El feminismo queer es para todo el mundo

El feminismo queer es para todo el mundo


CAPÍTULO 4. PARA RADICALES, NOSOTRAS; LA IMPORTANCUA DE (RE) CONOCER NUESTRAS GENEALOGÍAS » Inspiraciones políticas

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Capítulo 4

Para radicales, nosotras: la importancia de (re)conocer nuestras genealogías

Este capítulo gira en torno a dos ideas fundamentales: por un lado, la necesidad de rastrear las huellas de nuestras genealogías. Como escribió Walter Benjamin en su Tesis sobre el concepto de historia (1942), la historia está escrita desde el punto de vista de les vencedores, y necesitamos escribirla desde el punto de vista de les vencides. Por otra, no podemos hablar de “lo queer” sin referirnos también a los activismos. En las críticas actuales (que, por cierto, no mencionan ninguna autora ni referencia queer) se refieren a “lo queer” como una abstracción, alejada de la realidad, algo individualista, que encaja muy bien en el contexto neoliberal (“Bollera no es una marca, es un desorden global”, decíamos en las manis hace unos años). Por eso es fundamental que conozcamos no solo las aportaciones teóricas, sino qué ha pasado en nuestro contexto con los grupos queer: cuándo surgieron, qué demandas les han movilizado en la calle, qué alianzas han puesto en marcha, qué acciones llevaron a cabo, etc. El activismo queer de los noventa, que retomó el hilo radical de los años setenta (Trujillo, 2008), fue, a su vez, el preámbulo del transfeminista, posporno, pornopunk, transmaricabollo, etc., que despegó en la década siguiente de los dosmil: una constelación de grupos y redes que continúa bastante activa hoy en día.

Las prácticas políticas y la crítica queer tienen una genealogía, una historia (y un presente) en nuestro contexto, como la tienen también los rechazos y hostilidades a todos sus planteamientos cuestionadores (Soley-Beltrán y Sabsay, 2012). En el contexto del Estado español, durante bastante tiempo el relato sobre el surgimiento de las políticas cuir (término que se ha utilizado para reivindicar esa necesaria contextualización precisamente) fue el estadounidense, un reflejo de la hegemonía de los análisis de Norteamérica en este ámbito. Es importante, por tanto, contextualizar y conocer los procesos del surgimiento y desarrollo de las políticas queer, y producir un conocimiento crítico sobre y desde lo queer/cuir en el sur de Europa (Trujillo y Santos, 2014).

En la actualidad, el sector “radfem” se ha atribuido la etiqueta de feminismo “radical”, llegando a tergiversar las aportaciones de esta corriente para justificar la exclusión de las mujeres trans* del movimiento feminista. Hay que disputarles esa etiqueta: el feminismo radical tiene una genealogía muy potente que también es nuestra. Es cierto que tuvo una deriva, el denominado “feminismo cultural”, que tenía unos tintes esencialistas tremendos, pero la corriente radical continuó, y muchas de las grandes activistas y teóricas que leemos y admiramos formaron parte de ella (Shula­­mith Firestone, Kate Millet, Monique Wittig). Además, que se inventen otra etiqueta para su feminismo excluyente. Para radicales, nosotras.

Echando la vista atrás

Con “radical” me refiero, además de a ir a la raíz de la discriminación, a la corriente no moderada de la protesta sexual, los colectivos que no solicitan subvenciones, ni persiguen demandas legales ni tienen jerarquías de cargos, entre otras cosas. Los que se dirigen hacia abajo y miran hacia los márgenes, a la gente que puede estar quedándose fuera, y no hacia arriba, a las instituciones, al poder.

Como apuntó Anne Marie Jagose (1996), el activismo queer comparte con el movimiento de liberación homosexual de los años setenta la creencia en la necesidad de una transformación o liberación social a gran escala. Frente a la sección moderada de la protesta sexual, “el movimiento queer se ubica en los márgenes, y sus objetivos no se agotan en las cuestiones ‘relevantes’ como la negociación institucional, las pautas de consumo rosa o la presencia incuestionada en los media” (Llamas y Vila, 1997: 223). Una de las críticas más importantes de los grupos queer del Estado español va dirigida a un movimiento de gais y lesbianas posibilista que, en los años noventa, empieza a entrar paulatinamente en la arena política institucional, y a centrar la mayor parte de la movilización y de los recursos en la obtención de avances legales.

