El Chancellor (ilustrado)

El Chancellor (ilustrado)


Capítulo XV

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XV

Continuación de la noche del 29 de octubre: Aún no son las doce de la noche. No hay luna, y la oscuridad es profunda. No podemos saber en qué lugar acaba de encallar el navío. Violentamente empujado por la tormenta, ¿ha alcanzado finalmente la costa americana y hay tierra a la vista?

He dicho que el Chancellor, después de haber dado algunas culadas, ha quedado totalmente inmóvil. Unos instantes más tarde un ruido de cadenas que resuena a proa indica a Robert Kurtis que acaban de ser lanzadas las anclas.

—¡Bien! ¡Bien! —dice—. El teniente y el bosseman han lanzado las dos anclas. ¡Esperemos que aguanten!

Veo entonces a Robert Kurtis avanzar por los empalletados hasta el límite que las llamas no permiten franquear. Se desliza por el portaobenques de estribor, del lado por el que el navío da de banda, y se mantiene allí durante unos minutos, pese a los tremendos golpes de mar que lo aplastan. Veo que presta atención. Se diría que trata de escuchar un ruido concreto en medio del fragor de la tormenta.

Finalmente, Robert Kurtis regresa a la toldilla.

—Está entrando el agua —me dice—, y esa agua, ¡que el Cielo nos ayude!, tal vez pueda acabar con el incendio.

—¿Y después? —pregunto.

—Señor Kazallon —me responde Robert Kurtis—, «después» es el futuro, ¡será lo que Dios quiera! ¡Pensemos tan sólo en el presente!

Lo primero que habría que hacer sería sondar con las bombas, pero, en este momento, no se puede alcanzarlas en medio de las llamas. Es probable que, cualquier borda, hundida por los fondos del navío, abra un amplio paso al agua, pues me parece que la violencia del fuego ya está disminuyendo. Se escuchan silbidos ensordecedores, que prueban que los dos elementos están luchando entre ellos. Sin duda alguna la base del fondo ha sido alcanzada, y la primera fila de balas de algodón ya está anegada. Pues bien, ¡que el agua ahogue el incendio, y ya la combatiremos nosotros a su vez! ¡Tal vez sea menos temible que el fuego! ¡El agua es el elemento del marino, y éste está acostumbrado a vencerla!

Durante las tres horas que dura todavía esta noche tan larga, esperamos con una curiosidad indescriptible. ¿Dónde estamos? Lo cierto es que la mar se retira poco a poco y que el furor de las olas disminuye. El Chancellor debe de haber encallado una hora después de la pleamar, pero es difícil saberlo con certeza, sin cálculos y sin observaciones. Si ha sido así, cabe esperar, a condición de que se extinga el fuego que podamos desencallar rápidamente con la próxima marea.

Hacia las cuatro y media de la mañana la cortina de llamas tendida entre la proa y la popa del navío disipa poco a poco, y más allá vemos finalmente un grupo negro. Es la tripulación, que se ha refugiado en el estrecho castillo de proa. Pronto se restablecen las comunicaciones entre ambas extremidades del navío, y el teniente y el bosseman vienen a reunirse con nosotros en la toldilla, caminando sobre las batayolas, ya que todavía no es posible poner los pies en la cubierta.

El capitán Kurtis, el teniente y el bosseman conversan entre sí y están de acuerdo en que no se debe intentar nada antes de que se levante el día. Si la tierra se encuentra cercana, si la mar está practicable, se alcanzará la costa, ya sea con la ballenera, ya por medio de una balsa. Si no hay tierra alguna a la vista, si el Chancellor ha encallado sobre un arrecife aislado, se intentará ponerlo a flote, de forma que pueda volver a encontrarse en situación de alcanzar el puerto más próximo.

—Pero —dice Robert Kurtis, cuya opinión es compartida por el teniente y el bosseman— es difícil adivinar dónde nos encontramos, puesto que con estos vientos del noroeste el Chancellor debe de haber sido empujado bastante lejos hacia el sur. Hace tiempo que no he podido fijar la posición, y sin embargo, como no conozco ningún escollo en esta porción del Atlántico, es posible que hayamos encallado en cualquier tierra de América del Sur.

—Pero —digo yo— seguimos estando amenazados por la explosión. ¿No podríamos abandonar el Chancellor y refugiarnos…?

—¿En el arrecife? —responde Robert Kurtis—. Pero ¿cómo está constituido? ¿Lo cubre la marea alta? ¿Podemos reconocerlo en la oscuridad? Dejemos que llegue el día, y ya veremos.

Estas palabras de Robert Kurtis las transmito inmediatamente a los demás pasajeros. No son totalmente tranquilizadoras, pero nadie quiere ver el nuevo peligro que crea la situación del navío, si por desgracia ha sido lanzado sobre un arrecife desconocido a varios centenares de millas de tierra firme. Una sola consideración predomina: ahora el agua combate por nosotros y lucha ventajosamente contra el incendio, y por tanto contra las posibilidades de explosión.

En efecto, a las llamas estrepitosas ha sucedido poco a poco una espesa humareda negra que escapa por la escotilla en húmedos torbellinos. Algunas lenguas ardientes se proyectan todavía en medio de las enrolladas sombras, pero se extinguen casi inmediatamente. A los rugidos del fuego suceden los silbidos del agua, que se evapora en el horno interior. Es cierto que la mar está haciendo allí lo que ni nuestras bombas ni nuestros cubos habrían podido realizar, y este incendio, que se ha propagado en medio de mil setecientas balas de algodón, ¡no necesitaba nada menos que una buena inundación para extinguirlo!

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