El Chancellor (ilustrado)

El Chancellor (ilustrado)


Capítulo LVII

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LVII

Continuación del 27 de enero: Robert Kurtis tiene evidentemente razón. La desembocadura del Amazonas, cuyo caudal es de doscientos cuarenta mil metros cúbicos por hora[58], es el único lugar del Atlántico en que podríamos encontrar agua dulce. ¡La tierra está ahí! ¡Se huele! ¡El viento nos empuja hacia ella!

En este momento la voz de la señorita Herbey se eleva hacia el Cielo, y nosotros unimos nuestras oraciones a las suyas.

André Letourneur está en los brazos de su padre, a popa de la balsa, mientras que a proa todos miramos hacia el horizonte, al oeste…

Una hora después Robert Kurtis grita: «¡Tierra!».

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El diario en que he plasmado estas notas cotidianas ha terminado. Nuestro salvamento se ha llevado a cabo en unas horas, y lo relataré en pocas palabras.

Hacia las once de la mañana, la balsa ha tocado la punta Maguarí, de la isla Marajó. Unos pescadores caritativos nos han recogido y reconfortado; después nos han conducido a Pará[59], donde hemos sido objeto de los cuidados más conmovedores.

La balsa ha tocado tierra a 0º 12’ de latitud norte. Por tanto, ha sido empujada al menos quince grados hacia el suroeste[60] desde el día en que abandonamos el barco. Y digo «al menos», porque resulta evidente que hemos debido de descender más al sur. Si hemos alcanzado la desembocadura del Amazonas, se debe a que la corriente del Gulf-Stream ha cogido nuestra balsa y la ha arrastrado. Sin esta circunstancia, hubiésemos estado perdidos.

De los treinta y dos[61] embarcados en Charleston, es decir, nueve pasajeros y veintitrés marinos, no quedamos más que cinco pasajeros y seis marinos: once en total.

Estos son los únicos supervivientes del Chancellor.

Las autoridades brasileñas han levantado acta de nuestro salvamento.

Han firmado el acta: la señorita Herbey, J. R. Kazallon, Letourneur padre, André Letourneur, Falsten, el bosseman, Daoulas, Burke, Flaypol, Sandon y, al final, Robert Kurtis, capitán.

Debo de añadir que en Pará se nos han ofrecido casi inmediatamente los medios para ser repatriados. Un barco nos ha conducido a Cayenne, y vamos a coger la línea trasatlántica francesa de Aspinwall, donde el steamer Ville-de-Saint-Nazaire nos conducirá a Europa.

Y ahora, después de tantos sufrimientos pasados juntos, después de tantos peligros, de los que hemos escapado milagrosamente, por así decirlo, ¿no es natural que una indestructible amistad una entre sí a los pasajeros del Chancellor? ¿No es cierto que no se olvidarán jamás, en cualquier circunstancia, por lejos que la suerte los arrastre? Robert Kurtis es y será siempre el amigo de todos los que fueron sus compañeros de infortunio.

La señorita Herbey, por su parte, quería retirarse del mundo y consagrar su vida a los que sufren.

—Pero ¿acaso mi hijo no es un enfermo…? —le ha dicho el señor Letourneur.

La señorita Herbey ha encontrado ahora un padre en el señor Letourneur, y un hermano en su hijo André. Y digo un hermano, pero, dentro de muy poco tiempo, esta valerosa joven habrá encontrado en su nueva familia la felicidad que se merece, ¡y que nosotros le deseamos de todo corazón!

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