La radicalidad de los grupos que se autodenominan queer se refleja(ba) en sus discursos, en sus representaciones, en el repertorio de acciones que llevaron a cabo y en las formas organizativas. A comienzos de la década de los noventa, no solo el activismo sexual y feminista sino las organizaciones de izquierdas, en general, están sumidas en el debate reformismo versus radicalidad. Las formas clásicas de hacer política, jerarquizadas y con un elevado coste para les militantes (en cuanto al tiempo dedicado a reuniones y actividades, por ejemplo) empiezan a cuestionarse. La Radical Gai y LSD se organizan de forma asamblearia, sin jerarquías de cargos, en un modelo de militancia mucho más flexible en relación con la asistencia a las reuniones y las tareas dentro del grupo, que se concibe como una suma de individualidades más que como un ente compacto en el que todas las activistas se involucran en todas las acciones. Son grupos autónomos, en conexión con el feminismo de base y algunos colectivos vecinales; la urgencia en la intervención política les acercó también a movimientos sociales como el okupa o el antimilitarista, aunque estos no siempre fueron “receptivos a los mensajes y estrategias que desde LRG y LSD se lanzaban: el heteropatriarcado parecía sentirse cómodo en la mayoría de los hombres, y en muchas de las mujeres que los componían” (Carrascosa y Vila, 2005: 51).

El activismo queer es anti-separacionista al mismo tiempo que anti-asimilacionista (Trujillo, 2005). Bolleras y maricas queer defienden que la práctica política no se sitúa en el afuera político al entender que “los instrumentos de lucha contra el régimen heterosexual provienen de la heterosexualidad misma” (Bourcier, 2000: 15). Frente al poder la estrategia no puede ser la “huida” al refugio separatista, sino la resistencia32. Sus objetivos se centran en el desarrollo de micropolíticas desde los márgenes, sin una base identitaria homogénea, y renunciando a intervenir en los circuitos de la “gran política” tradicional (Bourcier, 2000: 14 y 15). A lo político, muy relacionado con lo afectivo (como en los grupos de afinidad anarquistas), se suma lo lúdico. Ya lo dijo Emma Goldman en su día: “Si no puedo bailar, tu revolución no me interesa”.

Los rebeldes (y difíciles) años setenta y ochenta

Michel Foucault (2006: 22) prefería hablar de genealogías que de Historia, en singular y con mayúscula: “Llamamos genealogía al acoplamiento de los saberes eruditos y las memorias locales, acoplamiento que permite la constitución de un conocimiento histórico de las luchas y la utilización de ese saber en las tácticas actuales”. Huyendo de los relatos que plantean recorridos lineales, con inicios y fines, en esa búsqueda de huellas con las que reconstruir las genealogías de la protesta sexual nos encontramos una serie de fotos, artículos de prensa, testimonios, investigaciones e incluso un documental, rodado por José Romero Ahumada, ¡Abajo la Ley de Peligrosidad! (1977)33. Estas fuentes nos cuentan que, el 28 de junio de aquel año, alrededor de 4.000 personas se manifestaron por las Ramblas barcelonesas y acabaron corriendo perseguidas por los grises. Esos “invertidos”, como los denominaba la Ley de Peligrosidad y Rehabilitación Social (LPRS), aprobada en 1970, se habían organizado ya en la clandestinidad del régimen franquista en el Movimiento Español de Liberación Homosexual (MELH). Este primer grupo, creado en 1971, fue el embrión del Front d’Alliberament Gai de Catalunya, puesto en marcha en 1975 y que convocó aquella primera manifestación.

