El Chancellor (ilustrado)

El Chancellor (ilustrado)


Capítulo XVIII

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XVIII

Del 31 de octubre al 5 de noviembre: Hemos comenzado por dar la vuelta al escollo, cuya longitud es de un cuarto de milla aproximadamente.

Este viajecito de «circunnavegación» se efectúa con rapidez, y con las sondas en la mano comprobamos que los bordes del arrecife son muy acantilados. El agua es extremadamente profunda al ras de las rocas, y ya no cabe duda alguna de que alguna brusca conmoción, debida a las acciones de las fuerzas plutónicas[29], ha proyectado este escollo fuera de las aguas.

Por lo demás, el origen del escollo es indiscutible. Es absolutamente volcánico. Por todas partes no se encuentran más que bloques de basalto, dispuestos en un orden perfecto, y cuyos prismas, regulares, dan al conjunto el aspecto de una cristalización gigantesca. La mar es maravillosamente transparente en la vertical del contorno del escollo, y permite contemplar un curioso haz de fustes prismáticos que soporta esta notable substrucción[30].

—He aquí un islote curioso —dice el señor Letourneur—, y su origen es sin duda alguna reciente.

—Eso es evidente, padre —responde el joven André—, y yo añadiría que se trata de un fenómeno idéntico a los producidos en la isla Julia, en la costa de Sicilia, y en el grupo de islas Santorín, en el Archipiélago[31], ¡y que ha originado este islote muy a propósito para que el Chancellor encalle en él!

—En efecto —añado yo—, es necesario que se haya producido una conmoción en esta parte del océano, puesto que aquí no figura ningún escollo en las cartas marinas más modernas, y porque en esta porción del Atlántico, tan frecuentada por los marinos, no podría haber escapado a sus miradas. Explorémoslo con cuidado y lo daremos a conocer a los navegantes.

—¿Quién sabe si no desaparecerá muy pronto a consecuencia de un fenómeno semejante al que lo ha originado? —responde André Letourneur—. Usted sabe, señor Kazallon, que frecuentemente estas islas volcánicas tienen una duración efímera, y cuando los geógrafos hayan inscrito ésta sobre sus nuevas cartas marinas, ¡tal vez ya ni siquiera exista!

—No importa, hijo mío —responde el señor Letourneur—. Más vale indicar un peligro que no existe, que omitir uno que existe, ¡y los marinos no tendrán ningún derecho a quejarse si no encuentran escollos donde nosotros hemos señalado uno!

—Tienes razón, padre —responde André—, y, después de todo, es muy posible que este islote esté destinado a durar tanto como nuestros continentes. ¡Lo único que se me ocurre es que, si debe desaparecer, al capitán Kurtis le gustaría que fuese dentro de unos días, cuando haya reparado sus averías, y eso le evitaría las molestias de tener que poner el navío a flote!

—Realmente, André —exclamo yo alegremente—, ¡usted pretende disponer a su antojo de la naturaleza! ¿Quiete usted que ella levante y engulla un escollo a su voluntad, según sus necesidades personales, y que, después de haber creado estas rocas para poder extinguir el incendio del Chancellor, las haga desaparecer, obedeciendo a su varita mágica, para desencallarlo?

—Yo no pretendo nada, señor Kazallon —responde el joven, sonriente—, salvo dar gracias al Señor por habernos protegido tan visiblemente. Ha querido lanzar nuestro navío sobre este arrecife, y lo pondrá a flote cuando llegue el momento.

—Y nosotros lo ayudaremos en la medida de nuestras fuerzas, ¿no es así, amigos míos?

—Sí, señor Kazallon —responde el señor Letourneur—, puesto que ayudarse a sí mismo es una ley de la humanidad. Sin embargo, André tiene razón al poner su confianza en Dios. Es cierto que, aventurándose mar adentro, el hombre hace un notable empleo de las cualidades que la naturaleza pone a su disposición; ¡pero, sobre este océano sin límites, cuando los elementos se desencadenan, siente cuán frágil es el navío que lo transporta, y cuán débil y desarmado se encuentra él mismo! Así, creo que la divisa del marino debería ser ésta: ¡Confianza en sí mismo y fe en Dios!

