El bosque oscuro
Segunda Parte. La maldición » Año 20 de la Era de la Crisis
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Año 20 de la Era de la Crisis
Distancia que separa a la flota trisolariana
de nuestro Sistema Solar: 4,15 años luz
Rey Díaz y Hines despertaron simultáneamente de la hibernación con la noticia de que la tecnología que aguardaban ya había aparecido.
—¡¿Tan pronto?! —exclamaron al descubrir que solo habían pasado ocho años.
Les informaron de que, debido a una inversión sin precedente, durante los últimos años la tecnología había avanzado a un ritmo inusitado. Pero no todo era optimismo. La humanidad se había limitado a realizar un sprint final para cubrir la distancia que la separaba de la barrera sofón, por lo que los avances eran meramente tecnológicos. La física avanzada seguía estancada y la fuente de teorías se iba agotando. El avance tecnológico acabaría desacelerándose y con el tiempo se detendría por completo. Pero por ahora nadie sabía cuándo se llegaría a ese final.
Hines entró en aquella estructura, que era como un estadio, caminando sobre unos pies todavía rígidos por la hibernación. El interior estaba ocupado por una niebla blanca, aunque la sentía seca. No identificaba la sustancia. La niebla estaba iluminada por un delicado resplandor lunar, que era escaso a la altura de una persona, pero hacia arriba se volvía tan denso que no podía ver el techo. Apreció, a través de la niebla, una figura diminuta que reconoció de inmediato: su mujer. Y él cruzó la niebla corriendo en su dirección. Era como perseguir a un fantasma, con la diferencia de que al final se encontraron y se abrazaron.
—Amor mío, lamento haber envejecido ocho años —le dijo Keiko Yamasuki.
—Aun así, sigues siendo un año más joven que yo. —La miró atentamente. El tiempo no había dejado ninguna señal en el cuerpo de su mujer, pero iluminada por la luz lunar de la niebla tenía un aspecto pálido y débil. En aquel entorno le recordó aquella noche en el bosquecillo de bambú del jardín en Japón—. ¿No acordamos que entrarías en hibernación dos años después que yo? ¿Por qué has esperado tanto tiempo?
—Mi intención era realizar los preparativos para el trabajo posterior a la hibernación. Pero las tareas se acumulaban, así que eso he estado haciendo —dijo, apartándose un mechón de pelo de la frente.
—¿Ha sido complicado?
—Extremadamente. No mucho después de que entrases en hibernación se iniciaron seis proyectos para lograr ordenadores de nueva generación. Tres empleaban la arquitectura tradicional, uno una arquitectura diferente a la de Von Neumann, y de los otros dos, uno era cuántico y el otro biológico. Sin embargo, dos años después, los científicos encargados de esos proyectos me comunicaron que la capacidad de cálculo que requeríamos era imposible. El primero en cerrar fue el proyecto de computación cuántica, por no dar con el suficiente apoyo en la física teórica actual: la investigación se había topado con el bloqueo sofón. Luego le tocó al proyecto biomolecular. Según ellos, no era más que una fantasía. El último en abandonar fue el del ordenador de arquitectura diferente a la de Von Neumann. Su arquitectura era una simulación del cerebro humano, pero me dijeron que se trataba de un huevo informe que jamás se convertiría en pollo. Aunque solo seguían los tres proyectos tradicionales, durante mucho tiempo no hubo ningún tipo de avance.
—Vaya… entonces debería haberme quedado contigo.
—No habría tenido ningún sentido. Te habrías limitado a malgastar ocho años. Fue hace poco, la verdad, cuando ya nos sentíamos totalmente descorazonados, cuando se nos ocurrió una idea desquiciada: simular el cerebro humano con un método que es una barbaridad.
—¿Y cuál es?
—Implementar en hardware la simulación de software anterior. Se haría empleando un microprocesador por neurona, dejando que los microprocesadores interactuasen y permitiendo cambios dinámicos en el modelo de conexiones.
Hines reflexionó un momento hasta comprender a qué se refería.
—¿Hablas de fabricar cien mil millones de microprocesadores?
La mujer asintió.
—¡Eso es prácticamente la suma total de todos los procesadores fabricados a lo largo de la historia humana!
—No hice las cuentas, la verdad, pero es probable que muchos más.
—Aunque dispusieses de todos esos chips, ¿cuánto llevaría conectarlos todos?
Keiko Yamasuki sonrió con cansancio.
—Sabía que no se podía hacer. No fue más que una idea desesperada. Pero la verdad es que consideramos ponerlo en marcha y fabricar todos los que sean posibles —indicó a su alrededor—. Estamos en uno de los treinta talleres de ensamblado cerebral virtual que planeamos. Pero es el único construido.
—Debería haber estado contigo —repitió Hines todavía con más emoción.
—Por suerte, al menos logramos el ordenador que queríamos. Tiene un rendimiento mil veces superior a los que viste antes de entrar en hibernación.
—¿Una arquitectura tradicional?
—Así es. Unas gotas más extraídas del limón que era la ley de Moore. La comunidad informática quedó patidifusa. Pero en esta ocasión, amor mío, sí que hemos dado con el límite.
«Un ordenador sin parangón. Si la humanidad fracasaba, jamás sería superado», pensó Hines, pero no lo expresó en voz alta.
—Al disponer de este ordenador, investigar sobre el Escáner Total fue mucho más sencillo. —Hizo una pausa y preguntó—: Amor mío, ¿te haces una idea de cuánto es cien mil millones? —A continuación, hizo un gesto con la cabeza y esbozó una sonrisa; luego extendió las manos a su alrededor—. Mira. Aquí tienes cien mil millones.