Las reivindicaciones de los Frentes de Liberación Homosexual, que comenzaron a surgir entonces por todo el Estado español, eran la revolución social y sexual frente a la marginación y contra las instituciones sostenedoras de una cultura represora, como la familia, la Iglesia, la escuela y el Estado burgués. Para hablar de liberación era necesario que desaparecieran las categorías de heterosexualidad-homosexualidad, activo-pasivo, masculino-femenino, y la sociedad que las creaba34. Estas demandas, leídas hoy, suenan bastante actuales (y vigentes): se trata de los cuestionamientos de los binarismos sexuales y genéricos que vuelven a reivindicar los ac­­tivismos y teorías feministas y queer desde comienzos de los noventa, en los que se oyen los ecos de aquellas proclamas revolucionarias.

Cuando se acercan los días de la manifestación del Orgullo, los medios generalistas publican artículos en los que suelen referirse a la revuelta de Stonewall, en la ciudad de Nueva York en 1969, pero nuestras genealogías políticas tienen más que ver con aquellas Ramblas del 77 (y con el Pasaje Begoña de Torremolinos35) y las manifestaciones que vinieron después que con las revueltas del otro lado del océano, aunque se recurriera a aquella fecha simbólica para convocar la protesta. La LPRS de 1970 incluyó a la homosexualidad en la lista de los “peligros sociales”, junto con la prostitución, la mendicidad, el tráfico y consumo de drogas, el vandalismo, etc. Que esto sucediera un año después de las revueltas de Stonewall (y dos después del Mayo francés) da cuenta de cuál era la situación aquí y el nivel de hostilidad legal y social hacia todo lo que se escapaba del régimen de la heterosexualidad, del machismo, de la familia tradicional y del puritanismo sexual (Trujillo y Berzosa, 2019). La ley preveía una serie de medidas de “cura” y tratamiento, y con ese fin se crearon dos centros de rehabilitación, uno en Huelva para homosexuales activos y otro en Badajoz desti­­nado a los pasivos (sic), aunque la mayor parte de las conde­­nas se cumplieron en cárceles convencionales. En el caso de las mujeres, solo tenemos noticia de dos expedientes, uno de los cuales hace referencia a la homosexualidad y el otro no, pero este hecho no significa que las lesbianas y mujeres bisexuales disfrutaran de una libertad mayor. Que dos (o más) mujeres pudieran tener relaciones sexuales y afectivas plenas y satisfactorias, de manera autónoma, era algo impensable para los legisladores; tan inconcebible, literalmente, que ni siquiera las incluyeron en la ley para controlarlas y reprimirlas. La represión hacia las lesbianas se llevó a cabo por otras vías: a muchas las denunció gente de su entorno, familiar o laboral, acabaron expulsadas de sus casas, de sus pueblos, internadas en conventos o en sanatorios psiquiátricos, sometidas a tratamientos de “rehabilitación” como electroshocks, entre otros. No acabaron presas por lesbianas, pero encerrarlas en psiquiátricos fue otra forma de privarles de libertad, de encarcelarlas36.

En aquel contexto de represión, las activistas lesbianas se unieron al resto de peligroses sociales en las manifestaciones que reclamaban la despenalización de los actos homosexuales, la amnistía, la legalización de sus organizaciones políticas y el fin de las redadas policiales. Con la derogación de la LPRS, en 1979, los Frentes entraron paulatinamente en un proceso de desmovilización, que discurrió en paralelo al desarrollo de espacios comerciales de ocio para gais (varones), el denominado “ambiente” que empezaba a desarrollarse en ciudades como Madrid, Barcelona, Sevilla, Valencia o Bilbao. A las activistas lesbianas, el movimiento feminista, aglutinado en torno a importantes y urgentes reivindicaciones como la consecución de la despenalización de los anticonceptivos, del adulterio y el aborto, les ofrecía un corpus ideológico y una plataforma donde organizarse, y muchas se sumaron entonces al feminismo organizado (Trujillo, 2008). También fue importante la corriente autónoma, con activistas como la mencionada Ammann, que se definía como feminista radical y lesbiana separatista. Esta corriente fue muy crítica no solo con la “doble militancia” (en el movimiento y en los partidos) de algunas activistas, sino con la marginación de las demandas, discursos y representaciones de las lesbianas dentro del propio feminismo. De hecho, no será hasta 1989 cuando los colectivos de feministas lesbianas orienten una parte de su actividad política a sus propias demandas.

