El Chancellor (ilustrado)
Capítulo II
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II
18 de septiembre: He dicho que el capitán del Chancellor se apellida Huntly (su nombre es John-Silas). Es un escocés de Dundee, de cincuenta años de edad, que tiene la reputación de ser un hombre con gran experiencia del Atlántico. Su talla es mediana, sus hombros estrechos, su cabeza es pequeña y, por costumbre, la tiene algo inclinada hacia la izquierda. Sin ser un fisonomista de primer orden, me parece que ya puedo juzgar al capitán Huntly, pese a que no le conozco más que desde hace unas cuantas horas.
Que Silas Huntly tenga la reputación de ser un buen marino, que conozca perfectamente su profesión, no lo pongo en duda; pero que este hombre posea un carácter fuerte, una energía física y moral a toda prueba, ¡no!, eso no es admisible.
En efecto, la actitud del capitán Huntly es torpe, y su cuerpo presenta cierto decaimiento. Es indolente, y se nota en la indecisión de su mirada, en el movimiento pasivo de sus manos, en la oscilación que lo lleva lentamente de una pierna a la otra. No es, no puede ser un hombre enérgico, ni siquiera un hombre terco, puesto que sus ojos no se contraen, su mandíbula es fláccida, sus puños no tienden habitualmente a cerrarse. Además, noto que tiene un aspecto muy especial, sobre el que no sabría manifestarme todavía, pero que observaré con la atención que se merece el comandante de un navío, ¡aquel que se llama «el amo después de Dios»!
Pero, si no me equivoco, entre Dios y Silas Huntly hay a bordo otro hombre que me parece destinado, si llegase el caso, a desempeñar un papel muy importante. Se trata del segundo del Chancellor, al que todavía no he estudiado con detenimiento, por lo que me reservo para más adelante hablar de él.
La tripulación del Chancellor se compone del capitán Huntly, del segundo, Robert Kurtis, del teniente Walter, de un bosseman[8], y de catorce marineros, ingleses o escoceses; es decir, de dieciocho marinos, lo que es más que suficiente para la maniobra de un tres palos de novecientas toneladas. Estos hombres tienen aspecto de conocer perfectamente su oficio. Y todo lo que puedo afirmar hasta este momento es que, a las órdenes del segundo, han maniobrado hábilmente a través de los pasos de Charleston.
Completo la enumeración de las personas embarcadas a bordo del Chancellor citando al maestresala, Hobbart, al cocinero negro, Jynxtrop, y facilitando la lista de los pasajeros.
Los pasajeros son en total ocho, contándome a mí mismo. Apenas los conozco, pero la monotonía de una travesía, los incidentes de cada día, el codeo cotidiano de las personas encerradas en un espacio reducido, esa necesidad tan natural de intercambiar ideas, la curiosidad innata del corazón humano, todo ello nos habrá acercado muy pronto. Hasta ahora, el jaleo del embarque, la instalación en los camarotes, las medidas que necesita un viaje cuya duración puede oscilar entre los veinte y los veinticinco días, así como otras varias ocupaciones, nos han mantenido alejados a los unos de los otros. Ayer y hoy ni siquiera se han presentado todos los comensales a la mesa de la camareta, y tal vez algunos de ellos se hayan sentido un poco mareados. Así pues, no los he visto a todos, pero sé que entre los pasajeros hay dos damas que ocupan los camarotes de popa, cuyas ventanas se abren en el espejo de popa del navío.
Además, he aquí la lista de los pasajeros, tal y como la he recogido en el registro del navío:
El señor y la señora Kear, americanos, de Buffalo.
La señorita Herbey, inglesa, señorita de compañía de la señora Kear.
El señor Letourneur y su hijo, André Letourneur, franceses, de El Havre.
William Falsten, un ingeniero de Manchester, y John Ruby, un hombre de negocios de Cardiff, ambos ingleses.
J. R. Kazallon, de Londres, el autor de estas notas.