—¿Cómo? —Sin saber qué decir, Hines miró la niebla blanca que le rodeaba.
—Nos encontramos en medio de la pantalla holográfica del superordenador —afirmó Keiko Yamasuki mientras manipulaba un artilugio que le colgaba del pecho. Hines comprobó que tenía una ruedecilla y pensó que sería algo similar a un ratón.
A medida que Keiko Yamasuki movía la rueda, él fue percibiendo un cambio en la niebla. Se volvió más densa en lo que claramente era una ampliación de una zona concreta. Luego comprendió que estaba formada por un número incontable de partículas relucientes, y eran esas partículas las que emitían la iluminación lunar sin reflejar una fuente externa. A medida que avanzaba la ampliación, las partículas se convirtieron en estrellas brillantes. Pero no se trataba del cielo estrellado sobre la Tierra. Era más bien como estar situado en el corazón de la Vía Láctea, donde el número de estrellas era tan grande que apenas había espacio para la oscuridad.
—Cada estrella es una neurona —dijo. Sus cuerpos relucían, plateados, por efecto del océano formado por cien mil millones de estrellas.
El holograma siguió ampliándose. Vio innumerables tentáculos delgados que se extendían radialmente desde cada una de las estrellas para formar complejas conexiones, eliminado así el campo estelar y dejándole en medio de una estructura en red infinitamente grande.
La imagen se amplió todavía más y cada una de las estrellas fue manifestando una estructura que le resultó familiar por la microscopía electrónica: células y sinapsis del cerebro.
Keiko Yamasuki pulsó el ratón y la imagen volvió al instante al estado de niebla blanca.
—Esta es la imagen global de la estructura cerebral formada por el Escáner Total escaneando a la vez tres millones de secciones. Es evidente que lo que ves es la imagen procesada… para que sea más conveniente, la distancia entre neuronas se ha ampliado en cuatro o cinco órdenes de magnitud, así que tiene el aspecto de un cerebro vaporizado. Sin embargo, se preserva la topología de las conexiones. Ahora, miremos la imagen dinámica.
La niebla mostró alteraciones, puntos relucientes que eran como pellizcos de pólvora salpicados sobre una llama. Keiko Yamasuki amplió la imagen hasta que tuvo el aspecto de un campo de estrellas, y Hines vio surgir olas estelares en un universo-cerebro, las alteraciones en el océano de estrellas, de formas diferentes y en lugares distintos: algunas como corrientes, otras como vórtices y otras como olas amplias, todo extremadamente cambiante y produciendo asombrosas imágenes de auto-organización en medio del caos. La imagen cambió una vez más para parecerse a una red y observó un sinnúmero de señales nerviosas portando ajetreados mensajes por las sinapsis, brillando como perlas en el complejo flujo de una intrincada red de tuberías…
—¿De quién es el cerebro? —preguntó, asombrado.
—Es el mío —respondió ella, mirándole con cariño—. Cuando se tomó esta imagen mental, pensaba en ti.
Atención: al encenderse la luz verde, aparecerá el sexto grupo de proposiciones. Si la proposición es cierta, pulse el botón de la derecha. Si la proposición es falsa, pulse el botón de la izquierda.
Proposición 1: El carbón es de color negro.
Proposición 2: 1 + 1 = 2.
Proposición 3: En invierno, la temperatura es más baja que durante el verano.
Proposición 4: Por lo general, la estatura de los hombres es menor que la de las mujeres.
Proposición 5: La línea recta es la distancia más corta entre dos puntos.
Proposición 6: El brillo de la luna es mayor que el del sol.
Las afirmaciones aparecían sucesivamente en una pequeña pantalla situada delante del sujeto de pruebas. Cada proposición aparecía durante cuatro segundos y, siguiendo su propio juicio, el sujeto pulsaba el botón derecho o izquierdo. La cabeza la tenía encajada en una cubierta metálica que permitía al Escáner Total capturar una imagen holográfica del cerebro, que el ordenador convertiría en una red neuronal dinámica para su posterior análisis.
Ahora mismo, en el estado inicial del proyecto de Hines, el sujeto realizaba tareas muy simples relativas al pensamiento crítico y las proposiciones de prueba poseían respuestas concisas y claras. Con pensamientos tan sencillos, era fácil identificar la operación de la red de neuronas del cerebro, lo que ofrecía un punto de partida para luego realizar un estudio más en profundidad sobre la naturaleza última del pensamiento.
El equipo de investigación, bajo la dirección de Hines y Keiko Yamasuki, había realizado algunos avances. Habían descubierto que el pensamiento crítico no se manifestaba en un punto concreto de la red neuronal cerebral, sino que empleaba un modo determinado de transmisión de impulsos nerviosos, y que con la ayuda de un potente ordenador, era posible recuperar y localizar ese modelo de entre toda la vasta red de neuronas. El método era muy similar al de la posición estelar que el astrónomo Ringier había entregado a Luo Ji. Al contrario que dar con un patrón de posición preciso entre las estrellas, en el universo del cerebro dicho patrón era dinámico y solo podía identificarse por medio de sus características matemáticas. Era un poco como dar con un pequeño remolino en medio de un extenso océano, por lo que la capacidad informática requerida era varios órdenes de magnitud mayor que para las estrellas, y solo era posible empleando las máquinas más avanzadas.
