar las mentes y los cuerpos de un sexo al otro. ¿Qué hacer entonces? Es necesario “destruir política, filosófica y simbólicamente las categorías ahistóricas de ‘hombres’ y ‘mujeres’” (Wittig, 2005: 15), que se han presentado históricamente como “naturales”. La crítica a la imposición de los binarismos —dos géneros, dos sexos— tampoco estaba en los trabajos de De Beauvoir:

Al admitir que hay una división “natural” entre mujeres y hombres, naturalizamos la historia, asumimos que “hombres” y “mujeres” siempre han existido y siempre existirán. No sólo naturalizamos la historia sino que también, en consecuencia, naturalizamos los fenómenos sociales que manifiestan nuestra opresión, haciendo imposible cualquier cambio (Wittig, 2005: 33).

La destrucción de las categorías existentes es, defiende Wittig, la estrategia de liberación que tienen que poner en marcha las mujeres si quieren pensar y cambiar, de manera radical, las cosas. La autora además señala, y esta es la tercera aportación más allá del trabajo de Beauvoir, que la heterosexualidad es el régimen político que facilita la opresión de las mujeres por los hombres. Wittig arremete contra la idea de que existen dos sexos por naturaleza y que las relaciones heterosexuales son las “naturales” y, por tanto, las legítimas (Wit­­tig, 2005: 31-43). La heterosexualidad, más allá de la práctica sexual concreta, es el sistema que promueve la idea de la diferencia entre los sexos, y hay que destruirla si queremos acabar con esa lógica de dominación. La ruptura del contrato heterosexual es lo que hacen las lesbianas, fugitivas de su clase social (la de las mujeres) y de la dominación heterosexista. “Lesbiana es el único concepto que conozco que está más allá de las categorías de sexo (mujer y hombre), pues el sujeto designado (lesbiana) no es una mujer ni económicamente, ni políticamente, ni ideológicamente” (Wittig, 2005: 43).

Esta idea de superación de ambos géneros está también presente en el trabajo de teóriques trans* como Kate Bornstein, quien, en 1994, publicó Gender Outlaw: On Men, Women, and the Rest of Us, donde defendía:

Al examinar las supuestas diferencias inherentes a los hombres y a las mujeres ignoramos y aún negamos la existencia misma del sistema de los géneros. De este modo en último término lo mantenemos en su lugar. Pero el sistema de género en sí mismo —la idea misma de género— debe ser abolida. Una vez abolida, las diferencias caerán por sí mismas […] El blanco ideal de una rebelión transexual triunfante sería el sistema de género en cuanto tal […] La trampa para las mujeres es el sistema en sí: no son tanto los hombres los enemigos, sino el sistema bipolar de género, que deja a los hombres en un lugar de privilegio […] Un tercer género es el término que pone en cuestión el pensamiento binario e introduce la crítica (citada en Echavarren, 2011: 10).

Este “tercer género” es la figura de la lesbiana en Wittig, que menciona Butler en el primer capítulo de El género en disputa (1990). En su desafío al heterofeminismo, lo que estaría proponiendo Wittig, a partir de la obra de De Beauvoir, es que “ni se nace mujer ni hay que llegar a serlo”. Esta sería la “primera variación queer de la pionera obra de Beauvoir” (Pérez Navarro, 2010: 3). “En el caso de Wittig”, señala Preciado (2005: 126), “el rechazo a incorporar la feminidad heterosexual termina por volver contra sí misma el proceso de metamorfosis del ‘devenir mujer’: en lugar de naturalizar los efectos de una opresión política, como hace Beauvoir, el ‘cuerpo lesbiano’ hace resaltar el carácter construido, la artificialidad, la monstruosidad del ‘cuerpo femenino’”.

Adrienne Rich: la heterosexualidad como régimen político

Desde la década de los ochenta, el feminismo lesbiano y, posteriormente, el feminismo queer evidencian la insuficiencia de la terminología igualdad y diferencia para analizar las desigualdades y discriminaciones existentes entre “mujeres” y “hombres”27, y las exclusiones que se están produciendo de otros sujetos y cuerpos (marcados por elementos como la clase social, la raza, la opción sexual, la etnia) en los discursos y representaciones feministas. La declaración de Wittig “las lesbianas no son mujeres” significaba desplazar el punto de análisis y el cuestionamiento de algo que no se había planteado con anterioridad: la institución de la heterosexualidad obligatoria y cómo el género está configurado dentro del marco de la heteronormatividad. Como recuerda Turcotte, en el prólogo a El pensamiento heterosexual (2005: 10), aquella afirmación “vino a trastornar completamente todo el movimiento, teórica y políticamente”. Esto es lo que Wittig (2005: 57) pronunció al final de aquella conferencia en Nueva York en 1978:

