El Chancellor (ilustrado)

El Chancellor (ilustrado)


Introducción a las aventuras marineras

Página 3 de 67

Introducción a las aventuras marineras

Los orígenes

El mar, el mar, sin cesar empegando…

Paul Valéry

Hace unos quinientos cincuenta millones de años algunos peces abandonaron los resecos pantanos en que vivían y se dirigieron a tierra firme. De ellos vinieron a surgir toda clase de animales, el hombre entre ellos.

Tal vez sea la memoria oscura de esa huida lo que haya llevado a los hombres a mirar el mar, las aguas, con perplejidad insatisfecha; con miedo y con inocencia renacida, pero sobre todo con una nostalgia inmensa, especie de deseo íntimo de volver a la unidad primera de las cosas.

Todos los elementos primordiales parecen encerrar algún secreto que nos fascina. Podemos pasar horas mirando el fuego o el cielo como si esperáramos revelaciones únicas; pocas cosas son tan gratificantes como cerrar la mano con firmeza sobre un montón de arena. Y el mar, las aguas, colma nuestros sentidos: lo miramos, nos gusta su olor y su contacto, y, a veces, como el pirata moribundo de La isla del tesoro, tenemos necesidad de oírlo para saber que aún estamos vivos.

Mitologías

¡Algas frescas de la mar,

algas, algas!

Rafael Alberti

El mar se constituye desde tiempos remotos en un elemento simbólico en el que la imaginación vuelca sus recursos. Para Herman Melville, «la meditación y el mar están unidos para siempre»; las mitologías primitivas reflejan ese maridaje y llenan el mar con un pensamiento mágico que pronto la literatura recogería y transformaría a su modo.

Los dioses crean el mar de mil formas distintas. Algunos lo crean simplemente; otros, sin embargo, parecen poner un empeño especial en ello. Así, para los habitantes de las Islas Marquesas el mar surge del líquido amniótico de un aborto de la diosa Atauna. Los isleños de la Polinesia central traslucen en el mito de la creación su respeto a las aguas: éstas surgen del sudor que en el dios padre, Taaroa, produjo el esfuerzo creador de todas las cosas. Otros mitos de los pueblos del Pacífico se cubren de bruma poética: algunos pueblos de la Melanesia septentrional creen que el mar son las lágrimas —de ahí su salinidad— que los dioses generadores derramaron al ver cómo su creación más perfecta, el hombre, era arrebatada por la muerte y consumida por la podredumbre.

La mitología

griega

También los fenicios, los celtas, los chinos, los escandinavos… todos los pueblos ribereños de la antigüedad llenaron sus mitologías de sabores marinos, pero ninguno con la fuerza y la riqueza con que lo hicieron los griegos. Los habitantes de la península helénica y de sus muchas islas llenaron el mar, el Mediterráneo, de grandes dioses, de héroes marineros, de monstruos, de barcos fantásticos: colonizaron sus aguas con la pericia de sus marineros, y las llenaron con tonos poéticos con la fuerza de su imaginación.

El mar mítico de los griegos es el lugar de todas las maravillas. Poseidón se llenó de felicidad cuando comprobó que en el reparto de los dominios a él le tocaban las aguas; allí podría desarrollar su gusto por las bromas y por la invención de monstruos y seres fantásticos, y allí los griegos crearon algunas de las historias del mar más hermosas de todos los tiempos. El mar es fuente de vida, de saber; el «viejo del mar», Nereo, daba solícito consejos a los marineros que se encontraban en peligro. Pero también es un lugar de destrucción: en él acechaban las sirenas, dispuestas a destruir a los incautos marineros que se dejaran seducir por sus cantos; o Escila, monstruo de seis cuellos desmesurados con seis cabezas con bocas con triple fila de dientes, que vivía agazapado en una gran roca y atrapaba y destruía los barcos que se atrevían a cruzar sus dominios.

Los griegos y otras mitologías antiguas simbolizaron en el mar los dos opuestos básicos: vida y muerte (las aguas dan vida eterna a los cristianos a través del bautizo, pero también traen la muerte con el diluvio universal). El mar se instaura, pues, como una de las metáforas de la existencia humana más fructífera. La oposición básica, vida-muerte, se multiplica, en la mitología y en la literatura, en otras oposiciones de contenido simbólico: lo superficial y lo profundo, lo líquido y lo sólido, lo permanente y lo fugaz, lo inmóvil y lo incesante… La densidad real de las aguas saladas, su enormidad y su variedad, parece propiciar la expresión de la imaginación; no sorprende, pues, que algunas de las grandes obras de la literatura universal tengan el mar como tema privilegiado.

La literatura

griega

del mar

Dejad que mi beso resbale sobre su cuerpo helado cuando alcance la orilla en que sólo la espera es posible.

Leopoldo María Panero

La Edad de Oro de la literatura de tema marino es el siglo XIX, fundamentalmente en Inglaterra y en los Estados Unidos de América. Parafraseando, podríamos decir que «el género de oro» de la literatura marina es la novela realista y más específicamente la novela de aventuras. Sería vano, sin embargo, adscribir la presencia del mar en la literatura a un género o una época determinados: el mar, en sus mil facetas diversas, atraviesa e impregna la historia de la literatura universal: desde las expresiones folclóricas hasta la tragedia clásica, desde la épica hasta la poesía contemporánea. La limitación parece, pues, inevitable y aquí la establecemos en la literatura del mar de carácter narrativo.

La Edad de Oro de la literatura del mar tiene, como todas las edades de oro, sus ancestros más o menos gloriosos. Unos podemos llamarlos «reales»: la conquista de los mares, el desarrollo de la navegación, la expansión y dominio tecnológico del mundo occidental; otros son específicamente literarios. De estos últimos vamos a tratar en primer lugar.