Hines y su esposa usaron la pantalla holográfica para recorrer el mapa del cerebro. Cuando el sistema identificaba el pensamiento crítico en el cerebro del sujeto, el ordenador indicaba su posición usando un resplandor rojo parpadeante. En realidad, era una forma de ofrecer un reclamo ocular más intuitivo para el ojo humano, y no una exigencia estricta del estudio. Lo importante era el análisis de la estructura interna de la transmisión de impulsos nerviosos en el origen del pensamiento, porque allí se ocultaba el misterio de la esencia de la mente.
Justo en ese momento entró el director médico del equipo para decir que el sujeto 104 tenía problemas.
Cuando se inició el desarrollo del Escáner Total, escanear tal cantidad de secciones producía grandes cantidades de radiación fatales para cualquier forma de vida. Pero las mejoras sucesivas habían reducido los niveles de radiación por debajo del límite peligroso, y muchas comprobaciones habían demostrado que, mientras el proceso durase menos de cierto tiempo, el Escáner Total no causaría daños en el cerebro.
—Parece haber pillado hidrofobia —dijo el director médico mientras volvían a toda prisa al centro médico.
La sorpresa hizo que Hines y Keiko Yamasuki se parasen de inmediato.
—¿Hidrofobia? ¿De alguna forma ha contraído la rabia?
El director médico alzó una mano e hizo lo posible por ordenar sus ideas.
—Oh, lo lamento. No ha sido exacto. No padece nada físico y no ha sufrido ningún daño en el cerebro u otros órganos. Simplemente le tiene miedo al agua, como si tuviera la rabia. Se niega a beber y tampoco come nada húmedo. Se trata de un efecto psicológico. Solo cree que el agua es tóxica.
—¿Trastorno delirante? —preguntó Keiko Yamasuki.
El director médico lo desechó con un movimiento de la mano.
—No, no. No cree que alguien haya envenenado el agua. Cree que el agua en sí es tóxica.
Una vez más Hines y su esposa se detuvieron. El director médico agitó la cabeza con desesperación.
—En todos los demás aspectos psicológicos está perfectamente bien… no sé explicarlo. Tienen que verlo.
El sujeto 104 era un voluntario, un estudiante de universidad que quería ganar algo de dinero. Antes de entrar en la habitación, el director les dijo:
—Lleva dos días sin beber. Si sigue así, sufrirá una grave deshidratación y tendré que hidratarle a la fuerza. —Junto a la puerta indicó un horno de microondas y añadió—: ¿Lo ven? Antes de comer pan o cualquier otra cosa quieren que lo sequemos por completo.
Hines y su esposa entraron. El sujeto 104 les miró con miedo. Tenía los labios cuarteados y el pelo revuelto, pero por lo demás parecía normal. Tiró de la manga de Hines y habló con voz ronca.
—Doctor Hines, quieren matarme. No sé por qué. —Con el dedo señaló un vaso de agua apoyado en un mueble junto a la cama—. Quieren que beba agua.
Hines miró el vaso de agua cristalina. Estaba convencido de que el sujeto no padecía rabia, porque la verdadera hidrofobia le provocaría espasmos de terror solo de verla. Oírla correr le haría perder la cordura, y su mera mención le produciría miedo.
—A juzgar por los ojos y el habla, su estado psicológico debería ser normal —le dijo Keiko Yamasuki en japonés. Poseía una licenciatura en psicología.
—¿De veras crees que el agua es tóxica? —le preguntó Hines.
—¿Cabe alguna duda? De la misma forma que el sol posee luz y el aire contiene oxígeno. No se pueden negar los hechos fundamentales, ¿no es así?
Hines se apoyó en su hombro y le dijo:
—Joven, la vida surgió del agua y no puede existir en su ausencia. Tu propio cuerpo es agua en un setenta por ciento.
Los ojos del sujeto 104 se oscurecieron. Se echó sobre la cama agarrándose la cabeza.
—Eso es cierto. Es una idea que me tortura. Es el aspecto más increíble del universo.
—Veamos los registros del experimento del sujeto 104 —le dijo Hines al director médico cuando salieron de la habitación.
Una vez en el despacho del director, Keiko Yamasuki dijo:
—Mira primero las proposiciones de prueba.
Aparecieron en pantalla una a una:
Proposición 1: Los gatos tienen tres patas.
Proposición 2: Las piedras no están vivas.
Proposición 3: El sol tiene forma de triángulo.
Proposición 4: Dado el mismo volumen, el hierro pesa más que el algodón.
Proposición 5: El agua es tóxica.
—Alto —dijo Hines, señalando la proposición 5.
—Respondió «falso» —añadió el director.
—Fíjese en los parámetros de operación tras dar la respuesta a la proposición 5.
El registro indicaba que una vez recibida la respuesta a la proposición 5, el Escáner Total incrementó la intensidad del escaneado en el punto de pensamiento crítico de la red neuronal cerebral del sujeto. Para mejorar la precisión del escaneado de esa zona, en esa pequeña región se incrementaba la intensidad de la radiación y el campo magnético. Hines y Keiko Yamasuki repasaron con mucha atención la larga lista de parámetros que aparecían en pantalla.
—¿Ese escaneado mejorado se ha realizado con otros sujetos y con otras proposiciones? —preguntó Hines.
Respuesta del director:
—Dado que el efecto del escaneado mejorado no fue muy bueno, se canceló tras cuatro intentos por temor a una excesiva radiación en un punto concreto. Los tres anteriores… —consultó el ordenador y añadió—: eran proposiciones ciertas sin mayor interés.
—Debemos emplear los mismos parámetros de escáner y repetir el experimento con la proposición 5 —dijo Keiko Yamasuki.
—Pero… ¿con quién? —preguntó el director.
—Conmigo —dijo Hines.
El agua es tóxica.