—No hay nada más cierto, señor Letourneur —le respondo—. ¡Yo también creo que hay muy pocos marinos cuya alma esté obstinadamente cerrada a las impresiones religiosas!

Charlando así, examinamos con todo cuidado las rocas que forman la base del islote, y todo lo que vemos nos convence de que su origen es muy reciente. En efecto, no se ve ni una sola concha, ni un solo mechón de varec en las paredes de basalto. Un aficionado a la historia natural trabajaría en balde estudiando este amontonamiento de piedras, en el que la naturaleza vegetal y animal todavía no ha dejado la huella de su sello. Los moluscos brillan por su ausencia, al igual que los hidrofitos. El viento todavía no ha aportado ni un solo germen, y los pájaros marinos no han venido aquí en busca de refugio. Sólo el geólogo puede encontrar aquí el tema de cualquier estudio interesante, al examinar esta substrucción basáltica, que únicamente tiene las huellas de una formación plutónica.

En este momento nuestro bote regresa a la punta sur del islote, en la que ha encallado el Chancellor. Propongo a mis compañeros que bajemos a tierra, y ellos aceptan.

—¡En el caso de que el islote vaya a desaparecer —dice el joven André, riendo—, conviene al menos, que lo hayan visitado criaturas humanas!

El bote atraca, y descendemos a la roca basáltica. André se nos adelanta, ya que el suelo es bastante practicable, y el joven no tiene necesidad de un brazo que lo sostenga. Su padre se mantiene algo más atrás, cerca de mí, y henos aquí escalando el escollo por una pendiente muy suave que conduce hasta su punto más elevado.

Un cuarto de hora nos basta para franquear la distancia, y los tres nos sentamos en un prisma basáltico que corona la roca más alta del islote. André Letourneur saca entonces el cuaderno de notas de su bolsillo y empieza a dibujar el arrecife, cuyos contornos se proyectan ante nuestros ojos con toda nitidez sobre el fondo verde de las aguas.

El cielo es puro, y la mar, entonces baja, descubre las últimas puntas que emergen al sur, dejando entre ellas el estrecho paso seguido por el Chancellor antes de encallar.

La forma del escollo es bastante singular, y recuerda totalmente a la de un «jamón de York», cuya parte central se hincha hasta la intumescencia cuya cima ocupa.

Así es que, cuando André traza el perímetro del islote, su padre le dice:

—¡Pero, hijo mío, si has dibujado un jamón!

—Sí, padre —responde André—. Un jamón basáltico, de un tamaño que haría las delicias de Gargantúa[32], y, si el capitán Kurtis está de acuerdo, daremos a este arrecife el nombre de «Ham-Rock»[33].

—¡Ciertamente —exclamo yo—, este nombre es el que más le conviene! ¡El escollo de Ham-Rock! ¡Y que los navegantes no se aproximen más que a una distancia prudencial, pues no poseen los dientes lo suficientemente fuertes como para atacarlo!

El Chancellor ha encallado en la extremidad sur del islote, es decir, en la misma punta del jamón, y en la pequeña cala formada por la concavidad de dicha punta. Se inclina sobre su costado de estribor, y da fuertemente de banda en este momento, pues la marea se encuentra extremadamente baja.

Cuando el dibujo de André está concluido, descendemos por la otra pendiente, que baja suavemente hacia el oeste, y muy pronto se ofrece ante nuestras miradas una preciosa gruta. Al verla, realmente se diría que se trata de una obra arquitectónica, del estilo de las que la naturaleza ha creado en las Hébridas[34], y más especialmente en la isla Staffa. Los señores Letourneur, que han visitado la gruta de Fingal[35], la encuentran aquí totalmente reproducida, pero en unas proporciones mucho más reducidas. La misma disposición de sus prismas concéntricos, debido al modo de enfriamiento del basalto; la misma bóveda de vigas negras, cuyas junturas están tapadas con una materia amarilla; la misma pureza de las aristas prismáticas, que el cincel de un escultor no habría podido perfilar con mayor nitidez; en fin, el mismo zumbido del aire a través de los basaltos sonoros, de los que los celtas han hecho las arpas de sombras tingalianas. Sólo que, si en Staffa su suelo no es otra cosa que una capa líquida, aquí la gruta no puede ser alcanzada más que por los grandes golpes de mar, y el campo de los fustes prismáticos forma un pavimento sólido.