Homero

Imaginemos una amplia mesa repleta de manjares y bebidas, y una audiencia atenta y deseosa de historias. En ella se sienta un aventurero de sinceridad dudosa y valor limitado. ¿Su nombre? ¿Sus historias? La Odisea. El mar no podía haber tenido mejor entrada en la literatura. En La Odisea, escrita por Homero, seguramente a mediados del siglo VIII a. de C., un Mediterráneo a la vez real y fantástico se convierte en protagonista constante de la obra. Es un mar temible y temido, en el que los hombres son objeto del capricho y del humor de los dioses, pero también es lugar maravilloso donde la imaginación poética parece encontrar un espacio privilegiado: vientos, calmas, abras, tempestades, barcos: las mil caras del mar parecen excitar la imaginación de Homero. El poeta griego plasma una constante en la aproximación literaria al mar: el mar es hermoso, incluso en su crueldad ciega y antihumana.

La Odisea no es, ciertamente, una novela —las primeras novelas europeas tardarían en llegar aún algunos siglos—. Sí es, sin embargo, un modelo admirado por toda la tradición de la novela de aventuras. Ulises cuenta un viaje por mar en primera persona: establece así una pauta insoslayable de los relatos de aventuras. Una gran mayoría de éstos se desencadenarán a partir de un viaje, muchas veces por mar, y todo ello contado por un personaje que lo «ha vivido».

Hemos llamado a Ulises «aventurero»; conviene aclarar el término. El héroe homérico parte hacia su hogar y se encuentra con las aventuras: no sale a buscarlas, como ocurrirá con muchos personajes de la novela decimonónica de aventuras. Su interioridad, su alma, no sufre ninguna transformación fundamental a lo largo del viaje. Hay una adecuación entre el alma, la interioridad del héroe, y el mundo objetivo con que se enfrenta. Ulises no es un personaje atormentado por un destino incierto, es un héroe de la época clásica, seguro de su victoria y del favor final de los dioses. Un personaje muy alejado del «héroe problemático» que caracteriza la literatura moderna.

Apolonio

de Rodas

Homero no fue el único autor griego que escribió sobre el mar. No podía ser de otra forma en un pueblo cuya vida transcurría inmersa en él. Citaremos brevemente dos obras que han tenido gran influencia en la literatura posterior. En el siglo III a. de C. Apolonio de Rodas escribe Argonáuticas. Siguiendo la pauta homérica, el autor se basa en un famoso tema mitológico de raigambre marinera: las aventuras de Jasón y sus compañeros, los argonautas, en busca del Vellocino de Oro. El mar de Jasón es básicamente el mismo de Ulises, aunque la caracterización del héroe sea bastante distinta. Habían pasado muchos siglos y el público lector veía ya muy lejos el mundo heroico de La Ilíada y La Odisea.

Jasón no aparece como un semidiós, destinado a vencer por encima de todo; es un héroe inseguro, enamoradizo y voluble. La epopeya tiene un final feliz tradicional; sin embargo, ha llegado hasta nosotros una versión distinta que ilustra bien ese carácter nuevo del héroe. En ella Jasón aparece solo y abandonado, sin saber a donde ir. Decide regresar al templo que está consagrado a la nave de sus aventuras, la «Argo», y se sienta a meditar su desgracia bajo el palo mayor; éste se desploma y lo mata (Carlos García Gual, Mitos, viajes y héroes).

Argonáuticas nos interesa también por una razón muy concreta: en ella aparece un proceso de divinización del barco. La nave de Jasón, la «Argo», fue construida con exquisito amor y maderas firmes y suaves para cabalgar las olas, todo ello bajo la mirada atenta de los dioses. 1.a «Argo» es el símbolo de la esperanza de Jasón y sus argonautas, de su determinación y su valor. Una vez acabado el viaje, la «Argo» se convierte en reliquia para ser adorada. Ese amor a los barcos, a su materialidad y a su poder evocador será una constante de la literatura del mar de todas las épocas. Un poeta latino lo expresó con fortuna: «Antes de que hubiera naves, los mares languidecían en inerte somnolencia». (Estacio, Silvae).

Luciano

La tercera obra que nos interesa es la Historia verdadera, de Luciano de Samosata (siglo II). Como su nombre indica, es una narración novelada completamente falsa y que pertenece más bien a la literatura fantástica, tanto que a veces aparece citada como precedente de la «ciencia ficción». El mar para Luciano es, sobre todo, escenario de prodigios inverosímiles y, de hecho, el viaje que la obra relata comienza justamente en el «mare ignotum» de la antigüedad, el Atlántico. Luciano es un escritor humorista al que gusta reírse de la literatura clásica. Para ello acumula tópico tras tópico y a continuación se burla de ellos. Sus fuentes son la mitología y la, ya mucha, literatura de viajes más o menos reales. Una rápida mirada a la obra nos muestra un catálogo de temas marineros y fantásticos. Nada más empezar el viaje más allá de las columnas de Hércules una tempestad que dura ochenta días sorprende a la nave; llegan los viajeros a una isla con ríos de vino y vides con tronco en forma de mujer; después de pasar una temporada en la luna con los lacanópteros, los psilotoxes, los nefelocentauros y otros monstruos aún más horribles, el barco es tragado por una ballena —mito antiguo y recurrente en la literatura— en cuyo vientre encuentran un templo, unos náufragos y toda una fauna marina fantástica…

Un buen

ejemplo

de literatura

de viajes

La obra de Luciano, aunque no tiene pretensiones de verdad, es un buen ejemplo de la literatura de viajes de épocas posteriores. Es preciso tener en cuenta que hasta la época de los grandes descubrimientos (siglo XV en adelante) el horizonte de los europeos era, salvo excepciones, muy limitado y el mar se presentaba como una barrera infranqueable. Podemos decir aquí lo que el estudioso polaco Bertolski dijo acerca de los cuentos populares: «Cuanto más limitado el horizonte real, más delirante y voladora es la fantasía».

