El Chancellor (ilustrado)
Capítulo IV
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IV
Del 30 de septiembre al 6 de octubre: El Chancellor es un velero muy veloz, que haría fácilmente sudar el hopo a cualquier navío de su misma arboladura, y, desde que la brisa ha refrescado, una larga estela, claramente trazada, se extiende a popa hasta perderse de vista. Parece un largo encaje blanco, extendido sobre la mar como sobre un fondo azul.
El Atlántico no está demasiado agitado por el viento. Que yo sepa, nadie a bordo se siente indispuesto a causa del cabeceo o del balanceo del navío. Además, ésta no es para ninguno de los pasajeros su primera travesía, y todos ellos se encuentran más o menos familiarizados con la mar. Así que a las horas de las comidas no hay ni una sola plaza desocupada alrededor de la mesa.
Comienzan a entablarse relaciones entre los pasajeros, y la vida a bordo se hace menos monótona. El francés, el señor Letourneur, y yo charlamos con frecuencia.
El señor Letourneur es un hombre de cincuenta y cinco años, alto de talle, los cabellos blancos, la barba grisácea. Representa más edad de la que tiene, debido a que ha sufrido mucho. Numerosos pesares lo han sometido a pruebas dolorosas, y añadiría que siguen sometiéndolo todavía. Evidentemente este hombre lleva sobre sí mismo una inextinguible fuente de tristezas, y se nota en su cuerpo un poco abatido, en su cabeza casi siempre inclinada sobre el pecho. Nunca ríe, apenas sonríe, y sólo a su hijo. Sus ojos son dulces, pero creo que su mirada no se muestra más que a través de un velo húmedo. Su rostro ofrece una mezcla caracterizada de amargura y amor, y la expresión general de su fisonomía es la de una bondad afectuosa.
Diríase que el señor Letourneur se reprocha a sí mismo cualquier desgracia involuntaria.
¡En efecto! Pero ¿quién no se sentiría profundamente conmovido al conocer cuáles son los reproches, con toda seguridad exagerados, que ese «padre» se hace a sí mismo?
El señor Letourneur se encuentra a bordo con su hijo André, que tiene unos veinte años de edad, de rostro dulce e interesante. Este joven es el retrato algo borroso del señor Letourneur, pero —y éste es el incurable dolor de su padre— André está lisiado. Su pierna izquierda, miserablemente torcida hacia afuera, le obliga a cojear, y no puede caminar sin apoyarse en un bastón.
El padre adora a su hijo, y se nota perfectamente que toda su vida está dedicada a ese pobre ser. Sufre la enfermedad natural de éste incluso más de lo que el propio hijo la sufre, ¡y tal vez le pida, además, perdón por ello! Su abnegación por André es continua. No se aparta nunca de él, acecha sus menores deseos, espía sus menores actos. Sus brazos pertenecen más a su hijo que a él mismo, y lo rodean, lo sostienen, mientras que el joven se pasea por la cubierta del Chancellor.
El señor Letourneur ha entablado amistad más especialmente conmigo, y siempre me habla de su hijo.
Hoy le he dicho:
—Acabo de dejar a André. Tiene usted un buen hijo, señor Letourneur. Es un joven inteligente e instruido.
—Sí, señor Kazallon —me responde el señor Letourneur, cuyos labios esbozan una sonrisa—; es una hermosa alma encerrada en un cuerpo miserable, ¡el alma de su pobre madre, muerta al traerlo al mundo!
—Él lo quiere a usted, señor.
—¡Mi querido hijo! —murmuró el señor Letourneur bajando la cabeza—. ¡Ah! —prosigue—. ¡Usted no puede comprender lo que sufre un padre al ver a su hijo lisiado…, lisiado de nacimiento!
—Señor Letourneur —le respondo—, en la desgracia que aflige a su hijo, y a usted mismo en consecuencia, usted no da a cada cual lo que le corresponde. El señor André es digno de compasión, sin duda, pero ¿acaso no cuenta el ser tan querido por usted como él lo es? Una enfermedad física se soporta mejor que un dolor moral, y el dolor moral es sobre todo usted quien lo sufre. He observado con atención a su hijo y, si hay algo que le afecta muy especialmente, creo poder afirmar que es su propia aflicción…
—¡Yo no se la he demostrado! —responde vivamente el señor Letourneur—. No tengo más que una ocupación: distraerlo en todos los instantes de su vida. He descubierto que, pese a su dolencia, mi hijo siente una gran pasión por los viajes. Su espíritu tiene piernas e incluso alas, y desde hace varios años viajamos juntos. Primero hemos visitado toda Europa, y acabamos de recorrer los principales estados de la Unión. He sido yo mismo quien ha educado a André, ya que no he querido enviarlo a un colegio, y esa educación la estoy completando con los viajes. André está dotado de una inteligencia viva, de una imaginación ardiente. Es sensible, y en ocasiones me agrada pensar que olvida, cuando se apasiona por los grandes espectáculos de la naturaleza.
—Sí, señor…, sin duda… —le digo.
—Pero si él olvida —prosigue el señor Letourneur estrechándome una mano—, ¡yo no olvido! ¡Y no olvidaré jamás! Señor, señor, ¿cree usted que mi hijo perdona a su madre y a mí mismo por haberlo creado lisiado?