La proposición 5 apareció en texto negro sobre fondo blanco. Hines pulsó el botón izquierdo, de «falso», pero no sintió nada excepto la ligera sensación de calor producida en la parte posterior de la cabeza por efecto del escaneado intensivo.
Abandonó el laboratorio de Escáner Total y se sentó ante una mesa mientras una multitud, que incluía a Keiko Yamasuki, le observaba. Sobre la mesa había un vaso de agua. Tomó el vaso, lo acercó a los labios y dio un sorbo. Los movimientos eran relajados y la expresión tranquila. Todos los presentes casi suspiraron aliviados, pero se dieron cuenta de que la garganta no se movía para tragar. Los músculos de la cara se pusieron rígidos y luego se agitaron un poco hacia arriba. Sus ojos mostraron el mismo miedo que el sujeto 104, como si su espíritu luchase contra una fuerza informe y muy poderosa. Al final escupió toda el agua y se arrodilló para vomitar, pero no salió nada. La cara se le puso violeta. Abrazándole, Keiko Yamasuki le dio golpecitos en la espalda.
Al recuperarse, Hines alargó una mano.
—Dame toallitas de papel —dijo. Las cogió y con mucho cuidado limpió las gotitas de agua que le habían caído en los zapatos.
—¿De verdad crees que el agua es tóxica, amor mío? —preguntó Keiko Yamasuki con los ojos llenos de lágrimas. Antes del experimento le había rogado una y otra vez que cambiase la proposición por otra que fuese falsa pero totalmente inofensiva. Hines se había negado.
Asintió.
—Lo creo. —Miró a la multitud con confusión e impotencia—. Lo creo. Lo creo de verdad.
—Voy a repetir tus palabras —dijo Keiko, agarrándole el hombro—. La vida surgió del agua y no puede existir en su ausencia. Tu propio cuerpo es agua en un setenta por ciento.
Hines inclinó la cabeza y miró la mancha de agua en el suelo. A continuación, asintió.
—Eso es cierto, mi amor. Es una idea que me tortura. Es el aspecto más increíble del universo.
Tres años después del avance en fusión nuclear controlada, unos nuevos y extraños cuerpos celestes habían aparecido en el cielo nocturno de la Tierra. Había hasta cinco de ellos visibles a la vez en un hemisferio. Eran cuerpos que cambiaban entre extremos de luminosidad, superando a Venus cuando estaban más brillantes, y a menudo parpadeaban con rapidez. En ocasiones, uno sufría una súbita erupción incrementando rápidamente su brillo, para luego apagarse tras dos o tres segundos. Se trataba de reactores de fusión en pruebas en una órbita geosíncrona.
La propulsión por radiación había ganado la vía de la investigación de las futuras naves espaciales. Era un tipo de propulsión que exigía reactores de gran potencia que solo podían probarse en el espacio. Así es como habían aparecido esos relucientes reactores a treinta mil kilómetros de altura, conocidos como estrellas nucleares. Cada erupción de una estrella nuclear indicaba un fracaso desastroso. Pero al contrario de lo que creía la mayoría de la gente, las erupciones de las estrellas nucleares no eran explosiones en el reactor nuclear, sino la exposición del núcleo cuando el envoltorio exterior del reactor se fundía por el calor producido durante la fusión. El núcleo era como un pequeño sol y, como fundía los materiales terrestres más resistentes al calor como si fuesen de cera, era preciso contenerlo usando un campo electromagnético. Esos campos fallaban con frecuencia.
En el balcón del piso superior del Mando Espacial, Chang Weisi y Hines acababan de ser testigos de una de esas erupciones. El resplandor lunar proyectó sombras sobre la pared antes de desvanecerse por completo. Hines era el segundo vallado que Chang Weisi había conocido. El anterior había sido Tyler.
—Es la tercera vez este mes —dijo Chang Weisi.
Hines contempló el cielo nocturno, ahora a oscuras.
—Esos reactores solo alcanzan un uno por ciento de la potencia requerida para los motores espaciales del futuro y no son estables. E incluso si lográsemos desarrollar los reactores necesarios, la tecnología de motores será todavía más difícil. Seguro que en ese camino nos toparemos con el bloqueo sofón.
—Tiene razón. Los sofones bloquean todas las direcciones —mientras hablaba, Chang Weisi miraba al infinito. Ahora que la luz del cielo había desaparecido, el océano de luces de la ciudad parecía incluso más brillante.
—Tan pronto como aparecen, todo atisbo de esperanza se evapora. Como ha dicho: los sofones bloquean todas las direcciones.
Chang Weisi se rio.
—Doctor Hines, no ha venido a hablarme de derrotismo, ¿verdad?
—Eso precisamente quiero comentarle. La forma de derrotismo que está resurgiendo es ahora diferente. Se sostiene sobre las duras condiciones de vida de la población y su impacto sobre el ejército es mucho mayor.
Chang Weisi apartó la mirada del infinito, pero no dijo nada.
—Comprendo las dificultades de su puesto, general, y deseo ayudarle.
Durante unos segundos, Chang Weisi miró a Hines en silencio. Su expresión era totalmente neutral. A continuación, sin molestarse en responder al ofrecimiento, dijo:
—La evolución del cerebro humano requiere de entre veinte mil a doscientos mil años para mostrar cambios apreciables, pero la civilización humana solo tiene cinco mil años. Por tanto, en estos momentos estamos empleando cerebros de humanos primitivos… Doctor, le congratulo por sus singulares ideas y quizá contengan la respuesta correcta.
—Gracias. En esencia, somos los Picapiedra.
—Pero ¿es realmente posible usar la tecnología para mejorar las capacidades mentales?