La conquista de los mares

Qué mares qué orillas qué rotas grises y qué islas

qué agua lamiendo la proa

y el olor del pino y el tordo cantando entre la niebla

qué imágenes vuelven oh bija mía.

T. S. Eliot

Una aproximación a la literatura del mar no puede ignorar la historia misma del mar, la historia de su conquista, de su dominio, siempre inalcanzable. La evolución de la relación física y espiritual de los hombres con las aguas marinas se presenta como telón de fondo de la literatura del mar: el límite geográfico ha implicado un límite literario e imaginativo, tan sólo traspuesto por la literatura fantástica, que no es, por otra parte, la mejor muestra de la literatura de tema marino.

La gran eclosión de literatura del mar se produjo en un momento histórico de afirmación del poderío europeo y norteamericano sobre el resto del planeta, de enormes avances científicos y del florecimiento de las marinas mercantes y de guerra nacionales. Para llegar a esa situación la humanidad habría de recorrer un largo camino.

La

navegación en

la antigüedad

La literatura griega del mar refleja un pueblo imaginativo, emprendedor y amante de la navegación. Un pueblo que colonizó el Mediterráneo, estableciendo núcleos de población que son hoy en día grandes ciudades; viajó por el océano Indico y atravesó el estrecho de Gibraltar hasta la desembocadura del Guadalquivir. Todo ello bajo la dirección mágica del Oráculo de Delfos: allí iban los viajeros a consultar a la pitonisa, quien, embriagada de los efluvios del láudano, les aconsejaba el camino a seguir.

Los griegos comparten con los fenicios la gloria de ser los grandes viajeros de la antigüedad clásica. De estos últimos se piensa que pudieron realizar el primer viaje de circunvalación de África; se sabe que llegaron a Irlanda, siguiendo la ruta del estaño. Algunos creen que pudieron llegar a América: un relato de Diodoro de Sicilia cuenta cómo sus naves fueron empujadas por los vientos y llegaron «a una tierra de una extensión considerable y de suelo montañoso»; esta tierra sería México, donde se observan innegables similitudes entre la cultura fenicia y algunas realizaciones de los pueblos prehispánicos.

Los romanos recogieron la antorcha griega y fenicia, pero no se puede decir que la llevaran mucho más lejos. Su imperio, más que marítimo, fue terrestre —un imperio de carreteras, ha sido llamado—. Los conocimientos geográficos en que se basaban eran de origen griego y sus mejores navegantes eran griegos romanizados. Ellos y los pueblos germánicos configuraron el mundo que daría lugar a la gran expansión europea de los siglos XV, XVI y XVII, y, a la larga, a la faz que el mundo moderno presenta. Para ello tendría que pasar una Edad Media en la que hay poco lugar para los grandes viajes: los europeos se ven abocados a sobrevivir a las catástrofes naturales y los enemigos exteriores, el Islam y los pueblos asiáticos; sólo cuando esa situación haya sido superada, se darán las condiciones para emprender grandes aventuras, cuya plasmación más espectacular y trascendental será el descubrimiento del continente americano.

Vikingos

y árabes

Hay, sin embargo, dos pueblos dispares entre sí que en la Edad Media hicieron de la navegación marina su vehículo de expansión. En la época en que Carlomagno fundaba su imperio y China se encerraba tras una gran muralla, vikingos y árabes, con presupuestos ideológicos y materiales distintos, se lanzan a la conquista de los mares.

Las personas que exploran la tierra y el mar obedecen a

tres tendencias: el gusto por el combatey la fama; el deseo de

conocer; el incentivo de la ganancia

Espejo del Rey (Obra noruega del siglo XIII)

Los vikingos

Los vikingos fueron uno de los grandes pueblos marineros de la historia. Sus barcos, «snjekkur», que se pueden llamar piratas con toda propiedad, tocaron buena parte de las costas europeas y llegaron a América del Norte algunos siglos antes de Colón. Su historia nos es conocida por las crónicas de los pueblos que piratearon y por su propia literatura: las sagas. Escritas a partir del siglo XII en Islandia, relatan sus aventuras marineras, uniéndolas con la mitología primitiva. En las sagas el mar aparece como lugar privilegiado para llevar a cabo la conquista y engrandecimiento del pueblo vikingo. El amor a los barcos y el ensalzamiento de su belleza, que hemos visto entre los griegos, no está ausente en la literatura escandinava: «En los barcos el escudo toca el escudo, y en el primero de todos se ve a un hombre cerca de un mástil, con casaca de seda y casco dorado, el pelo largo y claro. En la mano sostiene una lanza incrustrada de oro». (Saga de Nial).

Los árabes

Los árabes viajaron por dos motivos fundamentales: extender su fe y comerciar. Así impulsados, llegaron a los confines más apartados de la tierra, en los que fundaron colonias comerciales y establecieron lugares santos. Ellos, más que los europeos medievales, heredaron y desarrollaron, junto a los judíos, los conocimientos geográficos y astronómicos de los pueblos de la antigüedad. Inventaron, por su parte, técnicas de navegación que, junto a las europeas, habrían de permitir el rápido crecimiento de la náutica de la Edad Moderna. Llegaron a la India, a China; exploraron el interior de África y reconocieron la mayor parte de las costas. Sus grandes viajeros, Ibn Jubair, Ibn Fadlan, Ibn Batuta, plasmaron sus experiencias en hermosos diarios de viaje, sólo muy tardíamente conocidos en Europa. Su imaginación creó uno de los grandes mitos de la literatura del mar: Simbad el Marino, acaudalado comerciante que, aburriéndose en tierra firme, decide embarcarse. Simbad recorre mares de fantasía a bordo de barcos perfectamente reales, que hablan del alto desarrollo de la navegación entre los árabes medievales y de la fuerza de su imaginación.

