El Chancellor (ilustrado)

El Chancellor (ilustrado)


Capítulo XX

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XX

Del 15 al 20 de noviembre: Hoy ha podido llevarse a cabo la visita a la bodega; finalmente hemos descubierto la bombona de picrato, a popa, en un lugar que el fuego afortunadamente no ha alcanzado. La bombona se encuentra intacta, ya que ni siquiera el agua ha dañado su contenido, y es depositada en un lugar seguro en el otro extremo del islote. ¿Por qué no la tiran a la mar inmediatamente? No lo sé, pero el hecho es que no la han tirado.

Durante su visita, Robert Kurtis y Daoulas comprueban que la cubierta y los baos que la sostienen están menos dañados de lo que se esperaba. El intenso calor al que han estado sometidas las espesas tablas y los fuertes travesaños las ha curvado, pero sin carcomerlas profundamente, y la acción del fuego parece haber actuado más intensamente sobre los flancos del casco.

En efecto, las vagras[37] han sido devoradas por las llamas sobre una gran extensión; acá y allá se ven trozos carbonizados de cabillas, y desgraciadamente las cuadernas han sido muy seriamente alcanzadas; la estopa ha actuado en los extremos y en las costuras, y puede considerarse un milagro que el navío no se haya entreabierto hace tiempo.

Son estas circunstancias muy enojosas, hay que reconocerlo. El Chancellor ha sufrido tales averías, que Robert Kurtis no puede evidentemente repararlas con los restringidos medios de que dispone, y no puede darle a su navío la solidez necesaria para una larga travesía.

Así es que el capitán y el carpintero regresan muy preocupados. Los daños son realmente tan serios, que, si nos encontrásemos en una isla, y no en un islote que la mar puede barrer en cualquier momento, Robert Kurtis no dudaría en desguazar el navío para construir otro más pequeño, del que podría, al menos, fiarse.

Pero Robert Kurtis toma una decisión con rapidez, y nos reúne a todos, tripulación y pasajeros, en la cubierta del Chancellor.

—Amigos míos —dice—, las averías son mucho más graves de lo que suponíamos, y el casco del navío se encuentra muy comprometido. Como, por un lado no disponemos de medios para repararlo, y por otro en este islote y a la merced de cualquier golpe de mar no tenemos tiempo suficiente para construir otro navío, he aquí lo que me propongo hacer: taponar la vía de agua lo más sólidamente posible, y alcanzar así el puerto más cercano. No nos encontramos más que a ochocientas millas de la costa de Paramaribo, que está en el litoral norte de la Guayana holandesa, y en diez o doce días, si el tiempo nos favorece, habremos encontrado refugio.

No se podía hacer otra cosa. Así es que la resolución de Robert Kurtis ha sido aprobada unánimemente.

Daoulas y sus ayudantes se ocupan entonces de taponar interiormente la vía de agua y de consolidar en la medida de lo posible las cuadernas carcomidas por el fuego. Pero resulta evidente que el Chancellor ya no ofrece seguridad suficiente para una travesía de cierta envergadura, y que será condenado en el primer puerto en que recale.

El carpintero calafatea también las costuras exteriores de las bordas en la parte del casco que emerge de las aguas durante la bajamar; pero no puede hacerlo en la que el agua recubre durante la marea baja, y tiene que conformarse con realizar su carena en el interior del navío.

Estos trabajos duran hasta el día 20. Este día, habiéndose realizado todo lo que era humanamente posible hacer por el navío, Robert Kurtis se decide a devolverlo a la mar.

Ni que decir tiene que, desde el momento en que la bodega ha quedado vacía del cargamento y del agua que contenía, el Chancellor no ha cesado de flotar, incluso cuando no había pleamar. Como se ha tomado la precaución de anclarlo a proa y a popa, no ha sido arrastrado hacia el arrecife, y ha continuado en la pequeña laguna natural que se encuentra protegida a derecha e izquierda por las rocas que incluso las más altas mareas no cubren. Y ocurre que, en su parte más ancha, esta laguna puede permitir al Chancellor virar en redondo, y esta maniobra se lleva a cabo fácilmente por medio de guindalezas que se han fijado sobre el escollo, de tal forma que ahora el navío presenta la proa hacia el sur.

