El Chancellor (ilustrado)
Capítulo XVI
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XVI
30 de octubre: Los primeros resplandores matinales han clareado en el horizonte, pero las brumas de alta mar limitan el alcance de las miradas a una circunferencia bastante reducida. Todavía no se ve tierra alguna, y sin embargo nuestros ojos registran impacientes toda la parte occidental y meridional del océano.
En este momento, la mar se ha retirado casi totalmente, y no hay ni siquiera seis pies de agua alrededor del navío, cuyo calado es de unos quince pies a plena carga. Algunas puntas rocosas emergen aquí y allá, y se puede comprobar por ciertos colores del fondo que este escollo está compuesto de rocas basálticas. ¿Cómo es posible que el Chancellor haya podido ser transportado tan dentro del arrecife? Tiene que haberlo levantado una enorme ola, y eso es precisamente lo que he sentido instantes antes de que encallara. Así es que, después de haber examinado las rocas que lo rodean, me pregunto cómo llegaremos a sacarlo de ahí. Está inclinado hacia proa, lo que hace muy difícil caminar por la cubierta, y además, a medida que desciende el nivel del océano, da cada vez más de banda a babor. Robert Kurtis ha podido temer por un momento que acabaría zozobrando con la marea baja, pero su inclinación se ha fijado por fin definitivamente, y no hay nada que temer a este respecto.
A las seis de la mañana se escuchan unos choques violentos. Se trata del palo de mesana, que, después de haber sido arrastrado, vuelve a batir los flancos del Chancellor. Al mismo tiempo se oyen unos gritos, y el nombre de Robert Kurtis es pronunciado varias veces.
Miramos en la dirección de donde salen los gritos, y a la semiclaridad del naciente día vemos a un hombre que se ha aferrado a la cofa de mesana. Es Silas Huntly, a quien la caída del mástil ha arrastrado y que ha escapado milagrosamente a la muerte.
Robert Kurtis se precipita en socorro de su antiguo capitán, y, desafiando mil peligros, consigue traerlo a bordo. Silas Huntly va a sentarse en el rincón más apartado de la toldilla sin pronunciar una palabra. Este hombre, convertido en un ser totalmente pasivo, ya no cuenta para nada.
Después se consigue pasar a sotavento el palo de mesana, que es sólidamente amarrado al navío, cuyos costados deja de amenazar. Este pecio tal vez pueda llegar a sernos útil, ¿quién sabe?
Ahora el día se encuentra lo suficientemente avanzado y las brumas comienzan a despejarse. La mirada ya puede recorrer ampliamente el perímetro del horizonte a más de tres millas de distancia. La línea de arrecifes va hacia el suroeste y el nordeste a lo largo de una milla de longitud poco más o menos. Al norte emerge una especie de islote, de forma irregular. Es una caprichosa agregación de rocas que se eleva como mucho a unas doscientas brazas de donde ha encallado el Chancellor y que alcanza una altura de cincuenta pies. Debe, por tanto, dominar el nivel de las mareas más altas. Una especie de calzada muy estrecha, pero practicable durante la marea baja, nos permitirá alcanzar este islote, si se hace necesario.
Más allá la mar recobra su color sombrío. Allí el agua es profunda. Allí acaba el escollo.
Una inmensa decepción, que se justifica por la situación en que se encuentra el navío, se apodera de todos nosotros. En efecto, es de temer que los arrecifes no estén unidos a tierra alguna.
En este momento —son las siete de la mañana— el día está claro y las brumas han desaparecido. El horizonte se dibuja alrededor del Chancellor con una nitidez perfecta, pero la línea del agua y la línea del cielo se confunden en el mismo contorno, y la mar ocupa todo el espacio.
Robert Kurtis, inmóvil, observa el océano, principalmente hacia el oeste. El señor Letourneur y yo, de pie el uno cerca del otro, examinamos sus menores movimientos y leemos claramente las ideas que le pasan por la cabeza. Su sorpresa es muy grande, puesto que tenía razones para creerse cerca de tierra firme, ya que siempre hemos navegado hacia el sur desde que el navío costeó las Bermudas, y, sin embargo, no hay tierra alguna a la vista.