Árabes y nórdicos monopolizaron prácticamente la navegación durante la larga Edad Media. Los europeos llenaron su imaginación con relatos de viajes más o menos fantásticos como Los viajes de Mandeville, que adquirieron enorme popularidad e influencia, a pesar de ser completamente imaginarios. Fueron tal vez los viajes de Marco Polo al Extremo Oriente en el siglo XIII la única prueba de que existía latente un espíritu emprendedor en la mentalidad europea.

A pesar de las hazañas reales o imaginarias, el mar era para los antiguos y medievales un medio extraño y hostil, que podía volverse contra el hombre en cualquier momento y llevarlo a una muerte cuyo único consuelo era la entrega por las olas de los cadáveres azulados. La navegación era un arte peligroso, que sólo podía realizarse bajo la luz del sol y en épocas de clima benigno; no había manera segura de orientarse, ni forma clara de fijar un lugar determinado. Los barcos eran o demasiado frágiles o demasiado pesados: todos, presas fáciles para los elementos enfurecidos.

El gran salto

adelante

La razón, entre escollos naufragante.

Luis de Góngora

A finales del siglo XVI las cosas habían cambiado radicalmente. Los viajeros europeos conocían la mayoría de las regiones habitables del planeta, habían surcado casi todos sus mares y tenían una idea bastante aproximada de la configuración de sus costas. El cambio fue propiciado por un conjunto diverso de circunstancias: la derrota de los musulmanes y turcos, la relativa estabilidad europea y el consiguiente aumento de población; el gran desarrollo de la ciencia y la técnica que supuso avances, hasta entonces desconocidos, en campos tan diversos como la física teórica o la construcción naval. Todo ello presidido por la razón última del enriquecimiento económico y la búsqueda de nuevos mercados. Los europeos se impusieron sobre otros muchos pueblos (a veces, acarreando la desaparición física de éstos), gracias a su superioridad militar, a sus cañones y sus barcos. Configuraron un mundo único y desigual del que el nuestro es directo heredero.

El mar jugó un papel primordial en este proceso. Españoles y portugueses, holandeses, franceses, ingleses y otros europeos más tarde, se lanzaron a los océanos en barcos construidos para pequeñas travesías, pero que demostraron su capacidad en poco tiempo: llegada a América, circunvalación de África, ruta de la India. Si los primeros viajes eran casi una pura aventura, poco a poco la ciencia vino a colaborar con los navegantes, basados sobre todo en su experiencia personal.

La astronomía —Copérnico, Galileo— les enseñó a localizar un punto en el espacio y conocer con precisión la dirección a tomar. La metalurgia, la química les ayudaron a construir mejores barcos, más resistentes y seguros para largas travesías. La geografía, en fin, empezó a constituirse como una ciencia de lo real, cosa que hasta entonces lo había sido muy parcamente; los cartógrafos tuvieron su Edad de Oro y pudieron rectificar los mapas griegos y romanos, y diseñar cartas geográficas, que, exceptuando algunas regiones como los polos y Australia, cubrían la práctica totalidad del planeta.

Presencia

literaria

La literatura no fue ajena a estos cambios. Ya hemos señalado cómo las narraciones de viajes tuvieron influencia en el espíritu viajero. Cuando los viajeros fueron conscientes de la magnitud de sus empresas, y esto sucedió muy pronto, no dudaron fijarlas para la posterioridad por medio de la escritura. En muchos casos nos encontramos con simples diarios de navegación, fundamentalmente técnicos y de ningún interés literario. En otros, sin embargo, esos cuadernos de bitácora se convierten en obras literarias tanto por la buena pluma del marino-escritor como por el mundo nuevo y maravilloso que presentimos en sus páginas. Tal vez sea el Diario de Colón la mejor muestra de ese cruce entre la expresión técnica y práctica y la literatura. El realismo inmediato está teñido de un estilo literario rebuscado, que logra superar el interés puramente histórico de la obra.

Un «corpus»

literario

enorme

El «corpus» literario referente a los viajes de la época es enorme. Su popularidad también lo fue y cambió la mirada que sobre el mar extendían los hombres. El dominio, sin duda parcial, del mar era una realidad palpable: los relatos de fantasía desmesurada daban paso a latitudes y longitudes, a objetos concretos traídos de la otra orilla —cosas y personas—, nombres de marineros y de tierras conquistadas. Una parte del miedo atávico a las aguas desapareció de la mentalidad de la época; miles de hombres y mujeres se embarcaron, unos de buen grado, otros muchos a la fuerza, dispuestos a cruzar los océanos. La ancestral repugnancia a viajar en la dirección en que el sol se pone fue apartada a lugar más recóndito del cerebro. El mismo Colón, engrandecido, se pregunta dónde está ese «mar de las tinieblas» y de los terrores. La literatura del mar no podía ya ser igual, su referente último había cambiado, y a ese cambio habría de atenerse.

Aun así, el mar, en su infinita densidad, no dejó de ser fuente de fantasía y reflejo de miedos inconscientes: no había ya sirenas, pero los habitantes de la Patagonia aparecían como gigantes a los ojos asombrados de los europeos; Poseidón no reinaba ya sobre las aguas, pero los viajeros del Indico creyeron ver hombres peces en las cuevas marinas; las tempestades, siempre idénticas, no lanzaban los barcos a la Luna, los llevaban a islas con faunas y floras fantásticas…

Hacia el siglo XIX

Oh ser capitán de quince años

viejo lobo marino las velas desplegadas

las sirenas de los puertos y el hollín y el silencio

en las barcadas.

Pedro Gimferrer

El dominio de los mares significaba el dominio efectivo del mundo. Portugal y España se convirtieron en grandes potencias marítimas, sobre todo en el XVI y principios del XVII. A mediados de este siglo otra nación avanza de forma irresistible hacia el predominio planetario: Inglaterra. Allí tienen lugar los avances de la ciencia y la técnica y las más significativas transformaciones económicas y sociales. La marina inglesa se convierte en la más importante del mundo, principalmente a partir de la derrota de los neerlandeses en la guerra anglo-holandesa de mediados del XVII.