Tres años antes, en octubre de 1986, la policía detuvo a Arantxa y Esther por besarse en la Puerta del Sol, y las llevó a la que había sido la temida Dirección General de Seguridad (DGS); ellas denunciaron que allí las maltrataron37. La respuesta de las activistas lesbianas, acompañadas de compañeras heterosexuales, fue organizar una besada en la Puerta del Sol, que fue la primera de la historia feminista y lesbiana en el Estado español. La convocatoria fue un éxito, y medios nacionales e internacionales recogieron la noticia y fotos de los múltiples besos (Trujillo, 2008).

En 1988 se derogó el delito de escándalo público (artículos 431 y 432 del Código Penal) con el que se detenía a la gente por besarse o mostrar afectividad en público. La LPRS no desapareció completamente hasta el 23 de noviembre de 1995, aunque desde 1979 se eliminasen varios artículos, entre ellos el referente a los “actos de homosexualidad”. La “peligrosidad”, sin embargo, continúa operativa para excluir y criminalizar de manera preventiva a los cuerpos migrantes, no blancos, precarizados, a los que, en muchos casos, se trata como antes a les peligroses sociales (Mora, 2021: 132).

‘La primera revolución es la supervivencia’38

“Nuestra identidad sexual no la entendemos como una aséptica preferencia sexual, sino como una opción política tal como las queer las definen: ‘Yo soy queer. Yo no soy heterosexual y no quiero que mis relaciones estén legitimadas por el mundo heterosexual. Yo soy queer, yo soy diferente’.”

LSD, Non Grata (1994)

Grupos como Lesbianas Sin Duda y La Radical Gai, que fueron los primeros en autodefinirse como queer en nuestro contexto, realizaron acciones conjuntas para denunciar la pasividad de las instituciones ante la crisis del SIDA o las agresiones homófobas. Se trata de una generación de activistas más jóvenes que leía y traducía textos de otros idiomas, y que hizo posibles una serie de contactos e intercambios con activistas queer de otros países. De esta manera, y como explicó Edward Said (1983: 226), las teorías viajan como lo hace la gente, y se transforman y se resignifican en los contextos locales. El tráfico de ideas y experiencias políticas con grupos queer de Francia, Inglaterra y Estados Unidos contagió los discursos y las acciones políticas del activismo ibérico. Esto se vio reflejado, por ejemplo, en la incorporación del modelo de acción directa y denuncia de grupos como ACT-UP, o las Lesbian Avengers, como comenté en el capítulo 2. El activismo queer rompe con la oposición entre lo teatral y lo político, a través de la práctica de los die-ins o los kiss-ins en la calle (Butler, 1993). En nuestro contexto, no obstante, las besadas las habían inaugurado las feministas lesbianas a finales de los ochenta, como mostré anteriormente.

Al contrario de lo que se suele argumentar como crítica a las prácticas queer (¿qué hacemos con la lucha colectiva si acabamos con las identidades?), estos activismos defienden la importancia de las identidades, entendidas como única forma de resistencia (Vidarte y Llamas, 1999), y, al mismo tiempo, la definición y redefinición de estas como estrategia política. Más allá de una política estrictamente “lesbiana” o “gay” o “trans”, reclaman un activismo transversal a las distintas opresiones. Queer no es una identidad, sino una interrogación crítica de las identidades. Frente a las discriminaciones y ante la necesidad de crear redes y construir comunidad(es), la estrategia no puede ser entonces la negociación institucional, orientada a la consecución de derechos específicos. Como apunta Llamas (1998: 372), “la igualdad es rechazada, no sólo como ficticia (habida cuenta de los aparatos de represión y discriminación más o menos institucionalizados), sino además como indeseable”. Y, sin embargo, aunque estos grupos no estuvieran interesados en las reformas legales como objetivos prioritarios, sus movilizaciones en la calle contribuyeron a acelerar la consecución de estos cambios (Trujillo, 2008). En otras palabras, el cuestionamiento de la heterosexualidad como régimen político, la denuncia de las múltiples desigualdades y violencias, y la movilización frente a la pandemia del SIDA han sido fundamentales no solo para la protesta sexual sino para el cambio social en general.