Hines se emocionó.
—General, no es usted tan primitivo, ¡al menos en comparación con otras personas! Me he dado cuenta de que ha dicho «capacidades mentales» en lugar de «inteligencia». La primera categoría es mucho más amplia y diversa que la segunda. Por ejemplo, en nuestra lucha contra el derrotismo no podemos depender exclusivamente de la inteligencia. Si se tiene en cuenta el bloqueo sofón, cuanto más inteligente se es, más difícil resultará tener fe en la victoria.
—En ese caso, respóndame. ¿Es posible?
Hines movió la cabeza.
—¿Qué sabe de los trabajos que Keiko Yamasuki y yo realizábamos antes de la Crisis Trisolariana?
—No mucho. Me suena: la esencia del pensamiento no se encuentra en el nivel molecular, sino que se manifiesta en el nivel cuántico. Me pregunto si eso implica…
—Implica que los sofones me esperan. De la misma forma que nosotros les esperamos a ellos. —Hines señaló al cielo—. Sin embargo, en estos momentos nuestras investigaciones están muy lejos de nuestras metas. Pero sí que hemos dado con un resultado adicional inesperado.
Chang Weisi asintió y sonrió, manifestando un cauteloso interés.
—No comentaré los detalles. En esencia, hemos descubierto en la red neuronal del cerebro el mecanismo mental para realizar dictámenes, así como la forma de modificarlo. Si comparamos el proceso que emplea la mente humana para realizar un dictamen o alcanzar una conclusión con el proceso informático, tenemos los datos externos, los cálculos y el resultado final. Lo que hemos logrado es saltarnos el paso del cálculo e ir directamente al resultado. Cuando cierta información llega al cerebro, esta influye en una zona concreta de la red neuronal y nosotros somos capaces de lograr que el cerebro llegue a una conclusión, creer que la información es verdadera, sin tener que pensar.
—¿Ya lo ha hecho? —preguntó Chang Weisi en voz baja.
—Sí. Fue un descubrimiento casual que más tarde sometimos a un intenso estudio. Ya lo hemos completado. Lo llamamos «precinto mental».
—¿Y si el dictamen… o fe, digamos… contradice la realidad?
—Con el tiempo la fe quedará revocada. Sin embargo, se trata de un proceso muy doloroso, porque el dictamen producido en la mente por efecto del precinto mental es muy tenaz. En mi caso, pasé dos meses convencido de que el agua era tóxica, y solo un intenso tratamiento de psicoterapia me permitió volver a beber sin ayuda. Es un proceso que francamente no tengo ganas de recordar. Pero en el caso de la toxicidad del agua, estamos hablando de una proposición falsa muy exagerada. Otras creencias no tienen que compartir esa naturaleza. Como la existencia de Dios o el que la humanidad saldrá victoriosa en la guerra. Ese tipo de creencias carecen de una respuesta clara y definida. El proceso normal para establecer ese tipo de creencias ya viene mentalmente influido por todo tipo de factores. Si es el precinto mental el que establece dicha creencia, el resultado será muy convincente e imposible de eliminar.
—En verdad estamos hablando de un logro asombroso —Chang Weisi se puso serio—. Hablo de la neurociencia. Pero en el mundo real, doctor Hines, su creación plantea muchas inquietudes. Sin duda, se trata del avance más inquietante de la historia.
—¿No desea usar el proceso, el precinto mental, para crear una fuerza espacial que posea una fe inamovible en la victoria? En el ejército tienen comisarios políticos y nosotros tenemos capellanes. En última instancia, el precinto mental no es más que un medio tecnológico para lograr lo mismo de forma más eficiente.
—Las labores políticas e ideológicas crean fe por medio del pensamiento racional y científico.
—Pero ¿resulta posible construir la fe en la victoria por medios racionales y científicos?
—Si no es posible, doctor, preferimos tener una fuerza espacial que no crea en la victoria, pero conserve la capacidad de pensamiento independiente.
—Exceptuando esa creencia, el resto de la mente seguiría siendo autónoma. Nos limitaríamos a ejecutar una minúscula intervención mental, empleando la tecnología para ir directos al establecimiento de una conclusión, solo una, en la mente.
—Pero con una ya basta. La tecnología ha alcanzado el punto en que puede modificar pensamientos con la facilidad con la que se ajusta un programa de ordenador. Tras dicha modificación, ¿una persona sigue siendo una persona o se ha convertido en un autómata?
—Debe de haber leído La naranja mecánica.
—Es un libro con múltiples niveles.
—General, me esperaba su reacción —dijo Hines, decepcionado—. Seguiré analizando este campo. Son los esfuerzos que debe realizar un vallado.
Durante la siguiente reunión del Proyecto Vallado, la presentación por parte de Hines del precinto mental desencadenó entre los asistentes reacciones poco habituales. La muy concisa evaluación por parte del representante de Estados Unidos resumió bien la opinión de la mayoría:
—Empleando un talento extraordinario, el doctor Hines y la doctora Yamasuki han abierto a la humanidad una puerta a las tinieblas.
El representante de Francia estaba tan alterado que incluso abandonó su asiento.
—¿Qué resulta más trágico para la humanidad: perder la capacidad y el derecho a pensar con libertad o sufrir la derrota en esta guerra?
—¡Evidentemente, lo último! —respondió Hines mientras se ponía en pie—. Porque en el primer estado la humanidad posee al menos la opción de recuperar la independencia de pensamiento.
—Eso lo dudo. Si ese proceso se acaba usando… ¡Vaya con los vallados! —dijo la representante rusa mientras lanzaba las manos al techo—. Tyler quería robarle la vida a la gente y usted quiere quitarles la mente. ¿Qué quieren lograr?