Parece, pues, que será fácil librar al Chancellor, sea izando sus velas si el viento es favorable, sea atoándolo hasta fuera del paso si el viento es contrario. Sin embargo, la operación presenta algunas dificultades que habrá que prever.

En efecto, la entrada del paso se encuentra cerrada por una especie de encachado[38] basáltico, por encima del cual, con la pleamar, apenas queda la profundidad suficiente para el calado del Chancellor, pese a que se encuentra totalmente deslastrado. Si ha pasado sobre ese encachado antes de encallar, se debe, lo repito, a que se vio levantado por una enorme ola y lanzado sobre la laguna. Además aquel día no sólo había una marea de luna llena, sino que era también la mayor del año, y ahora deben de transcurrir varios meses antes de que se produzca una marea equinoccial tan fuerte.

Pero resulta evidente que Robert Kurtis no puede esperar varios meses. Hoy hay una gran marea sicigia[39], y es necesario que la aproveche para desencallar su navío; luego, una vez fuera de la laguna, lo lastrará de tal forma que pueda soportar todo el trapo, y se hará a la mar.

Precisamente el viento es favorable, puesto que sopla del nordeste, y por consiguiente en dirección al paso. Pero el capitán, y con razón, no quiere lanzarlo a toda vela contra un obstáculo que puede parar en seco a un navío cuya solidez es ahora muy problemática. Por ello después de haber conferenciado con el teniente Walter, el carpintero y el bosseman, se decide a atoar el Chancellor. En consecuencia, se fija un ancla a popa para el caso de que la operación no tenga éxito y se haga necesario volver a fondear el navío; después se llevan otras dos anclas fuera del paso, cuya longitud no excede de los doscientos pies. Las cadenas se encuentran guarnidas al molinete, la tripulación se pone en las barras, y a las cuatro de la tarde el Chancellor empieza a moverse.

A las cuatro y veintitrés minutos la marea debe alcanzar su plenitud. Así es que diez minutos antes el navío ha sido halado tan allá como su calado se lo permitía, pero la parte delantera de la quilla ha rozado muy pronto sobre el encachado, y ha tenido que detenerse.

Y ahora, puesto que la extremidad inferior de la roda ha franqueado el obstáculo, no existe razón alguna para que Robert Kurtis no añada la acción del viento a la potencia mecánica de la maquinilla. Se despliegan las velas altas y bajas y se orienta viento en popa.

Es el momento. La mar está quieta. Los pasajeros y los marineros se encuentran en las barras de la maquinilla. Los señores Letourneur, Falsten y yo nos ocupamos del guimbalete de estribor. Robert Kurtis está sobre la toldilla, vigilando las velas, el teniente sobre el castillo de proa, y el bosseman al timón.

El Chancellor sufre unas cuantas sacudidas y la mar, que crece, lo levanta ligeramente, pero por fortuna está en calma.

—¡Vamos, amigos míos —exclama Robert Kurtis, con su voz tranquila y confiante—, fuerza y al unísono! ¡Vamos!

Los guimbaletes de los molinetes se ponen en movimiento. Se oye el ruido de los linguetes, y las cadenas, tensándose, hacen fuerza sobre los escobenes. El viento refresca, y como el navío no puede tomar una velocidad adecuada, los mástiles se arquean bajo el empuje de las velas. Ganamos una veintena de pies. Uno de los marineros entona una de esas canciones guturales cuyo ritmo ayuda a simultanear nuestros movimientos. Redoblamos nuestros esfuerzos, y el Chancellor se estremece…

Pero los esfuerzos son vanos. La marea empieza a bajar. No pasaremos.

Ahora bien, si no pasa, el navío no puede quedarse balanceándose sobre el encachado, puesto que se rompería en dos con la bajamar. A las órdenes del capitán, las velas se cargan rápidamente, y el ancla, fondeada a popa, nos va a ayudar muy pronto. No hay ni un solo instante que perder. Se vira retrocediendo, y hay un momento de terrible ansiedad… Pero el Chancellor se desliza sobre la quilla y regresa a la laguna, que ahora le sirve de prisión.

—Y bien, capitán —pregunta entonces el bosseman ¿cómo pasaremos?

—No lo sé —responde Robert Kurtis—, pero pasaremos.

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