Y porque hablamos, como dice Lévi-Strauss, digamos que rompemos el contrato heterosexual […] ¿Qué es la mujer? Pánico, zafarrancho general de la defensa activa. Francamente es un problema que no tienen las lesbianas, por un cambio de perspectiva, y sería impropio decir que las lesbianas viven, se asocian, hacen el amor con mujeres porque “la mujer” no tiene sentido más que en los sistemas heterosexuales de pensamiento y en los sistemas económicos heterosexuales. Las lesbianas no son mujeres.

La heterosexualidad como régimen político había sido, no obstante, ya analizada en los setenta por autoras como las lesbianas separatistas (Charlotte Bunch, entre otras). Wittig, por su parte, no defendía con la figura de “la lesbiana” una formación autónoma idealmente fuera del régimen de la heterosexualidad, utópica, como en ocasiones le han criticado, sino como una demostración práctica en el aquí y ahora de que la división natural de los sexos, que es la base de la reproducción heterosexual, es, de hecho, artificial, es decir, política (Epps y Katz, 2007: 424). Esta es, precisamente, una de las muchas lecciones que aprendimos de Wittig: no se trata de reemplazar “mujer” por “lesbiana” y huir a comunidades aparte, fuera de la sociedad, sino de utilizar nuestra posición estratégica, como fugitivas, desertoras de nuestra clase, para destruir el sistema heterosexual. Dentro de algunos grupos de lesbianas y feministas (recuerdo algunas convocatorias político-festivas que nos llegaban hace años de países como Alemania, y que me he seguido encontrando) la traslación de la propuesta fue aquello de “lesbianas y mujeres”. En el movimiento feminista del Estado español, la defensa de la radicalidad y de la autonomía lesbiana fue defendida, entre otras, por Gretel Ammann, que puso en marcha, junto con otras compañeras, la publicación —atención al título— Amazonas, más wittigiano imposible. Posteriormente, ya a comienzos de la década de los noventa, las lesbianas queer retomaron la defensa de que la estrategia política más eficaz contra el cisheteropatriarcado no es la huida separatista sino la autonomía y las micropolíticas (Trujillo, 2005).

En el análisis de la heterosexualidad como un régimen político de Adrienne Rich, hay precedentes importantes como el Amazon Odyssey de Ti-Grace Atkinson y los escritos de Audre Lorde. El mismo año, 1978, que Wittig pronunció la conferencia que acababa con la declaración “las lesbianas no son mujeres”, escribió Rich su trabajo “Heterosexualidad obligatoria y existencia lesbiana” (1980). Este texto era una invitación al movimiento feminista a que analizara la heterosexualidad como una institución política impuesta a las mujeres, y no simplemente como un conjunto de prácticas sexuales, una mera “preferencia” u “opción” libremente elegida28.

Para De Beauvoir (1989), por ejemplo, la heterosexualidad y el lesbianismo no difieren de manera radical: la sexualidad es fruto de la libre decisión; estaría entonces al margen del contexto socioeconómico y político en el que se desarrolla, las normas, los valores y las leyes que la sancionan, etc. Pero sabemos que no es así: no hay libre elección entre opciones sexuales, como si eligiéramos platos de un menú. La heterosexualidad se ha construido históricamente como la (única) sexualidad “natural” (no antinatural o enferma), respetable, legítima, visible, reconocida social y legalmente, como comenté en el primer capítulo.

Por su parte, el discurso del lesbianismo feminista, o feminismo lesbiano, intentó redefinir el lesbianismo con las herramientas teóricas feministas, alejándolo del estigma que recae sobre las sexualidades y los cuerpos lesbianos. Para esta corriente feminista, las mujeres (todas) comparten una serie de discriminaciones y sobre estas se construye la identidad colectiva que luego se despliega en los discursos y las movilizaciones. Para algunas feministas, como Rosi Braidotti (2000), es la categoría “mujeres” la que nos une, más que nuestras preferencias sexuales. El problema es que esta configuración identitaria en muchas ocasiones deja(ba) a las lesbianas y sus demandas en un segundo plano; en nuestro contexto esta subordinación disminuyó la potencialidad de la radicalidad lesbiana, que podría haber sido mucho mayor (Trujillo, 2008: 95-151).