Esas palabras provocaron un escándalo.
El representante de Reino Unido habló:
—Hoy nos estamos limitando a proponer una moción, pero esperamos que los gobiernos de todos los países serán unánimes en la prohibición de esta tecnología. No importa lo que suceda al final, no hay nada más malvado que el control del pensamiento.
Hines dijo:
—¿Por qué todos se alteran tanto cuando se menciona el control del pensamiento? Está por todas partes en la sociedad moderna, desde la publicidad a la cultura de Hollywood. Por usar una expresión china, se burlan de la gente por retroceder cien pasos cuando ustedes mismos ya han retrocedido cincuenta.
El representante de Estados Unidos respondió:
—Doctor Hines, usted no se ha limitado a retroceder cien pasos. Ha llegado hasta el mismo límite de las tinieblas y amenaza con derribar los cimientos de la sociedad moderna.
Los asistentes volvieron a alborotarse y Hines comprendió que era el momento de tomar el control de la situación. Elevó la voz y dijo:
—¡Aprendamos la lección del chico!
Efectivamente, tras esa frase la conmoción se calmó.
—¿De qué chico habla? —preguntó el presidente de turno.
—Creo que todos conocemos la historia: un chico en el bosque al que se le quedó atrapada la pierna bajo un árbol caído. Estaba solo y la pierna no dejaba de sangrar. Habría muerto, así que tomó una decisión que avergonzaría a todos los delegados hoy aquí presentes: cogió una sierra y se cortó la pierna atrapada, subió a un coche y dio con un hospital. Se salvó a sí mismo.
Con satisfacción, Hines comprobó que al menos nadie había intentado interrumpirle. Añadió:
—Ahora mismo la humanidad se enfrenta a un problema de vida o muerte. La vida o la muerte en conjunto de nuestra especie y civilización. Dadas las circunstancias, ¿cómo no íbamos a renunciar a algo?
Se oyeron dos golpes rápidos. El presidente golpeaba con el mazo, a pesar de que no había mucho ruido. Los asistentes recordaron que durante toda la reunión el alemán había guardado un silencio muy poco habitual. Con voz tranquila, el presidente dijo:
—En primer lugar, espero que cada uno de ustedes eche un buen vistazo a la situación actual. La inversión para construir la defensa espacial no deja de incrementarse y en este momento de transición la economía mundial sufre una tremenda recesión. Es posible que en un futuro muy cercano se cumpla la profecía de que los estándares de vida retrocedan un siglo. Por su parte, todas las investigaciones relacionadas con la defensa espacial se dan de bruces contra el bloqueo sofón, con la consecuente ralentización del desarrollo tecnológico. Esos elementos producirán una nueva oleada de derrotismo en la comunidad internacional. Y en esta ocasión podría provocar el colapso absoluto del Programa de Defensa del Sistema Solar.
Tales palabras tuvieron un efecto balsámico sobre la asamblea. Siguió hablando tras un silencio de casi medio minuto:
—Como todos los demás, cuando supe del precinto mental sentí el mismo miedo y odio que siento al ver una serpiente venenosa. Pero en este momento, lo racional es calmarse y reflexionar. Cuando aparece el diablo, la mejor opción es siempre recurrir a la tranquilidad y la razón. En esta reunión nos limitamos a presentar una moción para su votación.
Hines vio cierta esperanza.
—Señor presidente, representantes, ya que mi propuesta inicial no se puede votar en esta asamblea, quizá podamos dar un paso atrás.
—No importa cuánto retroceda, el control del pensamiento es totalmente inaceptable —dijo el representante francés, pero con un tono de voz un poco menos belicoso.
—¿Y si no se tratase de controlar el pensamiento? ¿Y si fuese algo a medio camino entre el control y la libertad?
—El precinto mental es lo mismo que el control mental —dijo el representante japonés.
—No lo es. En el control del pensamiento, debe haber un controlador y un objeto del control. Si alguien decide voluntariamente crear un precinto en su propia mente, díganme, ¿dónde está el control en ese caso?
La asamblea volvió a quedar en silencio. Sintiendo la proximidad del éxito, Hines no cejó:
—Propongo la apertura del precinto mental, como instalación pública. Solo habrá una proposición: la creencia en la victoria final en esta guerra. Cualquiera que desee adquirir esa fe por medio del precinto mental podrá, de modo voluntario, hacer uso de esta instalación. Por supuesto, todo el proceso se realizará bajo la más estricta supervisión.
La asamblea inició la discusión y añadió a la propuesta mínima de Hines un buen número de restricciones al uso del precinto mental. La más crucial fue limitar su uso a las fuerzas espaciales, porque era más fácil aceptar que los militares pensasen todos de la misma forma. La reunión se prolongó casi ocho horas, la más larga de su historia, y acabó formulando una moción que se votaría en la siguiente convocatoria, y que los representantes permanentes presentarían a sus respectivos gobiernos.
—¿No deberíamos tener un nombre para esa instalación? —preguntó el representante de Estados Unidos.
—¿Qué tal Centros de Alivio para la Fe? —dijo el representante de Reino Unido.
La combinación del humor británico y un nombre tan raro provocó risas.
—Dejen de lado «de alivio» y llámenlo Centro para la Fe —dijo Hines con absoluta seriedad.
A la entrada del Centro para la Fe se hallaba una réplica a escala reducida de la Estatua de la Libertad. No se sabía por qué. Quizá fuese un intento por reducir el impacto de la palabra «control» por medio de la palabra «libertad». En cualquier caso, el aspecto más llamativo de la estatua era el poema modificado que tenía grabado en la base:
Dadme vuestras almas desesperadas,
Vuestras multitudes temerosas que ansían la victoria,
Los despreciados de vuestras traicioneras costas.