Inglaterra comienza a construir un inmenso imperio basado en su primacía marítima, en el control de las rutas comerciales y en la superioridad de sus naves.

En el siglo XVIII se sistematiza la enorme masa de datos geográficos existentes. Ya no son individuos más o menos aislados los que se lanzan a la exploración de nuevas tierras, es el mismo Estado, principalmente en Francia e Inglaterra, el que patrocina y organiza multitud de viajes de carácter científico. En las Islas Británicas una parte considerable de la población se dedica a tareas relacionadas con el mar y se va creando un público lector familiar con las aventuras marineras. Si a esto añadimos el hecho de que son escritores ingleses los creadores de la novela moderna, no nos sorprenderá que sea allí donde aparezcan las primeras novelas modernas de tema marino.

Daniel Defoe

y la novela

moderna

Os doy mi vida a cambio de un pendiente de plata.

Es hermosa la isla cuando va a atardecer.

Pedro Gimferrer

Una de las características de la novela moderna, que la diferencia de la literatura anterior, es la fuente de sus temas. La tradición literaria, la mitología, las leyendas pasan a ocupar un segundo plano y la realidad circundante o la historia inmediata se convierten en tema de inspiración. Para los antiguos (digamos hasta el siglo XVIII), la Naturaleza era esencialmente inmutable y el presente era tan sólo el lugar de reproducción del pasado. La llegada del capitalismo, con su énfasis en el progreso, en el enriquecimiento progresivo, hace que la mirada se desplace hacia un presente que, más que reproducir el pasado, anuncia el futuro.

Paralelamente la mirada de los literatos se desplaza hacia el individuo. La experiencia individual, y no la tradición colectiva, se constituye en el objeto de interés de la literatura. Se ensalza la capacidad creativa de la persona aislada, única responsable de sus propios actos, y que no representa valores de tipo colectivo. Estos cambios sustanciales de la mentalidad de la época encuentran un vehículo de expresión privilegiado en la novela, que habrá de convertirse en el género que mejor refleja e interpreta un mundo cambiante e inestable.

Robinson

y el inicio

de temas

característicos

Daniel Defoe (1660-1731) es uno de los grandes novelistas ingleses del siglo XVIII. Comparte el honor, junto a Richardson y Fielding, de haber creado la gran novela realista inglesa. Su obra más conocida es Robinson Crusoe[1] (1719), paradigma del hombre emprendedor que supera todas las dificultades y es capaz de sacar provecho de ellas. Robinson Crusoe no es una novela del mar; ésta juega un papel muy marginal en la misma. Nos interesa, sin embargo, porque estableció alguno de los temas que luego desarrollaría la novela posterior, como el naufragio y la sobrevivencia en una isla.

Defoe se basó para escribir su obra en algunas de las muchas narraciones de viajeros del siglo XVII, que habían emprendido la aventura económica del capitalismo colonial en busca de oro, esclavos y productos tropicales. Muchos de ellos, como Robinson, naufragaron y algunos lograron sobrevivir para contarlo —ciertamente no en la forma idílica de Robinson—; un caso famoso en la época fue el de aquel náufrago holandés que desenterró el cadáver de un compañero y abandonó la isla perdida en que se hallaba navegando en el ataúd. El naufragio tiene grandes posibilidades literarias. En primer lugar, devuelve al mar su grandeza; los elementos derrotan la obra humana (el barco) y sitúan al hombre en su inmensa pequeñez. En segundo lugar, y siempre que el náufrago sobreviva, inaugura la aventura, lo inesperado. El hombre ha de enfrentarse a esos elementos que lo habían derrotado, contando con sus propias fuerzas: el sobreviviente es el más admirado y orgulloso de los hombres; el haber visto la muerte de cerca le sitúa por encima de los demás mortales.

Robinson fue arrojado a una isla solitaria y salvaje. Las islas siempre han tenido un lugar privilegiado en las narraciones de aventuras, pero será en una época dominada por la obsesión de lo original y del progreso humano cuando adquieran un valor simbólico preponderante. La isla es el lugar virginal del origen, el grado cero de la aventura humana; un espacio cerrado y vigilado por el más temible de los guardianes. En un lugar así la intensidad dramática encuentra múltiples posibilidades que serían explotadas hasta la saciedad: hay pocas novelas de aventuras de tema marinero que no la utilicen en una forma u otra.

Piratas:

Lord Byron

Hay otra razón por la que Defoe debe figurar en estas páginas. Él fue el autor, escondido tras un seudónimo, de una historia de la piratería que alcanzó una enorme popularidad en su época y la ha mantenido hasta nuestros días. Atrajo la mirada del público sobre las hazañas de los muchos hombres que se habían dedicado, y algunos todavía se dedicaban, a la piratería bajo el amparo de la expansión colonial. Los piratas de Defoe son generalmente personajes históricos, lo que no obsta para que sus hazañas fueran verdaderamente fantásticas y el público las aceptara como narraciones novelescas de aventuras.

Fue, sin embargo, el gran poeta romántico inglés George Gordon Byron (1788-1824) el que daría a la figura del pirata ese aura maravillosa que ha mantenido hasta nuestros días. Su poema narrativo El corsario tiene como protagonista a un caballero apátrida de nombre Conrado. Razones misteriosas y odios inconfesables lo lanzan por el cruel camino del delito marítimo. Es un hombre solitario y enigmático, «como si su alma sombría encerrase algún secreto y pasiones que no fuese posible averiguar». Ama ante todo su libertad, aunque su corazón es esclavo del amor de una hermosa joven; odia a los poderosos y la hipocresía de los bienpensantes con alma de esclavos. El mar es su único horizonte posible, el único territorio capaz de contener sus ansias de libertad y de mantenerle lejos de las garras de la ley. Su alma atormentada escucha con precisión las voces del mar: «Yo creía oír los preludios del más terrible aquilón y el céfiro me parecía el sonido lúgubre de una voz que lloraba a su amante, que era juguete de las olas». Sólo la acción, el peligro, la cercanía de la muerte parecen ofrecer descanso a su insaciable melancolía. El mar, el amor y la muerte son sus solos compañeros de viaje.