En este momento Robert Kurtis, abandonando la toldilla, se dirige por los empalletados hacia los obenques, sube por los flechastes, se agarra a los obenques del mastelero mayor, traspasa las barras y alcanza rápidamente la encapilladura del mastelerillo. Desde allí, y durante algunos minutos, examina con detenimiento todo el espacio que nos rodea; después, agarrándose a una de las burdas, se deja deslizar hasta la batayola y vuelve con nosotros.
Nuestras miradas lo interrogan.
—¡No hay tierra! —responde fríamente.
El señor Kear se acerca entonces, y con un tono malhumorado:
—¿Dónde nos encontramos, señor? —pregunta.
—No lo sé —responde Robert Kurtis.
—¡Debería usted saberlo! —responde neciamente el negociante de petróleo.
—¡De acuerdo, pero no lo sé!
—Pues bien —prosigue el señor Kear—, sepa entonces que no tengo la intención de quedarme eternamente en su navío, señor, ¡y lo intimo a que partamos!
Robert Kurtis se contenta con encogerse de hombros.
Después, volviéndose hacia el señor Letourneur y hacia mí:
—Si aparece el sol, tomaré la altura —dice—, y entonces sabremos sobre qué punto del Atlántico nos ha lanzado la tormenta.
Robert Kurtis se ocupa entonces de hacer distribuir víveres a los pasajeros y a la tripulación. Todos nosotros los necesitamos, pues nos encontramos extenuados a causa del cansancio y del hambre. Comemos bizcocho y un poco de carne en conserva; después el capitán, sin perder un instante, toma diferentes medidas para la puesta a flote del navío.
El incendio ha disminuido mucho, y ahora ninguna llama asoma al exterior, la humareda es menos abundante, aunque todavía sea negra. Es indudable que el Chancellor almacena una gran cantidad de agua en su bodega, pero no es posible comprobarlo, pues la cubierta sigue siendo impracticable.
Robert Kurtis hace entonces que se rieguen las ardientes tablas, y dos horas después los marineros pueden caminar por la cubierta.
La primera medida es sondar, y es el bosseman quien lleva a cabo esta operación. Una vez verificada, se ve que hay cinco pies de agua en la bodega, pero el capitán todavía no da la orden de achicarla, pues quiere que acabe su obra. El incendio, primero. Después el agua.
Y ahora, ¿será mejor abandonar inmediatamente el navío y refugiarse en el arrecife? No es ésta la opinión del capitán Kurtis, con el que se muestran de acuerdo el teniente y el bosseman. En efecto, con mala mar debe de resultar insostenible mantenerse en esas rocas, incluso en las más elevadas, que deben de verse barridas por las grandes olas. En cuanto a las posibilidades que corre el navío de sufrir una explosión, ahora han disminuido notablemente; es indudable que el agua ha invadido la parte de la bodega en la que se encuentra la pacotilla de Ruby, y por tanto la bombona de picrato. Por ello se decide que ni los pasajeros ni la tripulación abandonarán el Chancellor.
Entonces nos ocupamos de preparar a popa, sobre la toldilla, una especie de campamento, y se disponen algunos colchones, que el fuego no ha alcanzado, para las dos pasajeras. Los hombres de la tripulación que han salvado sus coys los colocan sobre el castillo de proa. Se instalarán allí, ya que su sollado se encuentra totalmente inhabitable.
Afortunadamente los daños no han sido muy numerosos en la despensa; los víveres han sido respetados por el fuego en gran parte, así como las cajas de agua. El pañol de las velas de recambio, situado a proa, también se encuentra intacto.
En fin, ¡tal vez nos encontremos al final de nuestros sufrimientos! Estaríamos tentados a creerlo, puesto que desde esta mañana el viento ha amainado considerablemente, y en alta mar el oleaje se ha reducido notablemente. Es ésta una circunstancia favorable, ya que los golpes de mar que pudieran batir ahora al Chancellor inevitablemente lo destrozarían contra estos duros basaltos.