La sexualidad está, para el lesbianismo feminista, subsumida en la categoría del género. La propuesta-declaración de Wittig supuso entonces una invitación a considerar las cuestiones de “género” separadas de las de “sexualidad”, como ya apuntó Gayle Rubin (1989): la teoría feminista no es el corpus teórico más adecuado a la hora de analizar cuestiones como el lesbianismo, la transexualidad o el trabajo sexual. En este trabajo, Rubin critica al feminismo lesbiano y advierte que las lesbianas son discriminadas no solo como mujeres sino también como queers, desviadas, perversas, situadas en posiciones bajas de la jerarquía sexual junto a los varones gais, los sadomasoquistas, las personas trans* o las trabajadoras del sexo.

El ‘proletariado del feminismo’ se pone en pie

A mediados de la década de los ochenta, las feministas se enfrentan al dilema de que el propio sujeto feminista, la Mujer, es algo necesario e imposible a la vez. Esta identidad colectiva, activada por las organizaciones políticas para movilizar a las mujeres en la pelea por el cambio social y legal, comienza a ser cuestionada por las voces que, desde los márgenes (hooks, 1984), hablan de las experiencias y realidades de otras mujeres, de las que estaban excluidas, las inapropiadas/inapropiables: las negras, las pobres, las lesbianas, las putas, las chicanas y latinas, las travestis y las trans*. La categoría “mujer”, punto de partida de las praxis y teorías feministas, y reflejo de experiencias de opresiones y discriminaciones comunes de las mujeres, no recogía cómo esas experiencias, cuerpos y vidas están atravesados por otros ejes de opresión como el color de piel, la clase social o la sexualidad, entre otras29. Como señaló Paul B. Preciado (2003),

Las multitudes queer no son posfeministas porque quieran o deseen actuar sin el feminismo. Al contrario. Son el resultado de una confrontación reflexiva del feminismo con las diferencias que este borraba para favorecer un sujeto político “mujer” hegemónico y heterocentrado30.

En la antología titulada This Bridge Called My Back: Writings by Radical Women of Color, coeditada en 1981 por Cherrie Moraga y Gloria Anzaldúa, las teóricas y activistas lesbianas chicanas y negras llaman la atención sobre qué significa no ser blanca, ser pobre y ser lesbiana, y la imposibilidad (y gravedad) de tratar estas cuestiones como compartimentos estancos, unas aisladas de otras. En este trabajo colectivo, que marcó el inicio de la llamada “tercera ola del feminismo”, “la mirada queer y decolonial se hacía presente con una radical lucidez” (Meloni, 2020: 101). Como escribieron las activistas del Combahee River Collective, la opresión de género no se puede separar de la dominación racista. Barbara Smith alertó asimismo en Home Girls: A Black Feminist Anthology (1983) del peligro de jerarquizar las opresiones, cuando lo que existe en la realidad social son múltiples “sistemas de opresión” que actúan de manera simultánea, en intersección y determinándose los unos a los otros. Las mismas jerarquías de raza, clase y sexualidad que atraviesan los cuerpos que denuncia, años después, la artista, activista y escritora boliviana María Galindo (2013), una de las cofundadoras de las combativas y geniales Mujeres Creando31.

And still we rise, parafraseando a la poeta Maya Angelou. Las otras mujeres (negras, bolleras, trans*, trabajadoras del sexo, pobres, inmigrantes, ilegales…) reclaman, con voz propia, que se nombren y tengan en cuenta las diferencias entre las propias mujeres. Es una rebelión que ni se esperaba ni mucho menos se deseaba por parte de algunos sectores feministas, una crítica demoledora que procedía de lo que Virginie Despentes denominó el “proletariado del feminismo”. De Lauretis, anteriormente, había acuñado el concepto de “sujeto excéntrico” (2003):

Llamé a ese sujeto excéntrico no solo en el sentido de que se desvía de la senda normativa, convencional, sino también ex-céntrico en el sentido de que no está él mismo centrado en la institución que sostiene y produce la mente heterosexual, esto es, la institución de la heterosexualidad. De hecho, la institución no preveía tal sujeto y no lo podía considerar, no podía imaginarlo.

La lesbiana de Wittig, ese sujeto universal crítico que está más allá de las marcas de género y sexuales, es la “hermana” de otras figuras de sujetos excéntricos, atravesados por múltiples diferencias, como la queer mestiza que habita en el cruce de identidades y culturas de Anzaldúa (1987), la sister outsider negra de Lorde (1984), el cyborg, entre humano y máquina, de Haraway (1984), el sujeto nómada de Braidotti (2000), la performatividad del género en Butler (1990)… Figuras híbridas, mutantes, que hablan de los límites de las categorías identitarias, de las fronteras, de las intersecciones (De Lauretis, 2000). Sujetos que resisten y subvierten el ideal de mujer establecido por la cultura y cuestionan la construcción de una identidad colectiva feminista no inclusiva ni empática con esas diferencias. Una concepción similar del sujeto, advierte De Lauretis (2003), estaba emergiendo en el marco de las teorizaciones poscoloniales. Se trata de, por ejemplo, la noción de cultural hybridity de Homi Bhabha y los estudios sobre el sujeto transnacional.