El héroe byroniano, y en general los héroes de los escritores románticos han tenido una importancia capital en el desarrollo de la novela de aventuras. Walter Scott, Alexandre Dumas, Robert L. Stevenson, Emilio Salgari, Jules Verne…, la lista de autores que de una forma u otra beben en la fuente del héroe romántico es interminable. Su figura cambiará de acuerdo con la especificidad de cada autor: los rasgos esenciales permanecen casi inalterables.

El siglo XIX: Inglaterra

Yo amo los juramentos de las conversaciones

y el humo de las pipas de los hombres de mar.

Tomás Morales

El poderío

inglés

A lo largo del XIX el poderío de Inglaterra llega a su punto más alto. Es una época de prosperidad y desarrollo acelerado en todos los órdenes (véanse para una descripción precisa de la época las obras de autores ingleses de este siglo publicadas en esta Colección). Las palabras de E. M. Foster no podían expresarlo mejor:

«El último cuarto del siglo XIX se abrió simbólicamente con la proclamación de la reina Victoria como Emperatriz de la India (1876) y terminó con la guerra surafricana (1901). Entre 1875 y 1900 el área total del Imperio británico se incrementó en no mucho menos de 5.000.000 de millas cuadradas, con una población de al menos 90.000.000. En otras palabras, en un período de veinticinco años las clases dominantes británicas añadieron al Imperio territorios cuarenta veces tan grandes como Gran Bretaña, y con una población dos veces más numerosa. En conjunto, en el año 1900 Gran Bretaña era el centro de un imperio de más de 13.000.000 de millas cuadradas de territorio controlado, habitado por casi 320.000.000 de personas».

Aparición

del vapor

Al amparo de la consolidación industrial la navegación a vela alcanza el punto culminante de su historia con la construcción de los famosos clípers, quizás los barcos más hermosos que hayan surcado los mares. Pero su gloria anuncia su muerte. La introducción del vapor en la navegación tenía un precedente en Papin. Este ingeniero francés construyó un buque de vapor en 1707. El día de su botadura un grupo de marineros enfurecidos y horrorizados por lo que el nuevo invento podía significar para su estabilidad laboral destruyó el buque y casi acabó con la vida del inventor. Pasarían más de cien años antes de que el vapor empezara a adueñarse de las rutas marítimas. La vela se convertiría en una bella imagen del pasado; los autores del fin de siglo se lamentan con tristeza por la desaparición de un objeto que tenía la cualidad de unir la poesía con la utilidad.

La literatura

Juvenil

En el ámbito de las artes y la literatura se registra un aumento tanto de las obras producidas como del público lector. Grandes capas de la población seguían siendo analfabetas, pero muchas otras dejaron de serlo. La educación empezó a ser mirada como una buena inversión y el número de personas escolarizadas aumentó considerablemente. Apareció así un tipo de lector nuevo en la historia de la literatura: el público juvenil y una ingente masa de literatura escrita especialmente para ese público.

La narración de aventuras, y principalmente de aventuras marineras, ocupa un lugar muy destacado en este tipo de literatura. Los modelos son dos: Defoe y su Robinson y Walter Scott (1771-1832) y sus novelas de aventuras históricas. Robinson Crusoe dio lugar a un buen número de relatos de aventuras, que los franceses han dado en llamar «robinsonnades», con protagonista joven, perdido en una isla, que finalmente logra salvarse convertido ya en adulto latente.

La característica más evidente de este tipo de literatura es su intencionado didactismo. Las obras pretenden constituirse en espejos en que los jóvenes hallen pautas de comportamiento de acuerdo con los principios de una sociedad conservadora y puritana. Es precisamente ese espíritu pedagógico lo que, en muchos casos, lastra las narraciones. Las simplifica, presentando un mundo de buenos y malos en el que la complejidad y ambigüedad moral no tienen lugar.

Frederick Marryat (1792-1848) fue, tal vez, el escritor más popular de literatura juvenil de tema marinero. Sus héroes son jóvenes obedientes y bienintencionados. El mar aparece como un mero decorado en el que la afirmación de los valores dominantes tiene lugar. Otros autores, olvidados hoy en gran parte, tuvieron su momento de gloria: W. H. G. Kington, Robert Ballantyne, G. A. Henty.

Stevenson

«Mis ojos juveniles se extasiaron en el mar infinito».

R. L. Stevenson

También la literatura juvenil produjo algunas obras maestras, como Alicia en el país de las maravillas, de Lewis Carroll, o isla del tesoro, de Robert Louis Stevenson. Obras como éstas sobrepasan cualquier limitación de edad y son, en el mejor sentido, para todos los públicos.

Stevenson (1850-1894) nació en Edimburgo; era, por tanto, escocés, como Scott, otro gran contador de historias. No era, a diferencia de otros escritores de aventuras, especialmente viajero, ni arrojado, ni aventurero: su vida transcurrió a la vera de su padre hasta que éste murió; luego en una búsqueda de la salud y la pureza acabaría sus días en Samoa como un buen blanco respetado y admirado por su capacidad para contar historias interesantes. Otros europeos habían ya buscado en los Mares del Sur un refugio de un mundo que ellos veían con los ojos de la desilusión. Ninguno de los allí enterrados tuvo un epitafio tan hermoso sobre su tumba como el de Stevenson:

Bajo el ancho y estrellado cielo

Cavad mi fosa y dejadme yacer

Alegre viví y alegre muero

Pero al caer quiero haceros un ruego

que pongáis sobre mi tumba este verso

Aquí yace donde quiso yacer

De vuelta del mar está el marinero.

