El Chancellor (ilustrado)

El Chancellor (ilustrado)


Capítulo IX

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IX

19 de octubre: Todo se explica, los conciliábulos de los marineros, su aire inquieto, las palabras de Owen, el riego de la cubierta, que se pretende mantener en un estado de continua humedad, y, en fin, este calor que se expande ya hasta la camareta y que se hace casi intolerable. Los pasajeros lo han sufrido igual que yo, y no comprenden el porqué de esta temperatura anormal.

Después de haberme dado esta grave explicación, Robert Kurtis ha quedado silencioso. Espera mis preguntas, pero confieso que en los primeros instantes un escalofrío me ha recorrido todo el cuerpo. Es ésta, de entre todas las eventualidades, la más temible que puede acaecer en una travesía, y ningún hombre, por dueño de sí mismo que sea, podrá escuchar sin temblar estas palabras siniestras: «Hay fuego a bordo».

No obstante, recupero mi sangre fría casi inmediatamente, y mi primera pregunta a Robert Kurtis es ésta:

—¿Desde cuándo hay fuego…?

—¡Desde hace seis días!

—¡Seis días! —exclamo—. ¿Entonces fue esa noche…?

—Sí —me responde Robert Kurtis—, esa noche en la que la agitación sobre la cubierta del Chancellor era tan grande. Los marineros de guardia vieron una ligera humareda que escapaba a través de los intersticios del escotillón. El capitán y yo fuimos prevenidos inmediatamente. ¡No cabía duda alguna! Las mercancías se habían incendiado en el interior de la bodega, y no existía medio alguno de poder llegar hasta el foco del incendio. Hemos hecho lo único que podía hacerse en tales circunstancias, es decir, condenar las escotillas para impedir que el aire penetrase en el interior del navío. Esperaba que así conseguiríamos ahogar ese inicio de incendio, y, en efecto, durante los primeros días creí que lo habíamos dominado. Pero, desgraciadamente, desde hace tres días hemos comprobado que el fuego continúa progresando. El calor que se desarrolla bajo nuestros pies aumenta sin cesar, y sin la precaución que he tomado de conservar la cubierta siempre mojada, ya no sería sostenible. Después de todo, prefiero que lo sepa usted todo, señor Kazallon —añadió Robert Kurtis—, y por eso se lo digo.

He escuchado en silencio el relato del segundo. Comprendo toda la gravedad de la situación, frente a un incendio cuya intensidad aumenta día a día, y que tal vez ningún poder humano podrá frenar.

—¿Sabe usted cómo se ha iniciado el fuego? —pregunto a Robert Kurtis.

—Probablemente —me responde—, se haya debido a una combustión espontánea del algodón.

—¿Ocurre eso con frecuencia?

—Con frecuencia, no, pero sí en ocasiones, pues, cuando el algodón no se encuentra bien seco en el momento de su embarque, la combustión puede producirse espontáneamente por las condiciones en que se encuentra en el fondo de una bodega húmeda, que es muy difícil de ventilar. Y para mí es seguro que el incendio que ha estallado a bordo no ha tenido otra causa.

—Después de todo, ¿qué importa la causa? —respondí—. ¿Hay algo que se pueda hacer, señor Kurtis?

—No, señor Kazallon —me responde Robert Kurtis—, y le repito que hemos tomado todas las precauciones posibles en tales circunstancias. Pensé en afondar el navío por su línea de flotación para introducir cierta cantidad de agua que las bombas habrían achicado más tarde, pero hemos podido observar que el incendio se ha propagado a las capas intermedias del cargamento, y, para alcanzarlas, habría sido necesario inundar totalmente la bodega. No obstante, he hecho perforar la cubierta por varios puntos, y durante la noche se vierte agua por esas aberturas, pero eso es insuficiente. No, no hay realmente más que una cosa que hacer —lo que siempre se hace en casos como éste—, y es proceder por ahogamiento, cerrando toda salida de aire al exterior, y obligar al incendio, falto de oxígeno, a apagarse por sí mismo.

—¿Y el incendio continúa creciendo?

—¡Sí! Lo que prueba que el aire penetra en la bodega por alguna abertura que, pese a nuestras búsquedas, no hemos podido descubrir.

—¿Se conocen casos de navíos que hayan resistido en estas condiciones, señor Kurtis?

—Sin duda, señor Kazallon, y no resulta raro que navíos cargados de algodón lleguen a Liverpool o a El Havre con una parte de su cargamento consumida. Pero en tales casos el incendio ha podido apagarse, o al menos dominarse durante la travesía. He conocido a más de un capitán que ha llegado a puerto con la cubierta ardiendo bajo sus pies. Entonces la descarga se llevó a cabo con toda rapidez, y la parte sana de las mercancías se salvó al mismo tiempo que el navío. Pero en lo que nos concierne es otro problema, y me doy cuenta de que el fuego, lejos de apagarse, ¡realiza nuevos progresos cada día! ¡Tiene que haber algún agujero que haya escapado a nuestra búsqueda, y que el aire exterior llegue a activar el incendio!

—¿No sería conveniente volver sobre nuestros pasos y alcanzar la tierra más cercana?

—Tal vez —me responde Robert Kurtis—, y eso es algo que el teniente, el bosseman y yo vamos a discutir hoy mismo con el capitán. Pero, se lo digo a usted sólo, señor Kazallon, ya me he permitido por mi cuenta modificar el rumbo seguido hasta ahora, y navegamos viento en popa, corriendo hacia el suroeste, es decir hacia la costa.

—¿Los pasajeros no saben nada del peligro que los amenaza? —he preguntado al segundo.

—Nada, y le ruego que mantenga el secreto de todo lo que acabo de comunicarle. No podemos arriesgamos a que el terror de las mujeres o de los espíritus pusilánimes aumente más nuestros problemas. Por eso, la tripulación ha recibido la orden de no decir nada.

Comprendo las razones que obligaban al segundo a hablar de esta manera, y le prometí un secreto absoluto.

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