El Chancellor (ilustrado)

El Chancellor (ilustrado)


Capítulo XI

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XI

Continuación del 21 de octubre: No puedo explicar lo que pasa por mi cuerpo al escuchar la respuesta de Falsten. ¡No experimento terror, sino más bien una especie de resignación! ¡Me parece que este hecho colma la situación, e incluso puede llegar a provocar su desenlace! Así es que con toda calma voy al encuentro de Robert Kurtis, que se encuentra en el castillo de proa.

Al saber que una bombona que contiene treinta libras de picrato —es decir, lo suficiente para hacer saltar una montaña— se encuentra a bordo, en el fondo de la bodega, en el foco mismo del incendio, y que el Chancellor puede reventar de un momento a otro, Robert Kurtis no pestañea, su frente apenas se frunce, y sus pupilas casi no se dilatan.

—¡Bueno! —me responde—. Ni una palabra de esto. ¿Dónde está ese Ruby?

—En la toldilla.

—Venga conmigo, señor Kazallon.

Llegamos juntos a la toldilla, donde el ingeniero y el negociante siguen discutiendo todavía.

Robert Kurtis se dirige directamente hacia ellos.

—¿Ha hecho usted eso? —pregunta a Ruby.

—Pues bien, ¡sí!, ¡lo he hecho! —responde tranquilamente Ruby, que se cree, como mucho, culpable de un fraude.

Por un instante me parece que Robert Kurtis va a aplastar al desdichado pasajero, ¡que no puede comprender la gravedad de su imprudencia! Pero el segundo consigue dominarse, y veo que cierra las manos detrás de su espalda, para no sentirse tentado a coger a Ruby por la garganta.

Después, con voz tranquila, interroga a Ruby. Este confirma los hechos que he descrito. Entre los bultos de su pacotilla se encuentra una bombona que contiene unas treinta libras de la peligrosa sustancia. Este pasajero ha actuado en esta ocasión con la imprudencia que, hay que confesarlo, es inherente a las razas anglosajonas, y ha introducido la mezcla explosiva en la bodega de un navío como un francés hubiese hecho con una simple botella de vino. Si no declaró la naturaleza de ese bulto, fue porque sabía perfectamente que el capitán se habría negado a embarcarlo.

—¡Después de todo —añade encogiéndose de hombros—, no es como para colgar a un hombre, y si tanto les molesta la bombona, pueden tirarla a la mar! ¡Mi pacotilla está asegurada!

Ante aquella respuesta, no puedo contenerme, pues no poseo tanta sangre fría como Robert Kurtis, y la ira se apodera de mí. Me precipito sobre Ruby antes de que el segundo pueda impedírmelo, y exclamo:

—¡Miserable! ¡Usted no sabe que hay fuego a bordo!

Apenas pronunciadas estas palabras, me arrepiento de ellas, ¡pero ya es demasiado tarde! El efecto que producen en Ruby es indescriptible. El desdichado se ve presa de un miedo monstruoso. Su cuerpo queda paralizado por una rigidez tetánica, sus cabellos erizados, sus ojos desmesuradamente abiertos, la respiración jadeante como la de un asmático, no puede hablar, y el terror se apodera de él hasta el límite. De pronto, sus brazos se agitan; mira hacia la cubierta del Chancellor, que puede saltar por los aires en cualquier momento; se lanza desde la toldilla, se levanta, recorre el navío gesticulando como un loco. Después, le vuelve el uso de la palabra, y escapan de sus labios estas siniestras palabras:

—¡Hay fuego a bordo! ¡Hay fuego a bordo!

A tales gritos toda la tripulación corre a cubierta, creyendo sin duda que el fuego ha hecho irrupción en el exterior y que ha llegado la hora de huir en las embarcaciones. Llegan los pasajeros, el señor Kear, su esposa, la señorita Herbey, los dos Letourneur. Robert Kurtis quiere imponer silencio a Ruby, pero éste ha perdido la razón.

En este momento el desorden es total. La señora Kear cae desvanecida sobre cubierta. Su marido no se ocupa de ella y la deja a los cuidados de la señorita Herbey. Los marineros ya han preparado los aparejos de la chalupa para lanzarla a la mar.

Durante este tiempo hago saber a los señores Letourneur lo que ignoran, es decir que el cargamento está ardiendo, y el pensamiento del padre se dirige inmediatamente hacia André, al que rodea con sus brazos. El joven conserva su gran sangre fría y tranquiliza a su padre, repitiéndole que el peligro no es inmediato.

Mientras tanto, Robert Kurtis ha conseguido detener a sus hombres con la ayuda del teniente. Les asegura que el incendio no ha hecho nuevos progresos, que el pasajero Ruby no tiene conciencia de lo que hace ni de lo que dice, que no hay que actuar con precipitación, que cuando llegue el momento se abandonará el navío…

La mayor parte de los marineros se detiene al escuchar al segundo, al que quieren y respetan. Éste obtiene de ellos lo que el capitán Huntly no habría podido obtener, y la chalupa continúa sobre sus gradas.

Afortunadamente, Ruby no ha hablado del picrato encerrado en la bodega. Si la tripulación conociese la verdad, si supiera que el navío es un volcán tal vez a punto de abrirse bajo sus pies, se desmoralizarían, no podrían ser contenidos, y huirían a toda costa.

El segundo, el ingeniero Falsten y yo, somos los únicos que sabemos de qué forma tan horrible se ha visto complicado el incendio del navío, y es necesario que seamos los únicos en saberlo.

Cuando se restablece el orden, Robert Kurtis y yo nos reunimos con Falsten en la toldilla. El ingeniero ha permanecido allí, con los brazos cruzados, pensando tal vez en cualquier problema de mecánica en medio del terror general. Le recomendamos que no diga una palabra de esta nueva complicación debida a la imprudencia de Ruby.

Falsten promete guardar el secreto. En cuanto al capitán Huntly, que todavía ignora la extrema gravedad de la situación, Robert Kurtis se encarga de hacérsela saber.

Pero entretanto hay que sujetar a Ruby, pues el desdichado se ha vuelto totalmente loco. No tiene la menor conciencia de sus actos, y corre por la cubierta gritando continuamente: «¡Fuego! ¡Fuego!».

Robert Kurtis da orden a los marineros de que se apoderen del pasajero, al que consiguen amordazar y atar sólidamente. Después, lo transportan a su camarote, donde permanecerá vigilado de ahora en adelante.

¡La terrible palabra no ha escapado de su boca!

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