Desde esos otros feminismos lesbianos, negros, poscoloniales, también llamados “periféricos”, se inicia, por tanto, la crítica radical al sujeto unitario del feminismo, blanco, burgués, eurocéntrico, desexualizado (Smith, 1983; hooks, 1984; Spivak, 1988, entre otras). Toda esa crítica, planteada por los colectivos de lesbianas negras, chicanas y latinas, moldearía el feminismo desde los años ochenta en adelante.

Identidades: ficciones políticas y ‘hogares’

Uno de los desplazamientos centrales (De Lauretis se refiere al displacement from home, que traduciríamos aquí como “hogar” en el sentido de lugar “seguro”, de identidad) surge de esos sujetos incómodos de los que el feminismo no esperaba ninguna reacción crítica. Desidentificación es la de las lesbianas que no son mujeres, la de los sujetos transgénero que no son ni mujeres ni hombres, la de los maricas que no son hombres. Estos cuerpos extraños, incómodos, oprimidos, son focos de subversión política, de resistencia y crítica del punto de vista supuestamente “universal”, es decir, colonial, burgués, blanco y heterosexual. Es la otredad orgullosa, la anormalidad, la queerness, entendida como rareza, pero también, siguiendo a José Esteban Muñoz (2009), como insistencia en la potencialidad de otro horizonte, de otro mundo.

La idea butleriana (1990) de que las normas de género funcionan como un dispositivo productor de subjetividad sirvió como herramienta teórica para todo el espectro de excluides por esas normas. Las teorizaciones feministas y queer, en su conjunto, han contribuido a la apertura del espacio conceptual y vital a esas otras y otres, esos cuerpos y subjetividades diferentes. Esta es la proliferación de identidades y cuerpos abyectos a la que se refiere Butler (1990), que defiende la emergencia no tanto de un tercer género como de múltiples subjetividades en otros cuerpos. Butch o femme, trans*, genderfuckers, queers, no binaries, de género fluido, sujetos que performan la masculinidad (véase Halberstam, 1998) y muches otres que no solo no entran en la categoría mujeres, las verdaderas, femeninas, naturales, no raras, la “mujer-mujer”, sino que huyen de ella. Que se escapan del contrato social cis-heterosexual. Si la drag queen de Butler habla de la performance, de la repetición de la norma y su resignificación constante, por otra parte, la guerrera, la amazona violenta, la lesbiana errante no-mujer de Wittig son figuras que estarían evocando más ese devenir queer entre cuerpos, afectos, prácticas sexuales no naturalizadas y por ello maleables, cambiantes, y subversivas.

El género es, como nos explicó Butler (1990, 2006), una actuación, un “hacer”, no es un atributo que preexiste a esa acción. Pero, y esto es clave: no es tampoco una actuación aislada del contexto social en el que se realiza, sino que es reiterada y obligatoria, y tiene que ver con unas normas sociales que exceden al sujeto, con unas recompensas y castigos según nos adecuemos a esas normas o no. Dicho de otra manera, el género tiene una dimensión performativa (Butler, 2002): “actuamos” el género no siempre haciendo la performance que más nos apetece, sino obligades a cumplir una serie de normas genéricas que, por otra parte, se pueden resignificar. Y no son estas cuestiones baladíes, como desde ciertos sectores se argumenta: ser más o menos legibles a los ojos de la sociedad puede suponer enfrentarse a diferentes tipos de violencias, como expliqué en el primer capítulo.

El género sigue, sin embargo, atrapado en gran medida en la matriz heterosexual: los ideales de masculinidad y feminidad han sido construidos como cis-heterosexuales. En las políticas que, desde las instituciones, se dirigen a “la mujer” (como las relativas a la violencia “de género”), las lesbianas y las trans* no están: no son consideradas mujeres. Cuando volvemos (una vez más) a hablar del sujeto político del feminismo, está bien recordar, como apuntó Butler (2002: 189), que “la deconstrucción de la identidad no es la deconstrucción de la política; más bien establece como políticos los mismos términos a través de los cuales la identidad es articulada”.

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