El Chancellor (ilustrado)

El Chancellor (ilustrado)


Capítulo XXII

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XXII

Del 24 de noviembre al 1 de diciembre: Henos aquí, pues, en la mar, y en un navío cuya solidez está comprometida, pero por fortuna no se trata de efectuar una gran travesía. Sólo tenemos que recorrer ochocientas millas. Si el viento del nordeste se mantiene durante unos cuantos días, el Chancellor, navegando viento en popa, no sufrirá mucho y seguramente alcanzará la costa de la Guayana.

Se pone rumbo al suroeste, y la vida a bordo reemprende su curso normal.

Los primeros días transcurren sin incidentes. La dirección del viento es siempre buena, pero Robert Kurtis no quiere cargar el trapo, pues teme provocar cualquier reapertura de la vía de agua si imprimiese excesiva velocidad a su navío.

¡Triste travesía, en definitiva, la que se lleva a cabo en tales condiciones, cuando no se tiene confianza en el navío que te transporta! ¡Además, en lugar de dirigirnos hacia adelante, volvemos sobre nuestros pasos! Así, cada cual se absorbe en sus pensamientos, y la vida a bordo no posee la animación comunicativa que resulta de una navegación segura y rápida.

Durante la jornada del 29, el viento cambia un cuarto al norte. Por tanto no podemos conservar la marcha viento en popa. Hay que bracear las vergas, orientar las velas y tomar la amura de estribor. De todo lo cual resulta que el navío da demasiado de banda.

Robert Kurtis carga los juanetes, ya que nota cuánto hace sufrir la inclinación al casco del Chancellor. Y tiene razón, puesto que no se trata aquí de llevar a cabo una travesía rápida, sino de llegar, sin nuevos accidentes, a la vista de tierra firme.

La noche del 29 al 30 es negra y brumosa. La brisa continúa refrescando y desgraciadamente sopla del noroeste. La mayor parte de los pasajeros regresa a sus camarotes, pero el capitán Kurtis no abandona la toldilla, y toda la tripulación permanece en la cubierta. El navío continúa navegando demasiado escorado pese a que no despliega ninguna de sus velas altas.

Hacia las dos de la madrugada me dispongo a regresar a mi camarote, cuando uno de los marineros, Burke, que se encontraba en la bodega, sube rápidamente y grita:

—¡Dos pies de agua!

Robert Kurtis y el bosseman se descuelgan por la escala y comprueban que la funesta noticia es demasiado cierta. O la vía de agua se ha vuelto a abrir, pese a todas las precauciones tomadas, o algunas costuras, mal calafateadas, se han separado, y el agua penetra rápidamente en la bodega.

El capitán, de regreso a cubierta, vuelve a orientar el navío viento en popa, para que sufra lo menos posible, y espera a que llegue el día.

Al alba, se echa la sonda, y se encuentran tres pies de agua…

Miro a Robert Kurtis. Una fugitiva palidez ha blanqueado sus labios, pero conserva toda su sangre fría. Los pasajeros, varios de los cuales han subido a cubierta, son puestos al corriente de lo que sucede, y además habría sido difícil ocultárselo.

—¿Una nueva desgracia? —me dice el señor Letourneur.

—Era de prever —le respondo—, pero no debemos de estar muy lejos de tierra firme, y espero que la alcanzaremos.

—¡Dios le oiga! —responde el señor Letourneur.

—¿Está Dios a bordo? —exclama Falsten, encogiéndose de hombros.

—Lo está, señor —responde la señorita Herbey.

El ingeniero se ha callado respetuosamente ante esta respuesta llena de una fe que no se discute.

Mientras tanto, y a una orden de Robert Kurtis, se organiza el servicio de las bombas. La tripulación pone manos a la obra con más resignación que entusiasmo; pero se trata de nuestra salvación, y los marineros, divididos en dos bordadas, se relevan en los guimbaletes.

Durante la jornada el bosseman ha hecho proceder a nuevos sondeos, y se comprueba que la mar penetra lenta pero constantemente en el interior del navío.

Por desgracia las bombas, a fuerza de funcionar, se averían con frecuencia y se hace necesario repararlas. Ocurre también que se atascan, bien de cenizas, o bien de las briznas de algodón que todavía llenan la parte baja de la bodega. De ahí una limpieza que debe renovarse varias veces, y que nos obliga a perder una parte del trabajo efectuado.

Al día siguiente por la mañana, después de un nuevo sondeo, se comprueba que el nivel del agua alcanza los cinco pies. Así pues, si por cualquier motivo se suspendiese la maniobra, el navío se inundaría. No sería más que una cuestión de tiempo, y sin duda de un tiempo muy corto. La línea de flotación del Chancellor se encuentra ya un pie sumergida, y su cabeceo se hace cada vez más duro, ya que se levanta muy difícilmente con las olas. Veo al capitán Kurtis fruncir las cejas cada vez que el teniente o el bosseman le dan su informe. Es un mal augurio.

La maniobra de las bombas ha proseguido durante todo el día y toda la noche. Pero la mar sigue ganando terreno. La tripulación se encuentra extenuada. Se manifiestan síntomas de desánimo entre los hombres. No obstante, el bosseman y el segundo[41] predican con el ejemplo, y los pasajeros se ponen también a los guimbaletes.

La situación ya no es la misma que en la época en la que el Chancellor estaba encallado en el suelo firme de Ham-Rock.

¡Nuestro navío flota ahora sobre un abismo, en el que puede hundirse a cada instante!

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