—Además —observa André Letourneur—, la gruta de Staffa es una inmensa catedral gótica, ¡y ésta no es más que una capilla de dicha catedral! ¡Quién hubiese esperado encontrar una maravilla como ésta en un arrecife desconocido del océano!

Después de haber descansado durante una hora en la gruta de Ham-Rock, caminamos siguiendo el litoral del islote y regresamos al Chancellor. Ponemos a Robert Kurtis al tanto de nuestros descubrimientos, y él inscribe el islote sobre la carta marina con el nombre que le ha dado André Letourneur.

Durante los días siguientes, no hemos desaprovechado nunca la posibilidad de dar un paseo hasta la gruta de Ham-Rock, en la que hemos pasado muy buenos ratos. Robert Kurtis también la ha visitado, pero lo ha hecho como un hombre que está preocupado por algo más que por admirar esta maravilla natural. Falsten ha ido una vez para examinar la naturaleza de las rocas y romper algunos pedazos con la insensibilidad del geólogo. El señor Kear no ha querido molestarse; se ha quedado confinado a bordo. He invitado a la señora Kear a que nos acompañara durante una de nuestras excursiones, pero la molestia de embarcar en el bote y de soportar algún cansancio le ha hecho rechazar mi invitación.

El señor Letourneur también ha preguntado a la señorita Herbey si le agradaría visitar el arrecife. La joven ha creído poder aceptar esta oferta, feliz de escapar por una vez, siquiera por una hora, a la caprichosa tiranía de su ama. Pero cuando ruega a la egoísta pasajera que la permita desembarcar, la señora Kear se niega en redondo.

Me siento indignado ante esta conducta y le hablo a la señora Kear en favor de la señorita Herbey. Tengo que insistir, pero, como ya he tenido ocasión de prestar algunos servicios a la egoísta pasajera y ella todavía puede llegar a necesitarme, acaba por acceder a mis ruegos.

La señorita Herbey nos acompaña, pues, varias veces en nuestros paseos a través de las rocas. Varias veces también pescamos en el litoral del islote, y almorzamos alegremente en la gruta, mientras las arpas basálticas vibran bajo la brisa. Nos sentimos realmente felices ante el placer experimentado por la señorita Herbey al verse libre durante algunas horas. Ciertamente, el islote es pequeño, ¡pero nunca nada en el mundo le ha parecido tan grande a la joven! También a nosotros nos agrada este árido arrecife, ¡y muy pronto no queda ni una sola piedra que no conozcamos, ni un solo sendero que no hayamos recorrido alegremente! Comparado con la reducida cubierta del Chancellor es una vasta extensión, y estoy seguro de que, a la hora de nuestra marcha, no lo abandonaremos sin pena.

A propósito de la isla Staffa, André Letourneur nos dice que pertenece a la familia Mac-Donald, que la arriendan anualmente por la suma de doce libras esterlinas[36].

—Pues bien, señores —pregunta la señorita Herbey—, ¿creen ustedes que alguien alquilaría ésta por media corona?

—Ni siquiera por un penique, señorita —le respondo, riendo—. ¡No tendrá usted la intención de tomarla en arrendamiento!

—No, señor Kazallon —responde la joven, conteniendo un suspiro—, y, sin embargo, ¡tal vez sea éste el único lugar en el que he sido feliz!

—¡Y yo también! —murmura André.

¡Hay gran cantidad de sufrimientos ocultos tras la respuesta de la señorita Herbey! ¡La joven, pobre, sin padres, sin amigos, todavía no ha encontrado la felicidad —una felicidad de unos cuantos instantes—, más que en una roca ignorada del Atlántico!

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