El Chancellor (ilustrado)
Capítulo X
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X
20 y 21 de octubre: En estas condiciones el Chancellor prosigue su navegación, llevando tanto trapo como su arboladura puede soportar. A veces los masteleros se curvan hasta tal punto que su rotura parece inminente, pero Robert Kurtis vigila. Situado cerca de la rueda del timón, no quiere dejar al timonel en entera libertad. Por pequeñas bordadas bien establecidas cede a la brisa cuando la seguridad del navío podría verse comprometida, y en la medida de lo posible, el Chancellor no pierde ni un ápice de su velocidad bajo la mano que lo gobierna.
Durante esta jornada del 20 de octubre, los pasajeros han subido todos ellos a la toldilla. Evidentemente han tenido que darse cuenta de la subida anormal de la temperatura en el interior de la camareta, pero, no pudiendo imaginarse cuál es la realidad, no se inquietan en absoluto. Además sus pies, convenientemente calzados, no han sentido el calor que, pese al agua que se derrama casi continuamente, atraviesa las tablas de la cubierta. Esta actividad de las bombas habría podido, al menos, causarles una cierta sorpresa. Sin embargo no es así, y la mayor parte de ellos, recostados sobre los bancos, se dejan mecer por los balanceos del navío, en un estado de profunda tranquilidad.
Sólo el señor Letourneur parece sorprendido, y se da cuenta de que la tripulación se entrega a un exceso de limpieza poco común en los navíos mercantes. Me dice algunas palabras al respecto, y yo le respondo en tono indiferente. No obstante, este francés es un hombre enérgico, y podría contárselo todo, pero he prometido a Robert Kurtis callarme, y me callo.
Además, en cuanto me pongo a reflexionar en las consecuencias de la catástrofe que puede producirse, mi corazón se encoge. ¡Somos veintiocho personas a bordo, tal vez veintiocho víctimas, a las que las llamas no dejarán muy pronto ni una sola tabla intacta!
Hoy ha tenido lugar la conferencia entre el capitán, el segundo, el teniente y el bosseman, conferencia de la que depende la salvación del Chancellor, de sus pasajeros, de su tripulación.
Robert Kurtis me ha hecho saber cuál ha sido la determinación que se ha tomado. El capitán Huntly se encuentra totalmente desmoralizado, lo que era fácil de prever. No tiene sangre fría ni valor, y, tácitamente, deja el mando del navío a Robert Kurtis. Los progresos del incendio en el interior del navío son, actualmente, indiscutibles, y en el sollado de la tripulación, situado a proa, resulta difícil permanecer. Es evidente que el fuego no puede ser dominado, y que, más pronto o más tarde, estallará con toda su violencia.
En tal caso, ¿qué convendrá hacer? No hay más que una sola decisión que tomar: alcanzar la tierra más cercana. Esta tierra, una vez tomada la posición, es la de las Pequeñas Antillas, y podemos esperar alcanzarla lo suficientemente pronto con este viento persistente del nordeste.
Habiéndose adoptado este criterio, el segundo no ha tenido más que mantener el rumbo seguido desde hace veinticuatro horas. Los pasajeros, sin ningún punto de referencia sobre este inmenso océano, y poco familiarizados con las indicaciones del compás, no han podido observar el cambio de rumbo en la navegación del Chancellor, que, viento en popa, con los sobrejuanetes y las bonetas arboladas, trata de aproximarse a los atracaderos de las Antillas, de las que todavía se encuentra a más de seiscientas millas de distancia.
No obstante, a una pregunta que le ha hecho el señor Letourneur a propósito del cambio de rumbo, Robert Kurtis responde que, no habiendo podido ceñir el viento, va a intentar encontrar por el oeste las corrientes más favorables.
Esta es la única observación que ha provocado la modificación dada al rumbo del Chancellor.
Al día siguiente, 21 de octubre, la situación continúa siendo la misma. Para los pasajeros, la navegación se desarrolla en las condiciones normales, y no ha cambiado nada en el programa de la vida a bordo.
Además, los progresos del incendio no se han manifestado en el interior, y eso es una buena señal. Las aberturas han sido tan herméticamente taponadas, que ni la menor humareda traiciona la combustión interior. Tal vez sea posible concentrar el fuego en la bodega y, en fin, tal vez falto de aire se apagará o se incubará sin propagarse a todo el cargamento. Esa es la esperanza de Robert Kurtis, y, por un exceso de precauciones, incluso ha hecho taponar con todo cuidado los orificios de las bombas, cuyos tubos, al prolongarse hasta el fondo de la bodega, podrían dar paso a algunas moléculas de aire.
¡Qué el Cielo acuda en nuestra ayuda, pues realmente no podemos hacer nada por nuestra parte!
Esta jornada habría transcurrido sin incidente alguno, si el azar no me hubiese hecho escuchar algunas palabras de una conversación, de las que se deduce que nuestra situación, ya de por sí grave, va a ser terrible.
Hagámonos una idea.
Me encontraba sobre la toldilla, y dos de los pasajeros estaban hablando en voz baja, sin temerse que algunas de sus palabras pudieran llegar a mis oídos. Estos dos pasajeros eran el ingeniero Falsten y el comerciante Ruby, que a menudo charlaban entre sí.
Lo que primero me ha llamado la atención han sido unos gestos expresivos del ingeniero, que parece hacer a su interlocutor muy serios reproches. No puedo dejar de prestar atención, y oigo las siguientes palabras:
—¡Pero es absurdo! —repite Falsten—. ¡No se puede ser más imprudente!
—¡Bah! —responde Ruby con indiferencia—. ¡No ocurrirá nada!
—¡Al contrario, pueden ocurrir terribles desgracias! —prosigue el ingeniero.
—¡Bueno! —replica el negociante—. ¡No es la primera vez que actúo de esta manera!
—¡Pero si basta un simple choque para provocar una explosión!
—La bombona está sólidamente protegida, señor Falsten, ¡y le repito que no hay nada que temer!
—¿Por qué no se lo ha advertido al capitán?
—¡Eh! ¡Porque no habría querido embarcar mi bombona!
Al amainar el viento durante unos instantes, no oigo nada más, pero está claro que el ingeniero sigue insistiendo, mientras Ruby se limita a encogerse de hombros.
En efecto, muy pronto nuevas palabras vuelven a llegar hasta mí.
—¡Sí! ¡Sí! —dice Falsten—, ¡hay que advertir al capitán! Hay que tirar esa bombona a la mar. ¡No tengo ganas de saltar por los aires!
¡Saltar por los aires! Al oír esas palabras me levanto. ¿Qué quiere decir el ingeniero? ¿A qué se refiere? Sin embargo, no conoce cuál es la situación en que se encuentra el Chancellor, ¡ignora que un incendio está devorando el cargamento!
¡Pero una palabra —palabra «espantosa» en las actuales condiciones— me hace saltar! Y esa palabra, o, más bien, esas palabras, «picrato de potasa»[26], las repiten en varias ocasiones.
En un instante me encuentro junto a los dos pasajeros e, involuntariamente, con una fuerza irresistible, cojo a Ruby por el cuello de su chaqueta.
—¿Hay picrato a bordo?
—¡Sí! —responde Falsten—, una bombona que contiene treinta libras.
—¿Dónde?
—¡En la bodega, con las mercancías!