Enviadme a los desposeídos,
Porque mi lámpara de dorada fe ofrece consuelo.
La fe dorada a la que se refería el poema ocupaba un lugar destacado y estaba inscrita en distintos idiomas sobre una piedra de granito negro llamada el Monumento a la Fe, que se encontraba junto a la estatua:
La humanidad surgirá victoriosa en la guerra de resistencia contra la invasión de Trisolaris. Destruiremos al invasor del Sistema Solar. La Tierra persistirá en el cosmos durante diez mil generaciones.
El Centro para la Fe llevaba tres días abierto. Keiko Yamasuki y Hines habían pasado ese tiempo aguardando en la majestuosa recepción. Era un edificio más pequeño erigido cerca de la plaza de Naciones Unidas y que ahora se había convertido en la más reciente de las atracciones turísticas. La gente se acercaba continuamente a fotografiar la Estatua de la Libertad y el Monumento a la Fe, pero nadie entraba. Daba la impresión de que la estrategia general era mantener una prudente distancia.
—¿No tienes la impresión de que hemos montado una tienda de barrio a la que no le va demasiado bien? —dijo ella.
—Mi amor, algún día este será un lugar sagrado —afirmó Hines con solemnidad.
Una tarde, durante el tercer día, alguien al fin entró en el Centro para la Fe. Era un hombre calvo y de mediana edad, con aspecto melancólico. Entró tambaleándose y al acercarse olía a alcohol.
—He venido a ganar fe —dijo, arrastrando las palabras.
—El Centro para la Fe solo está abierto a miembros de las fuerzas espaciales. Por favor, muestre alguna identificación —le dijo Keiko Yamasuki mientras hacía una reverencia. A Hines le recordó a una camarera educada en un hotel de lujo de Tokio.
El hombre sacó su identificación.
—Soy miembro de la fuerza espacial. Personal civil. ¿Vale así?
Hines asintió una vez hubo estudiado la identificación.
—Señor Wilson, ¿quiere hacerlo ahora?
—Sería genial —respondió asintiendo—. Lo que… eso que llaman proposición de fe. La tengo apuntada. Esto es lo que quiero creer. —Sacó un papel doblado del bolsillo de la camisa.
Keiko Yamasuki quiso explicarle que, siguiendo la resolución del Consejo de Defensa Planetaria, el precinto mental solo se podía aplicar a una proposición en concreto: la escrita en el monumento de la entrada. Debía ser tal y como estaba escrita y habían prohibido cualquier alteración. Pero Hines se lo impidió con un gesto delicado. Primero quería ver qué proposición traía ese hombre. Desdobló el papel y leyó lo que estaba escrito:
«Katherine me ama. ¡Nunca ha tenido una aventura y nunca la tendrá!».
Keiko Yamasuki contuvo la risa, pero Hines arrugó el papel con furia y se lo lanzó al borracho a la cara.
—¡Salga ahora mismo de aquí!
Después de que Wilson se fuera, otro hombre dejó atrás el Monumento a la Fe, que era el límite tras el que permanecían los turistas habituales. Captó la atención de Hines al pasar por el monumento. Hines llamó a Keiko Yamasuki y le dijo:
—Mira. ¡Debe de ser un soldado!
—Da la impresión de estar agotado tanto física como mentalmente —respondió ella.
—Pero es un soldado, me puedes creer.
Estaba a punto de salir para hablar con él cuando le vio subir los escalones. Parecía tener más o menos la edad de Wilson y a pesar de unos rasgos asiáticos bastante agradables, lo demás era tal y como Keiko Yamasuki había dicho: daba la impresión de estar un poco melancólico, pero de una forma muy diferente al desdichado anterior. Su melancolía parecía menos severa, pero simultáneamente más profunda, como si le acompañase desde hacía muchos años.
—Me llamo Wu Yue. Me gustaría tener la creencia —dijo. Hines se dio cuenta de que había dicho «creencia» en lugar de «fe».
Keiko Yamasuki hizo una reverencia y repitió lo anterior.
—El Centro para la Fe está destinado exclusivamente a miembros de las fuerzas espaciales de cada país. Por favor, muestre una identificación.
Wu Yue permaneció inmóvil, pero dijo:
—Hace dieciséis años serví durante un mes en la fuerza espacial. Luego me retiré.
—¿Sirvió durante un mes? Bien, si no le incomoda la pregunta, ¿cuál fue la razón para dejarlo? —preguntó Hines.
—Soy un derrotista. Mis superiores y yo consideramos que no estaba capacitado para trabajar en la fuerza espacial.
—El derrotismo es una mentalidad muy habitual. Es evidente que es usted un derrotista sincero y expresó sus ideas sin vacilación. Sus colegas que siguieron en el servicio bien podrían tener más ideas derrotistas, pero las ocultaron —dijo Keiko Yamasuki.
—Quizá. Pero he estado perdido durante estos años.
—¿Por dejar el servicio activo?
Wu Yue negó con la cabeza.
—No. Nací en una familia de académicos y la educación que recibí me hizo considerar la humanidad como una única unidad, incluso después de convertirme en soldado. Siempre creí que el mayor honor de un soldado sería luchar por la especie humana. Tuve la oportunidad, pero en una guerra que estábamos destinados a perder.
Hines iba a intervenir, pero Keiko Yamasuki le interrumpió.
—Permítame hacerle una pregunta. ¿Qué edad tiene?
