El Chancellor (ilustrado)
Capítulo LV
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LV
27 de enero: No puedo cerrar los ojos. Escucho los menores ruidos, los chapoteos del agua, el murmullo de las olas. Noto que no hay un solo tiburón a nuestro alrededor. Lo tomo como un feliz presagio.
La luna sale a las doce y cuarenta y seis minutos, mostrando su medio disco de cuadratura, pero su luz insuficiente no me permite observar la mar en un radio muy amplio. ¡Cuántas veces he creído avistar a unos cuantos cables de distancia la tan deseada vela!
Pero llega la mañana… ¡El sol se levanta sobre una mar desierta!
El terrible momento se aproxima. Entonces siento que todas mis esperanzas de la víspera se apagan poco a poco. El barco no aparece. La tierra tampoco. Vuelvo a la realidad, ¡y recuerdo! ¡Es la hora en que va a llevarse a cabo la abominable ejecución!
No me atrevo a mirar a la víctima, y, cuando sus ojos, totalmente resignados, se fijan en mí, escondo la mirada.
Un horror insoportable me comprime el pecho. La cabeza me da vueltas como ocurre durante la embriaguez.
Son las seis de la mañana. Ya no creo en un socorro providencial. Mi corazón late a más de cien pulsaciones por minuto, y un sudor angustioso me cubre por completo.
El bosseman y Robert Kurtis, de pie, apoyados al mástil, no dejan de examinar el océano. Por su parte, el bosseman tiene un aspecto terrible. Sabemos perfectamente que no adelantará la hora, pero que tampoco la retrasará. Me es imposible adivinar cuáles son los pensamientos del capitán. Su rostro está lívido, y parece no vivir más que por su mirada.
En cuanto a los marineros, se arrastran sobre la plataforma, ¡y con sus ojos ardientes devoran a su víctima!
No puedo contenerme y me deslizo a proa de la balsa.
El bosseman continúa de pie, mirando.
—¡Bueno! —exclama.
Esta palabra me hace saltar.
El bosseman, Daoulas, Flaypol, Burke y Sandon avanzan hacia popa… ¡El carpintero sujeta convulsivamente el hacha!
La señorita Herbey no puede contener un grito.
De pronto André se yergue.
—¡Padre! —exclama con voz atragantada.
—La suerte me ha señalado… —responde el señor Letourneur. André coge a su padre y lo rodea con sus brazos.
—¡Nunca! —exclama con un rugido—. ¡Antes me mataréis a mí! ¡Matadme! ¡Fui yo quien tiró a la mar el cadáver de Hobbart! ¡Es a mí, a mí a quien tenéis que degollar!
¡El desdichado!
Sus palabras multiplican la rabia de los verdugos. Daoulas, avanzando hacia él, lo arranca de los brazos del señor Letourneur, diciendo:
—¡Menos remilgos!
André cae de espaldas y dos marineros lo sujetan de modo que no pueda hacer movimiento alguno.
Al mismo tiempo Burke y Flaypol agarran a su víctima y la arrastran hacia proa de la balsa.
Esta espantosa escena pasa más rápidamente de lo que tardo en describirla. ¡El horror me ha clavado los pies al suelo! ¡Querría lanzarme entre el señor Letourneur y sus verdugos, y no puedo!
En este momento el señor Letourneur está de pie. Ha rechazado a los marineros, que le han arrancado una parte de sus vestimentas. Sus hombros están desnudos.
—Un momento —dice con un tono en el que siento una indomable energía—, ¡un momento! ¡No tengo la intención de robaros vuestra ración! ¡Pero supongo que no iréis a devorarme hoy por completo!
Los marineros se detienen, miran, escuchan estupefactos.
El señor Letourneur continúa:
—¡Sois diez! ¿No os bastarán mis brazos? ¡Cortadlos y mañana tendréis el resto!
El señor Letourneur extiende sus dos brazos desnudos.
—¡Sí! —grita con una voz terrible Daoulas, el carpintero.
Y, rápido como el rayo, levanta el hacha…
Robert Kurtis no ha podido aguantar más. Yo tampoco. Esa carnicería no se llevará a cabo mientras vivamos nosotros. El capitán se ha lanzado en medio de los marineros para arrancarles su víctima. Me he precipitado en medio de la refriega…, pero, cuando llego a proa de la balsa, un marinero me rechaza violentamente y caigo a la mar…
¡Cierro la boca! ¡Quiero morir asfixiado…! La asfixia es más fuerte que mi voluntad. ¡Mis labios se abren! ¡Entran unos cuantos tragos de agua…!
¡Dios del Cielo! ¡Es agua dulce!