En 1883 se publica La isla del tesoro[2]. Había sido escrita dos años antes en Escocia. Stevenson jugaba con un sobrino suyo y decidió dibujarle un mapa de una isla con un tesoro; de ahí saldría la historia, que, como él mismo cuenta, trata de «un mapa, y un tesoro, y un motín, y un barco derrelicto, y una corriente, y el buen caballero Trelawney, y un doctor, y el cocinero del barco con una pierna, y un canto marinero con el estribillo ¡Ja! ¡Ja! ¡Ja! ¡Y una botella de ron!».

Stevenson recoge todos los elementos de la narración de aventuras y los sitúa bajo la perspectiva y la voz de un adolescente que decide abandonar la poca familia que le queda y lanzarse a la aventura. El producto podría haber sido una novela más con protagonista juvenil, incontables aventuras y moraleja final. El talento de Stevenson, su visión crítica del mundo en que vivía lo convirtieron en una obra compleja, en la que la ambigüedad moral de Jim, nunca sabemos si está en el lado de los piratas o de los caballeros (aunque tampoco sabemos muy bien si los piratas están del lado malo o son los caballeros los auténticos villanos), se constituye en el eje de la narración. El didactismo que imperaba en la literatura juvenil recibió un golpe, si no mortal, sí lo suficientemente fuerte como para dejarlo fuera de combate durante mucho tiempo.

Aventura

y mar en

La isla

del tesoro

La isla del tesoro es fundamentalmente una narración; es decir, las descripciones paisajísticas o de los personajes ocupan un lugar muy secundario en el conjunto de la historia. El mar impregna, a pesar de ello, las aventuras de Jim, como lo hará en la mayor parte de la producción literaria de Stevenson. Es el lugar de la aventura y el camino hacia la gloria, hacia el tesoro; pero también es un lugar cruel, en el que la muerte acecha. Un sendero luminoso lleno de sombras y recovecos. Jim mira el mar y la aventura que se acerca con «ojos extasiados» y llenos de pureza. Su mirada se desplaza a Long John Silver e irá perdiendo la inocencia inicial. Ni él ni los demás personajes de la obra son seres simplificados. Las aventuras en Stevenson no aparecen mistificadas y edulcoradas, como en buena parte de la literatura juvenil. El mar, por ejemplo, puede dejar de ser bello y amable para convertirse en un lugar gris y monótono (como en Secuestrado). Los piratas están muy alejados de la romantización byroniana, de representar el lado malo de la vida marinera: son seres complejos, tristes y alcoholizados, añorantes de su casa y familia. Y también asesinos crueles, que no dudan en alcoholizar a un niño y luego asesinarlo (Secuestrado). Stevenson no oculta el trasfondo básico de casi todas las aventuras del mundo en que vivió: el dinero. Los doblones de la isla del tesoro actúan a modo de música de fondo que nunca deja de sonar.

Joseph

Conrad

La maravilla más asombrosa del piélago es su insondable crueldad Joseph

Joseph Conrad

Podemos tratar de trazar una línea divisoria que pase por el medio de una reunión de escritores del mar, a un lado pondríamos aquellos para quienes el mar es un escenario, un decorado, en el que los personajes se desenvuelven: su interés por las aguas es indirecto, el escenario podría ser cambiado (cosa harto imposible, la obra literaria escrita es invariable, pero al fin y al cabo imaginable) y la obra no variaría sustancialmente. Allí nos encontraríamos a Luciano, a Marryat, quizás a Poe, a Kipling, a Jack London, tal vez a Verne, a Pío Baroja. Al otro lado pondríamos a aquellos para los que, en palabras de Conrad, «el mar no es un elemento navegable, sino un compañero íntimo». En este lado estarían Conrad, Melville, Stevenson, Homero…; la vida de los personajes de sus obras aparece necesariamente unida al mar. Este ocupa un lugar insustituible y en buena medida los personajes se alimentan de él, internalizan sus cambios o se ven frente a él como un espejo de su conciencia.

Joseph Conrad (1857-1924) se encontraría, pues, en el segundo grupo y en un lugar destacado: un tema constante de su obra, no el único, es precisamente el enfrentamiento del hombre y mar. O, mejor, el enfrentamiento del hombre consigo mismo a través de los elementos naturales.

Su vida estuvo íntimamente relacionada con el mar. Un día gris del otoño de 1874, cuando viajaba en compañía de su tío, Conrad decidió que iba a ser marinero. Desde el fondo del valle suizo en el que había tomado la decisión hasta el puerto de Marsella no había demasiada distancia. Poco tiempo después se enrolaba en un buque milagrosamente llamado «Mont-Blanc». Veinte años pasaría Conrad navegando, primero como simple marinero, luego como capitán de la Marina mercante inglesa.

Conrad nació en Polonia y el polaco era su lengua materna; otra lengua muy distinta le proporcionaría gloria literaria. Sólo el caso de Vladimir Nabokov es comparable al de Conrad. Ambos se convirtieron en maestros de una lengua de la que no eran hablantes nativos, siendo el caso del polaco aún más sorprendente que el del ruso. Nabokov aprendió inglés en su infancia de boca de la institutriz de la familia, Conrad empezó a aprenderlo a los veintiún años, justamente el día en que desembarcó en la que habría de ser su futura patria: Inglaterra.

Cuando Conrad abandonó la Marina, con todos los honores posibles, se dedicó sin interrupción a la literatura hasta el fin de sus días. Él abandonó los barcos reales, pero los barcos nunca le abandonaron. Y así escribió algunas de las mejores historias del mar de toda la literatura; pero también escribió hermosas narraciones que no tienen ninguna relación con el mundo marinero: Conrad, como cualquier otro gran escritor, escapa a una clasificación estrecha. No es «un escritor del man» o «un autor de novelas psicológicas», es uno de los grandes autores del siglo XX. Justo de esos que escriben en el momento de transición del XIX al XX y que dan lugar a la literatura contemporánea (Joyce, James, Faulkner, Proust, Thomas Mann…).