—Cincuenta y un años.
—Si tras obtener fe en la victoria se le permite regresar a la fuerza espacial, ¿no le parece que a su edad es un poco tarde para empezar de nuevo?
Hines comprendió que Keiko sentía demasiada compasión para rechazarle directamente. Sin duda, a ojos de una mujer, un hombre con una melancolía tan profunda debía de ser muy atractivo. Pero no le preocupaba, porque ese hombre estaba tan consumido por su desesperación que para él solo la desdicha tenía sentido.
Wu Yue volvió a negar con la cabeza.
—No me comprende. No quiero ganar la fe en la victoria. Solo busco la paz de mi alma.
Hines quiso intervenir, pero una vez más Keiko Yamasuki se lo impidió.
Wu Yue siguió con la explicación:
—Conocí a mi actual esposa cuando estudiaba en la Academia Naval de Annapolis. Era una cristiana acérrima y se enfrentaba al futuro con una tranquilidad interior que a mí me provocaba envidia. Según ella, Dios lo tenía todo planeado para cada uno de nosotros desde el pasado al futuro. Nosotros, hijos de Dios, no necesitábamos comprender sus planes. Simplemente nos bastaba con la creencia de que ese plan era el más razonable del universo y vivir una vida en paz siguiendo la voluntad de Dios.
—¿Entonces ha venido aquí para creer en Dios?
Wu Yue asintió.
—He escrito mi proposición de creencia. Por favor, léanla —mientras hablaba metió la mano en el bolsillo de la camisa.
Una vez más, Keiko Yamasuki impidió hablar a Hines. A Wu Yue le dijo:
—Si ese es el caso, le basta con seguir con su vida y creer. No es preciso recurrir a medidas tecnológicas tan extremas.
Una sonrisa triste apareció en el rostro del antiguo capitán de la fuerza espacial.
—Mi educación fue totalmente materialista. Soy un ateo irredento. ¿Cree que me resultaría fácil adquirir esa creencia?
—¡Para nada! —dijo Hines colocándose delante de Keiko Yamasuki. Decidió aclarar lo antes posible la situación—. Debe saber que, según la resolución de Naciones Unidas, el precinto mental solo puede operar con una proposición en concreto.
Mientras hablaba tomó una caja grande, exquisitamente trabajada en rojo, y la abrió para que Wu Yue pudiese verla. Sobre el interior de terciopelo negro, escrito con letras doradas, se encontraba el juramento de la victoria que aparecía en el Monumento de la Fe.
Le dijo:
—Este es el libro de la fe —le mostró varias cajas de distintos colores—. Estos son libros de la fe en varios idiomas. Señor Wu, le voy a explicar la estricta supervisión que conlleva la aplicación del precinto mental. Como garantía de una actuación segura y fiable, la proposición no se muestra en pantalla. En su lugar, al voluntario se le da uno de estos libros para que la lea. Para dejar claro su carácter voluntario, es el propio sujeto el que completa el proceso. Para abrir el libro de la fe, debe pulsar el botón de inicio del dispositivo de precinto mental. Pero antes de poder ejecutar el procedimiento, el sistema requiere tres confirmaciones. Antes de cada procedimiento, un panel de diez representantes de la comisión de Derechos Humanos de Naciones Unidas y los estados miembros del Consejo de Defensa Planetaria examina el libro. La supervisión del procedimiento la realiza el panel de diez miembros presentes durante el uso del dispositivo de precinto mental. Por tanto, señor, su petición es imposible de cumplir; puede olvidar su proposición de creencia religiosa. Cambiar una palabra del libro de la fe se considera un crimen.
—En ese caso, lamento la molestia —dijo Wu Yue con un gesto de la cabeza. Daba la impresión de que esperaba esa respuesta. Se giró para irse y de espaldas parecía solitario y mayor.
—El resto de su vida será duro —dijo Keiko Yamasuki en voz baja y cargada de ternura.
—¡Señor! —gritó Hines, obligando a Wu Yue a parar justo al cruzar la puerta. Corrió al exterior, allí donde la luz del sol de la tarde se reflejaba como el fuego en el Monumento a la Fe y el edificio acristalado de Naciones Unidas en la distancia. Entrecerró los ojos por la luz y habló—: Probablemente no me crea, pero yo casi hago lo contrario.
Wu Yue se mostró confundido. Hines miró atrás, comprobó que Keiko Yamasuki no le había seguido y entonces sacó un papel del bolsillo y se lo entregó a Wu Yue.
—Aquí tiene el precinto mental que pretendía aplicarme a mí mismo. Por supuesto, vacilé y al final no lo hice.
El texto en negrita decía: «Dios ha muerto».
Wu Yue levantó la cabeza y preguntó:
—¿Por qué?
—¿No le parece evidente? ¿No ha muerto Dios? Que le den al plan de Dios. ¡Que le den a su dulce yugo!
Wu Yue observó a Hines en silencio. A continuación se giró y bajó los escalones.
Hines gritó:
—Señor, me gustaría poder ocultar el desprecio que siento hacia usted, pero no me es posible.
Al día siguiente empezaron a llegar las personas que Hines y Keiko Yamasuki habían estado esperando. Era una mañana soleada. Entraron cuatro individuos. Tres hombres de rasgos europeos y una mujer de rostro asiático. Jóvenes, muy erguidos y con paso firme, daban toda la sensación de poseer confianza y madurez. Pero en sus ojos Hines y Keiko Yamasuki vieron un sentimiento conocido: la misma confusión melancólica de Wu Yue.
Con cuidado dejaron los documentos sobre la mesa de recepción y su líder declaró solemnemente: