El Chancellor (ilustrado)

El Chancellor (ilustrado)


Capítulo XVII

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XVII

Continuación del 30 de octubre: He charlado con el señor Letourneur sobre la situación en que nos encontramos, y he creído poder asegurarle que nuestra estancia en el arrecife, si las circunstancias nos favorecen, será corta. Pero el señor Letourneur no parece compartir mi opinión.

—Al contrario —me responde—, ¡me temo que nos veremos retenidos durante largo tiempo sobre estas rocas!

—Y ¿por qué? —he proseguido—. Lanzar por la borda unos cuantos centenares de balas de algodón no es una faena demasiado larga y complicada, y en dos o tres días puede llevarse a cabo.

—Sin duda, señor Kazallon, eso se realizaría con toda rapidez, si desde hoy la tripulación pudiese ponerse manos a la obra. Pero es totalmente imposible penetrar en la bodega del Chancellor, puesto que el aire es irrespirable, y, ¿quién sabe si no pasarán varios días antes de que pueda descenderse a ella, puesto que la capa intermedia del cargamento continúa ardiendo todavía? Además, una vez dominado el fuego, ¿estaremos en situación de navegar? ¡No! Será necesario cegar la vía de agua, que debe de ser considerable, ¡y hacerlo con el mayor de los cuidados, si no queremos hundirnos después de haber corrido el riesgo de abrasarnos! No, señor Kazallon, no me hago ilusiones, y consideraría una circunstancia muy feliz el que dentro de tres semanas hubiéramos abandonado el escollo. Y quiera el Cielo que no se desencadene ninguna tormenta antes de que hayamos vuelto a navegar, puesto que el Chancellor sería destrozado como un vaso de vidrio contra el arrecife, ¡que se convertiría en nuestra propia tumba!

Este es, en efecto, el mayor de los peligros que nos amenazan. El incendio será dominado, el navío será puesto a flote, al menos todo invita a creerlo, pero nos encontramos a merced de un golpe de viento. Admitiendo que la parte más elevada del escollo pueda ofrecernos refugio durante una tormenta, ¿qué sería de los pasajeros y de la tripulación del Chancellor cuando, de su navío, no quedase más que un pecio?

Señor Letourneur —le he preguntado entonces—, ¿tiene usted confianza en Robert Kurtis?

—Una confianza absoluta, señor Kazallon, y considero como una gracia divina el que el capitán Huntly le haya entregado el mando del navío. Tengo la certeza de que Robert Kurtis hará todo lo que sea necesario hacer para sacamos de este mal paso.

Cuando le pregunto al capitán cuánto calcula que estaremos en el arrecife, me responde que no puede estimarlo todavía y que depende sobre todo de las circunstancias, pero que espera que el tiempo no nos sea desfavorable. Y, en efecto, el barómetro sube de forma continua y sin oscilar, como ocurre cuando las capas atmosféricas están todavía mal equilibradas. Es éste, por tanto, el síntoma de una calma duradera, y por ello un presagio feliz para nuestras operaciones.

Por lo demás, no se pierde ni un solo minuto, y cada cual se pone a la faena con entusiasmo.

Antes que nada, Robert Kurtis pretende extinguir totalmente el incendio, que sigue consumiendo las capas superiores de las balas de algodón por encima del nivel que las aguas alcanzan en el interior de la bodega. Pero no se trata de perder tiempo tratando de proteger el cargamento. Resulta evidente que la única forma de proceder consiste en ahogar el incendio entre dos capas líquidas. Las bombas comenzarán, por tanto, a entrar de nuevo en acción.

Durante estas primeras operaciones, la tripulación se basta para la maniobra de las bombas. Los pasajeros no hemos sido puestos en estado de requisición, pero todos estamos dispuestos a ofrecer nuestros brazos, y nuestra ayuda no será desdeñable cuando se proceda a la descarga del navío. Así es que, mientras esperamos, los señores Letourneur y yo pasamos el tiempo charlando o leyendo, y además yo dedico algunas horas a la redacción de mi diario. El ingeniero Falsten, poco comunicativo, está siempre absorto en sus cifras, o traza los planos de máquinas con planta, sección y alzado. ¡Quiera el Cielo que sea capaz de inventar algún potente aparato que permita poner a flote el Chancellor! En cuanto a los Kear, se mantienen aparte y nos ahorran la molestia de escuchar sus incesantes recriminaciones; desgraciadamente, la señorita Herbey se ve obligada a quedarse junto a ellos, y vemos muy poco o nada a la joven. En cuanto a Silas Huntly, no se mete para nada en lo que pueda concernir al navío; el marino ya no existe en su ánimo, y el hombre apenas si vegeta. El maestresala, Hobbart, lleva a cabo su servicio habitual tal y como si el navío se encontrase navegando con toda normalidad. Este Hobbart es un personaje obsequioso, callado, generalmente en desacuerdo con su cocinero, Jynxtrop, negro de mala catadura, que tiene un aire brutal y descarado, y que se mezcla con los demás marineros más de lo conveniente.

Así pues, las distracciones son realmente muy escasas a bordo. Afortunadamente se me ocurre la idea de ir a explorar el arrecife desconocido sobre el que ha encallado el Chancellor. Sin duda el paseo no será largo ni variado, pero es la ocasión de abandonar el navío durante unas horas y de estudiar un suelo cuyo origen es seguramente curioso.

Además importa levantar con todo detalle un plano de este arrecife, que no se encuentra señalado en las cartas marinas. Pienso que los señores Letourneur y yo podremos llevar a cabo fácilmente este trabajo de hidrografía, dejando al capitán Kurtis el cuidado de completarlo cuando calcule de nuevo la longitud y la latitud del escollo con toda la exactitud posible.

Mi propuesta es aprobada por los señores Letourneur. La ballenera, provista de sondas y un marinero para guiarla, es puesta a nuestra disposición, y abandonamos el Chancellor la mañana del 31 de octubre.

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