El mar

literario

de Conrad

El mar literario de Conrad está marcado por un hecho primario: su contacto profesional con el mar. Vivió durante años al lado de los barcos y sus hombres; conocía perfectamente Conrad la vida a bordo y sus mil facetas diferentes, y conocía la naturaleza insensible de los elementos, de las tempestades, los vientos, las olas y las calmas. Amaba el mar como sólo los que han vivido inmersos en él pueden hacerlo, sin idealizarlo ni mistificarlo, sabiendo de su indiferencia frente a los hombres. El romanticismo que veía en la naturaleza un significado humano, una trasposición de la atormentada alma humana, estaba ya muy lejos. Conrad reconoce la indiferencia básica de los elementos naturales, la soledad radical de los seres humanos. Será de ese enfrentamiento entre el hombre solo y el mar —«la parte de la Naturaleza más alejada del espíritu humano en la inmutabilidad y majestad de su poder»— donde el alma atormentada del hombre moderno muestre sus posibilidades, su grandeza y su miseria.

Lugar

de prueba

El mar es, pues, el lugar de la prueba. Es ésta una afirmación llena de ecos clásicos, pero sólo en su sentido más abstracto. Los héroes de Conrad son solitarios que, más que buscar aventuras o gloria, van huyendo de alguna culpa antigua. En Lord Jim el protagonista se ve impulsado a una huida sin fin por los puertos de los mares de Extremo Oriente, porque no fue capaz de actuar con la rectitud moral y profesional de un marinero. Su heroicidad, o ausencia de ella, parecen ser un accidente como los que desencadenan los elementos naturales. El optimismo con que otros autores se acercan al mar está ausente en Conrad. La naturaleza no es el lugar en el que se plasma el progreso humano, «es (el mar) incierto, arbitrario, impávido y violento».

Frente a ello sólo queda la fuerza del espíritu humano, que los marineros, algunos marineros de Conrad, parecen encarnar. En Tifón, para muchos su mejor obra, la ceguera de los elementos marinos se corresponde con la propia locura humana: sólo la firmeza moral, la profesionalidad del hombre del mar, su trabajo, logra elevarse sobre el caos humano y natural.

Las dos

caras

El amor de Conrad hacia el mar tiene dos caras: la sombría frente a su fuerza incontrolable, y la admiración por el trabajo humano que a veces logra domeñar esa fuerza. Conrad amaba los barcos (de vela) como concreción del espíritu de superación y amaba el lenguaje marinero, del que sabe hacer un uso ejemplar en sus obras. Tal vez sea Conrad el último de los grandes escritores del mar. La precisión de su lenguaje, su habilidad para unir los pensamientos más abstractos con situaciones concretas, para ligar una tempestad con un destino particular son únicos en la historia de la literatura y leerlo es tenerlo presente cada vez que el mar asoma a las páginas de cualquier otra obra.

La literatura del mar en los Estados Unidos

Mañanita fría

¡Se habrá muerto el mar!

Rafael Alberti

A la sombra del Imperio Británico una nueva nación se estaba engrandeciendo a pasos agigantados. La base última de su crecimiento se hallaba, como la de los demás estados occidentales modernos, en el despojo de las tierras de los primitivos habitantes y en la explotación de la fuerza de trabajo esclava. La tierra era inmensa y rica y los europeos acudieron a ella como si fuera un nuevo Eldorado. A mediados del XIX los Estados Unidos de América eran ya un país poderoso, con gran ventaja sobre los países europeos: su novedad, su constitución reciente; sus hombres se sentían menos apegados a la cultura tradicional europea, más libres para desarrollar sus propios impulsos. Y así en todos los aspectos.

Ambiente

cultural

En lo que hace al campo cultural, se puede decir que para mediados del XIX se había ya desarrollado en los Estados Unidos una cultura que supo diferenciarse de sus antecesores inmediatos europeos. Es preciso recordar, sin embargo, y en lo que se refiere a la literatura, que la lengua de expresión fue el inglés, y, por tanto, la relación entre la cultura inglesa y americana es profunda e íntima, sobre todo en los siglos anteriores al nuestro. Los autores ingleses eran populares al otro lado del océano. Sus libros llegaban con rapidez, y pronto a finales del XVIII y principios del XIX surgió una sociedad literaria densa y variada. Revistas, conferencias y público lector ávido propiciaron un fuerte desarrollo literario.

Las primeras colonias se establecieron a orillas del mar, y a orillas del mar se construyeron los más importantes núcleos de población. La actividad marinera alcanzó cotas importantes, y a partir de la primera mitad del XIX los EE. UU. poseían la segunda marina mercante más importante del mundo. La literatura de tema marinero surge, pues, y como lo había hecho en Inglaterra, de forma arrolladora.

Fenimore

Cooper

Se considera que la primera novela americana de tema marino es El piloto, escrita en 1823 por uno de los grandes novelistas americanos, Fenimore Cooper (1789-1851). Las mejores obras de Cooper se sitúan alrededor de las grandes praderas, como las de Mark Twain a las orillas del Mississippi. Picado, sin embargo, por el éxito de El pirata, de Scott, se decidió a escribir una novela histórica de tema marino. En ella quiso demostrar que el autor inglés tenía poca idea de las realidades marineras, al tiempo que afirmaba la voluntad independentista de su patria literaria. La novela está hoy prácticamente olvidada; aun así nos interesa destacar un aspecto de ella, aparte de su carácter pionero: su preocupación por un léxico adecuado a las realidades marinas y su interés por las condiciones reales en que vivían los hombres del mar.

Poe y el mar

Y los atarazados velámenes severos

Ir a la siguiente página

Report Page