Inspiraciones políticas

La autodefinición como queer o desviade de la heteronormatividad significó retomar la genealogía radical del feminismo y la movilización sexual. El cambio en las representaciones y los discursos frente al feminismo más “clásico” e institucional en el contexto español fue muy llamativo, y aquí fue muy importante el relevo generacional que se produjo, como mencioné anteriormente. Ante la desexualización e invisibilización por parte del propio movimiento feminista (y la sociedad en general, incluidos los medios de comunicación), los grupos de lesbianas queer contestaron con una multitud de acciones, escritos, performances, fiestas… haciendo visibles otras corporalidades, identidades, deseos y prácticas de bolleras, transgénero, kings, butch-femme y un amplio etcétera.

Los grupos queer critican la construcción de unas identidades no inclusivas y, al mismo tiempo, defienden la proliferación de las categorías identitarias. Utilizan sus posiciones de sujetos estigmatizados, desviados, para resistir y movilizarse a través de micropolíticas en conexión con otras luchas como las trabajadoras del sexo, las migrantes trans*, o las diferentes mareas de colores que han tomado las calles en la última década. Esto es a lo que Butler se ha referido como “un ejercicio de agencia performativa que es plural, social y basada en coaliciones” (Soley-Beltrán y Sab­­say, 2012: 224).

Más allá de la mera celebración y/o recuperación del pasado y de estos años de lucha y avance colectivos, es importante que nos preguntemos cómo nos interpelan en el momento actual los activismos de los setenta y los años de la (nada pacífica) Transición, y cómo pueden contribuir a activar contrarrelatos, discursos críticos y nuevas formas de imaginación política, que tanto necesitamos. Es necesario y urgente (re)conocer nuestras genealogías subalternas y hacerlo de manera contextualizada, así contrarrestamos los peligros de universalizar “lo queer”, y de tergiversar sus recorridos y aportaciones39. Hay que seguir ahondando en el conocimiento de las genealogías queer/cuir y transfeministas siguiendo el hilo de los debates y aportaciones desde América Latina hacia este lado del charco sin dar “por sentado ni el concepto queer ni el de América Latina” (Falconí, Castellanos y Viteri, 2014: 11); cómo han ido influyendo los múltiples intercambios y tráficos de ideas y experiencias políticas y culturales, a través de las personas migradas que viven en el Estado español (y las que se marcharon para allá) y que son activistas y/o trabajan en estos ámbitos, entre otros canales.

Hoy en día nos siguen sobrando los motivos para salir a la calle, pensando desde lo local a lo global (y vuelta): que no nos agredan ni nos maten, que se respete a nuestras familias, que no se acose a les chavales diferentes en los centros escolares, ni al profesorado, entre otras muchas demandas. Que, como decían en aquella pancarta de la primera manifestación del Orgullo, que bajó orgullosa las Ramblas de Barcelona en 1977, nos dejen vivir en paz. En estos tiempos de crisis continuada del sistema capitalista, de pandemia global, colapso ecológico y avance de las fuerzas neoconservadoras, el reto sigue estando en pensar más en objetivos comunes que en identidades fijas, en alianzas y coaliciones de luchas, aunque sean puntuales, y en seguir fortaleciendo nuestras comunidades político-afectivas. Y en esta línea, recordar las prácticas políticas de los Frentes de liberación sexual de los setenta, que defendían la necesidad de aglutinar a la gente y las alianzas con otras luchas (las “confluencias” actuales), nos puede ser muy útil hoy en día como inspiración política para seguir defendiendo los derechos y libertades que costó décadas conseguir.

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