Los señores Letourneur y yo hemos hablado largamente sobre los oficiales de a bordo, la tripulación, y la forma de comportarse de todos ellos durante este período lleno de peligros. Todos han mostrado valor y energía. El teniente Walter, el bosseman y Daoulas, el carpintero, se han distinguido especialmente. Son sin duda buenos hombres, valerosos marinos con los que se puede contar. En cuanto a Robert Kurtis, ya no hay elogios posibles para él. Ahora, como siempre, se multiplica, está en todas partes, no se presenta dificultad alguna que él no esté inmediatamente dispuesto a resolver, anima a sus hombres con la palabra y el ejemplo, y se ha convertido en el alma de esta tripulación, que no actúa más que secundándolo.
Mientras tanto, desde las siete de la mañana la mar ha comenzado a subir. En este momento son las once, y todas las puntas de los escollos han desaparecido bajo las aguas. Debemos esperar que el nivel del agua aumento también en la bodega del Chancellor a medida que se eleva el nivel de la mar, y eso es lo que ocurre. Muy pronto la sonda indica nueve pies, y nuevas capas de algodón son inundadas, por lo que no podemos sino felicitarnos.
Desde que la marea ha subido, la mayor parte de las rocas que rodean nuestro navío se encuentran sumergidas; no queda visible más que el marco de un pequeño estanque circular, de un diámetro de doscientos cincuenta a trescientos pies, y en el que el Chancellor ocupa su ángulo norte. La mar está bastante tranquila, y las olas no se propagan hasta el navío, circunstancia esta muy afortunada, ya que, encontrándose absolutamente inmóvil, nuestro navío se vería batido como un escollo.
A las once y media el sol, al que unas cuantas nubes ocultaban desde las diez, aparece muy oportunamente. El capitán, que ya ha podido calcular el ángulo horario durante la madrugada, se dispone a tomar la altura meridiana, y hacia el mediodía lleva a cabo una medición muy exacta.
Después desciende a su camarote, calcula la posición, regresa a la toldilla, y nos dice:
—Nos encontramos a 18º 5’ de latitud norte y a 45º 53’ de longitud oeste.
Entonces el capitán explica cuál es nuestra situación a todos los que no están familiarizados con las cifras de longitud y latitud. Robert Kurtis, y con razón, no quiere ocultar nada, y quiere que todos sepan exactamente a qué atenerse en la situación actual.
El Chancellor ha encallado a 18º 5’ de latitud norte y 45º 53’ de longitud oeste sobre un escollo que no se encuentra señalado en las cartas marinas. ¿Cómo es posible que puedan existir arrecifes en esta parte del Atlántico sin que sean conocidos? ¿Acaso este islote es de formación reciente y habrá sido producido por cualquier conmoción plutoniana? No veo otra explicación que dar a este hecho.
Sea lo que fuere, este islote se encuentra al menos a ochocientas millas de las Guayarías, es decir, de las tierras más próximas.
Esto es lo que la posición, reflejada sobre la carta marina de a bordo, establece de la manera más formal.
El Chancellor, pues, se ha visto arrastrado hacia el sur, hasta el paralelo 18, primero a causa de la obstinación insensata de Silas Huntly, y después por el viento del noroeste que lo ha obligado a huir. En consecuencia el Chancellor deberá recorrer todavía más de ochocientas millas antes de alcanzar la costa más próxima.
Tal es nuestra situación. Es grave, pero la impresión que se saca de lo que el capitán nos ha comunicado no es mala, al menos en este momento. ¿Qué nuevos peligros podrían impresionarnos ahora, cuando acabamos de escapar de las amenazas del incendio y de la explosión? Olvidamos que la bodega del navío se encuentra inundada por las aguas, que la tierra firme se encuentra lejos, que el Chancellor, cuando vuelva a navegar, puede irse a pique en ruta… Pero nuestro ánimo se encuentra todavía bajo la impresión de los horrores del pasado y, recobrando un poco de calma, está dispuesto a tener confianza.
Y ahora ¿qué hará Robert Kurtis? Sencillamente lo que el simple sentido común aconseja: apagar completamente el incendio, lanzar a la mar la totalidad o parte del cargamento, sin olvidar la bombona del picrato, taponar la vía de agua, y, una vez aligerado el navío, aprovechar una pleamar para abandonar el escollo lo antes posible.