El dolor de este padre, acusándose de una desgracia de la que nadie era responsable, me entristece profundamente. Quiero consolarlo, pero su hijo se presenta en ese momento. El señor Letourneur corre hacia él, y lo ayuda a subir la escalera un poco empinada que da acceso a la toldilla.
Allí, André Letourneur se sienta sobre uno de los bancos dispuestos encima de los gallineros y su padre se sitúa cerca de él. Ambos charlan, y yo tomo parte en su conversación. Tiene por objeto la navegación del Chancellor, las posibilidades de la travesía, el programa de la vida a bordo. El señor Letourneur se ha hecho, como yo, una idea muy mediocre del capitán Huntly. La indecisión de este hombre, su apariencia aletargada, le han impresionado desagradablemente. Por el contrario, la opinión del señor Letourneur es muy favorable para con el segundo, Robert Kurtis, un hombre de treinta años, bien constituido, de gran fuerza muscular, siempre en actitud de acción, y cuya voluntad vivaz parece estar dispuesta a manifestarse sin cesar a través de sus actos.
Robert Kurtis acaba de subir en este momento a la cubierta. Lo observo atentamente y me sorprenden los síntomas que presentan su potencia y su expansión vital. Está ahí, el cuerpo rígido, el aspecto desembarazado, la mirada soberbia, los músculos superciliares apenas contraídos. Es un hombre enérgico, y debe de poseer ese frío coraje que es indispensable al auténtico marino. Es al mismo tiempo un ser bondadoso, puesto que se interesa por el joven Letourneur y se apresura a serle útil en todo momento.
Después de haber observado el estado del cielo y del velamen del navío, el segundo se aproxima a nosotros y toma parte en nuestra conversación.
Creo que al joven Letourneur le gusta charlar con él.
Robert Kurtis nos proporciona algunos detalles sobre los pasajeros con los que todavía no hemos establecido más que unas relaciones muy incompletas.
El señor y la señora Kear son dos americanos, de Norteamérica, que se han enriquecido con la explotación de pozos de petróleo. En efecto, se sabe que ahí está el origen de las grandes fortunas modernas de Estados Unidos. Pero este señor Kear, hombre de cincuenta años de edad, que parece enriquecido más que rico, es un triste comensal que sólo busca y quiere su comodidad. En todo momento surge un ruido metálico de sus bolsillos, en los que sus dos manos se encuentran incesantemente sumergidas. Orgulloso, vanidoso, contemplador de sí mismo y denigrador de los demás, afecta una suprema indiferencia por todo lo que no es él mismo. Se pavonea como un pavo real, «se olfatea, se saborea, se gusta», por emplear las mismas palabras del sabio fisonomista Gratiolet[11]. En fin, es un necio además de un egoísta. No me explico por qué tomó pasaje a bordo del Chancellor, simple navío mercante, que no puede ofrecerle las comodidades de los trasatlánticos.
La señora Kear es una mujer insignificante, descuidada, indiferente, en cuyas sienes ya ha dejado su marca la cuarentena, sin gracia, sin lectura, sin conversación. Mira, pero no ve; escucha, pero no oye. ¿Piensa? No podría asegurarlo.
La única ocupación de esta mujer es la de hacerse servir en todo instante por su señorita de compañía, la señorita Herbey, joven inglesa de veinte años de edad, dulce y apacible, que no gana sin humillaciones las escasas libras que le arroja el comerciante de petróleo.
Esta joven es muy bonita. Es una rubia con ojos de un azul muy oscuro, y su graciosa fisonomía no posee esa insignificancia característica de algunas inglesas. Su boca sería encantadora si tuviese tiempo u ocasión de sonreír. Pero ¿a quién, a propósito de qué sonreiría la pobre chica, expuesta a las incesantes terquedades, a los ridículos caprichos de su señora? Sin embargo, si la señorita Herbey sufre para sus adentros, al menos se conforma, y parece resignada a su suerte.
William Falsten es un ingeniero de Manchester, que tiene un aire muy inglés. Dirige una gran factoría hidráulica en Carolina del Sur y va a Europa a buscar nuevos aparatos perfeccionados, entre otros los molinos de fuerza centrífuga de la firma Cail[12]. Es un hombre de cuarenta y cinco años de edad, una especie de sabio que no piensa más que en las máquinas, al que la mecánica o el cálculo lo absorben por completo y que no ve más allá de todo esto. Cuando te coge por banda en la conversación, no hay forma de librarse de él, y te hace pasar entre sus dientes como un engranaje.
En cuanto al tal Ruby, representa al negociante vulgar, sin grandeza, sin originalidad. Desde hace veinte años este hombre no ha hecho más que comprar y vender, y, como generalmente ha vendido más caro de lo que ha comprado, ha hecho fortuna. Lo que hará, no sabría decirle. Este Ruby, cuya existencia se ha embrutecido con el comercio al por menor, no piensa, no reflexiona; su cerebro ya está cerrado a cualquier impresión, y no justifica en manera alguna la frase de Pascal[13]: «El hombre está visiblemente hecho para pensar. Esa es toda su dignidad y todo su mérito».